
Por Alejandra Maraveles
Allí estaba en la habitación, de lejos lucía bien, no podía percibir daño alguno, a medida que me fui acercando noté que estaba rota. Necesitaba repararla.
Con las puntas de los dedos de mis manos, enjugué las lágrimas que se desbordaban a través de sus mejillas. Observé sus ojos apagados, el cabello desarreglado, cómo sus labios no podían levantar las comisuras para formar una sonrisa. Aunque a simple vista su apariencia era normal, sabía que su interior estaba tan quebrado como un vaso de cristal después de estrellarse contra el suelo.
Respiré profundo, me había vuelto un experto en restauraciones, hasta el momento no había pasado por mí alguien a quien no hubiera podido arreglar.
Tomé su mano izquierda delicadamente, la frialdad de ésta se fue evaporando, conforme iba pasando mis dedos entre los suyos. A medida que los acariciaba hasta llegar a las uñas pintadas en color rosa pálido podía sentir un débil latido de las venas que traslucían a través de su piel, mismos latidos que iban fortaleciéndose poco a poco. Entrelacé mi mano con la suya, más tiempo de lo estimado, pero era necesario para que la suya recuperará la tibieza que debía tener la mano de una mujer sana.
Con el brillo de mi mirada, fue coloreando de un ligero carmesí sus mejillas, con la mano derecha rocé su cuello para desatar el nudo que tenía en la garganta, un suspiro salió de sus labios estacionados en una curva casi inexistente, más parecida a una línea plana. En el suspiro, salió parte de las palabras no dichas, de las frases ahogadas en llanto, de los rezos ineficaces y de los lamentos silenciados por el orgullo propio.
Con las dos manos liberé el ajustado moño de su cabello, masajeé su cabeza, de la que se desprendieron los pensamientos de venganza por los engaños continuos, las ideas de dependencia por las amenazas de abandono, las cavilaciones de culpa por no cumplir las expectativas, los juicios erróneos por la inseguridad creciente en su interior, las reflexiones equivocadas por el miedo que la embargaba y esa inclinación enterrada de suicidio que surgía como brote de una raíz incipiente.
Al acariciar su clavícula y bajar lentamente el tacto hacía su pecho, rasgué el dolor de la traición descubierta, desvanecí la ira de las promesas incumplidas, la angustia de los momentos cada vez más largos de soledad y disminuí la tristeza de las noches en vela llorando.
Sujeté con fuerza sus hombros, para infundir en ella el respeto en sí misma, del cual había sido despojada; integré la fortaleza sacada de los momentos más oscuros; así como el consuelo a su alma cruelmente golpeada.
Susurré con delicadeza en sus oídos, los recuerdos olvidados de su niñez, el asombro perdido durante su adolescencia, la confianza que jamás adquirió en su juventud y el valor que necesitaría para enfrentar a la vida.
Hilvané la aguja para unir los fragmentos de su corazón, con una lupa busqué aquellos trozos que se estaban volviendo invisibles, mientras ella recargaba sus pesares en mi hombro y de esa forma ella se iba convirtiendo en un ser más ligero, menos plomizo, más etéreo.
En un abrazo cargué su amor propio, las cartas de familiares lejanos, los saludos repletos de alegría, los detalles de amistad, el momento de gloria de aquel examen, la mano amiga durante una pena, las sonrisas provocadas, los guiños seductores, el piropo elegante, la amabilidad demostrada y más eventos que ella había olvidado pegados en la suela de un zapato transgresor.
Con un beso lleno de dulzura recuperó: la esperanza que en su interior flameaba lánguidamente a punto de apagarse; los universos que se crean en el abismo de la locura creativa; las palabras que cubrían su existencia y esa capacidad de amar que creía extraviada.
Y allí estaba ahora, mirándome fijamente, reparada, completa, sin signos de daño alguno, esperando un amor que no era el mío, porque yo estaba destinado a ser sólo eso, un restaurador, que al igual al que recompone obras de arte, no puede quedarse con la pieza rehabilitada, así yo… seguiré en soledad, restaurando mujeres, rotas por amor.