En el puente

Por Mario Lozano

La avenida se extiende largamente entre luces de neón, hasta hundirse en vapores luminiscentes que recubren la ciudad. La noche avanza pesada, entre el barullo de sombras humanas que van y vienen en danza interminable por las aceras.

   Las nubes se desmoronan en melancólicas gotas que humedecen con su intermitencia la dureza del asfalto.

   Un puente peatonal se eleva cruzando la avenida como un arcoíris sombrío de hierro y cemento. Suenan los tacones de unas zapatillas por la acera. Giran y ascienden vacilantes  por los escalones metálicos del puente. Un escalón, otro escalón, otro. Empiezan a cruzarlo con lentitud pasmosa, mientras una mano encima de las zapatillas contonea una botella de ron.   

   Hileras de latas pisoteadas, vasos desechables y papel sanitario embrollado se apiñan mugrientos en los ángulos bajos de la calzada del puente. En el aire, el olor a tierra mojada flota revuelto con tufos a leche agria y orines. 

   Las zapatillas se detienen a mitad de la calzada. La botella cae de la mano y se escucha el tintineo de vidrio que se rompe. La mano enciende un cigarro. Éste vuela como luciérnaga en la oscuridad, que se aparta y se acerca a los labios que aspiran. Las bocanadas de humo dibujan en el lienzo de la noche crines plateadas que bailotean lanceadas por la lluvia. Las gotas que hieren al humo crepitan suavemente al caer, hasta que terminan por ahogar la luz y el calor del cigarro que, mojado, salta por el aire trazando una pequeña espiral hacia la garganta de la calle donde lo aplastan las llantas de los automóviles.

   Las zapatillas se enfilan a la barandilla del puente y trepan despacio. Las varillas humedecidas se quejan por el peso con rechinidos de metal oxidado. Es alto. Abajo braman los  motores de los coches. La melena se encalma rociada por las gotas. Ruedan lágrimas por las mejillas. El rostro parece ahora una roca gris veteada de tizne por el maquillaje corrido. Los ojos son manchas bicolores, como los ocelos en las alas de un triste insecto que se oculta en la basura.

   La botella de ron yace rota, inerme, entre las latas, los vasos y el papel sanitario.

   Unos bostonianos se acercan por las escaleras del puente. Se detienen. Suben deprisa y llegan a la mitad de la calzada donde las gotas de lluvia se han mezclado con las lágrimas de aquel rostro salpicado de vetas.

   Una mano jala suavemente el brazo que había cargado la botella. Una boca. Una oreja. Suenan murmullos. Sollozos. Más murmullos. Los coches, las luces, los transeúntes, el tiempo, todo se congela. Un silencio lúgubre, expectante.

   Al fin los pares de ojos se miran. Las zapatillas descienden despacio de la barandilla del puente. Avanzan por la calzada junto a los bostonianos bajo un paraguas que acaba de abrirse. Los flanquean hileras de latas pisoteadas, vasos desechables y papel sanitario embrollado. La lluvia ha lavado las heridas del aire y ahora se respira un olor fresco a humedad.

   Las zapatillas, los bostonianos y el paraguas bajan del puente. Caminan sobre la acera entre el barullo de sombras humanas hasta alejarse y hundirse en los vapores luminiscentes que recubren la ciudad.