
Por Missael Mireles
Nunca pensé que existiera un sitio así, es algo verdaderamente increíble. No fue un sueño, mucho menos una alucinación. ¡Ah! Creo que tengo una historia para contarles…
Fue ayer (viernes 15 de noviembre). Acordé con mis amigos, César y Miguel, de ir a gastar dinero a las tiendas aprovechando el Buen Fin, aunque no gastamos en vano realmente: Miguel adquirió el saco Calvin Klein que tanto añoraba, César se llevó dos pares de jeans Levi´s, yo invertí en un Play Station nuevo y unos Converse de cuero blanco. Era temprano cuando terminamos, decidimos continuar con nuestro “viernes de buenos compadres” tomando un merecido café, pero de seguro ya saben que fuimos a parar a un Starbucks (al de Américas para ser preciso).
En cuanto llegamos al café, nos dimos cuenta de que la música realmente logra que las personas cambien; en el local sonaba un disco de Ricardo Arjona, y fue por eso que optamos por cambiar de sitio.
Propuse que visitáramos un nuevo restaurante que habían inaugurado en López Cotilla: el Clásico. César y Miguel no dudaron en aceptar. En el trayecto charlábamos acerca de nuestros planes para Navidad. Miguel sugirió que organizáramos una posada exclusiva para amigos nuestros, a mí me convenció. Después de unos diez minutos llegamos al Clásico, aunque había un detalle que, tanto a mí como a mis amigos, nos pareció muy raro: dentro del restaurante había demasiada actividad, como si se tratase de una fiesta llena de vida, mientras que afuera todo estaba completamente tranquilo, a pesar de que se encuentra en pleno López Cotilla, los demás restaurantes y bares estaban cerrados. Nos bajamos del auto, procuramos no darle importancia a la solitaria avenida, pues había un verdadero festín en el Clásico. Se escuchaban voces de personas que alegremente cantaban baladas y boleros, distinguí con claridad la letra de uno de ellos:
No pretendo ser tu dueño
no soy nada, yo no tengo vanidad
de mi vida doy lo bueno
soy tan pobre, qué otra cosa puedo dar.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro, pude sentir que la alegría inundaba aquel café, pero hubo algo que me provocó escalofríos; afuera del Clásico dos señores de entre cuarenta y cincuenta años disfrutaban de una cálida conversación junto con un cigarrillo… ¡Capulina y Don Ramón! ¡Juraría por mi vida que eran Capulina y Don Ramón! Nos quedamos completamente impactados al ver aquello ¿Cómo era posible que se encontraran en ese sitio, si ellos ya fallecieron? De repente, los comediantes se dieron cuenta de nuestra presencia, no hicieron nada en particular, tan sólo nos recibieron amablemente:
-¡Jóvenes, bienvenidos al Clásico!- nos gritaron entusiasmados.
Sin pensarlo dos veces nos acercamos a saludar. Más sorpresas nos esperaban dentro del café, era más grande de lo que aparentaba. Casi nos desmayamos cuando vimos a otros ídolos nuestros: John Lennon jugaba cartas en una mesa junto con Michael Jackson y Freddy Mercury. Corrimos hacia ellos, estaban sorprendidos por recibir a tres fanáticos adolescentes. Nos invitaron a jugar póker. Los boleros seguían sonando.
Júrame
que aunque pase mucho tiempo
nunca olvidaré el momento
en que yo te conocí.
Mírame
pues no hay nada más profundo
ni más grande en este mundo
que el cariño que te di.
Después de la partida de póker con John, Michael y Freddy, mis amigos y yo continuamos recorriendo aquel excéntrico café, en las paredes había fotografías de otros famosos, como Jimmy Hendrix , Bob Marley o Jannis Joplin. Entre tantos gritos y cantos, escuché una voz que llamó mi atención:
-¡Oigan, cuando acabe la música, apaguen las luces, que soy el Rey Lagarto!- exclamaba. Con el término “Rey Lagarto” me bastó para saber quién era ese sujeto: Jim Morrison. Bailaba de una manera extraña, como solía… suele hacer, portaba sus típicos pantalones de cuero. Seguimos recorriendo el café, había celebridades por doquier, incluso nos topamos con María Félix, Jorge Negrete, Pedro Infante y Javier Solís, todos ellos jugaban billar, “Cantinflas” trataba de distraerlos con sus bromas.
César y Miguel se quedaron observando el juego de los ídolos mexicanos, yo continué recorriendo el restaurante, más cuadros y fotografías adornaban las paredes, en ese momento, alguien me habló:
-Disculpa joven ¿Podrías decirme qué hora es?- no pude reconocer aquella voz, miré mi reloj y di media vuelta para responder, pero me lleve una gran impresión cuando vi de quién se trataba: ¡Bruce Lee! ¡Era el maestro Bruce Lee! Me saludó con una sonrisa, aunque su mirada era algo atemorizante.
-¡Sifu Lee, es un honor conocerlo!- no sé cómo pude haber dicho eso sin desmayarme.
-El honor es mío, joven- añadió Bruce, seguía sonriendo.
Por un instante no supe qué decir, me pidió que me sentara en la silla que estaba a su derecha, estuvimos intercambiando infinidad de ideas, también charlábamos acerca de su filosofía (el “Tao del Jeet Kune Do”), creo que duramos horas conversando, y al parecer así fue. Volví a mirar mi reloj, casi era la una de la mañana, mis amigos se acercaron a nuestra mesa, sugirieron que nos retiráramos, no sin antes saludar con respeto a Bruce Lee.
Estuve de acuerdo con ellos, el maestro Bruce se despidió de nosotros:
-Oigan muchachos: Si creen que algo es imposible, ustedes lo harán imposible- nos dijo con la sabiduría que lo caracteriza.
Cuando estábamos a punto de salir, absolutamente todos los famosos se juntaron para despedirnos, como en una graduación, me encariñé con ellos, y con el Clásico. Afuera, Capulina y Don Ramón seguían conversando, pero esta vez no eran solo ellos, había alguien más que intercambiaba palabras con los comediantes: Agustín Lara. Pude escuchar que mencionaban a otras celebridades que llegarían al día siguiente, entre ellos “Tin Tan”, Frank Sinatra, Mauricio Garcés, incluso Elvis Presley.
Y al igual que cuando llegamos, nos dieron una cálida y muy amigable despedida, incluso lo hizo Agustín Lara. Pero antes de irnos, Don Ramón me hizo una pregunta:
-Oye ¿Cómo está mi hermano “El Loco”? ¿Y “Chespirito”?- no dejó de sonreír mientras preguntaba.
-El buen “Loco” Valdés no deja de ser feliz, ni su edad ni nada se lo impide, “Chespirito” también sigue vivo, a menudo dice que extraña a “Ron Damón”- respondí con melancolía.
-Perfecto, si algún día los ves, diles que también los extraño, y a “Chespirito”, dile que no le doy otra nomás porque…- no pude evitar la risa cuando escuché aquella frase.
Ahí terminó nuestra visita en el Clásico. Mis amigos y yo hicimos un juramento: todas las noches, durante el resto de nuestras vidas, volveríamos a visitarlos, a todos ellos, al Clásico, donde la noche es eternamente joven.