LA BENDICIÓN

Por Stephanie Serna

Mi abuelita Carmín es la persona más adorable que existe: es una señora limpiecita y graciosa que nunca sale de casa sin su monedero negro y su llaverito plateado de la virgen de los milagros.  Aunque ya es grande de edad, mi abue Carmín es chiquita en comparación con los demás adultos. Como yo apenas tengo seis años y ella tiene muchos más, ahorita es más alta que yo, pero siempre me ha dicho que cuando sea grande “la voy a dejar”. Yo no sé qué significa eso, pero si sé algo: no quiero dejar a mi abue Carmín nunca.

A mi abuelita le gusta mucho hablar, diario me cuenta historias de cuando tenía mi edad y corría por las calles empedradas del pueblito donde nació junto con sus cuatro hermanitos. Yo no tengo hermanitos, pero me gustaría tener uno para que escuchara junto conmigo las historias de la abuela, porque a mis primos nunca les gustaron. Dicen que siempre son de lo mismo o que prefieren jugar a las luchitas. Ah, pero no fuera la hora de la comida, porque entonces sí, todos se ponen atentos para escucharla decir que ya está todo listo.

A veces, cuando estamos solos, mi abue me da una paletita de cajeta (de nuestras favoritas) y me susurra al oído:

—Te voy a decir un secreto, Alancito: tú eres mi nieto preferido.

Siempre que pasa, me hace sentir el niño más especial del mundo, siempre me dan ganas de presumirles a todos que soy el favorito, pero en el fondo se que debo guardar el secreto de mi abuelita. Sé que a mí me quiere más porque yo era el único que la acompañaba al mercado, la ayudaba a cargar las bolsas de fruta, platicaba con ella mientras hacía la comida y le recordaba la oración para bendecir la mesa.  Recuerdo que a veces cuando le echaba la sal a la olla, también la bendecía, por si se nos olvidaba hacer la oración antes de comer. 

Pero eso fue antes de que mi abuelita Carmín se fuera de viaje…

Ese día todos se vistieron de negro y rezaron sin parar en la sala de la casa, lo cual me pareció raro: 

—¡Mamá! Mi abuelita se va a enojar cuando llegue y vea que no la esperaron para el rezar el rosario.

—Alan… hijito, tu abuelita se… se fue de viaje.

—Ah, ¿y cuándo vuelve?

Mamá no contestó, solo comenzó a llorar. Pobre, de seguro le dolía la cabeza por el griterío de mis tíos, que desde ese día comenzaron a pelearse entre ellos y también con mi mamá. Peleaban a todas horas, gritando cosas como: ¡Largo de mi casa!, ¡Mi mamá me la dejó a mí!, ¡Pero yo soy la mayor!, ¡Pero yo soy el único hombre! 

Tan ocupados estaban con sus peleas que no se dieron cuenta de que abue Carmín volvió al día siguiente…

—¡Abue! ¿A dónde fuiste?

—¡Alancito! Fui a arreglar unos asuntos.

—¿Qué asuntos?

—Unos mijo, unos. Pero tuve que volver para jalarles las orejas a mis hijos.

Pero yo no vi que le jalara las orejas a nadie, es más, ni siquiera vi que saludara a alguien.

Muchas cosas cambiaron en la casa: mi mamá empezó a hacer la comida, mi tía Antonia comenzó a ir al mercado sola y mi tío Fernando a la fruta. A mí, todos esos cambios me parecieron geniales, porque desde entonces mi abuelita tuvo más tiempo libre para platicar conmigo.

Pero algunos cambios no fueron buenos: a mi mamá le dio por llorar todas las noches, entre todos vaciaron la habitación de la abuela y ella comenzó a dormir en la sala.  Lo que menos me gustaba es que mis tíos no dejaban de pelear nunca, apenas se veían y comenzaban a gritarse. Para empeorarlo todo, las cosas empezaron a desaparecer: el celular de mi tío Fer, el labial rojo de tía Antonia, el portafolio de mamá. Cuando algo se les desaparecía, se volvían locos y comenzaban a insultarse. 

Un buen día mi abuelita se cansó de escucharlos. Se levantó de su mecedora y se dirigió a la cocina, en donde encontró la olla de caldo de res que mi mamá había dejado en la estufa.

—¿Qué haces abue Carmín?

—Otra vez se le anda olvidando a tu mamá ponerle la sal al caldo— 

Dicho esto tomó un puño de sal de grano y antes de echarlo a la olla, bendijo la comida.

—Pa’ que se les salga el chamuco…

A la hora de la comida nos servimos todos de la olla que mi mamá había preparado y que abue Carmín había sazonado. Nos sentamos en la mesa y comenzamos a comer. Yo no le recordé a mi abue que rezáramos, pues recordé que la comida ya estaba bendita.

Unos minutos después de sentarnos, tía Antonia salió corriendo y detrás de ella corrió mi mamá.

—¡Margarita! ¡¿Qué le echaste a la comida?!— gritó mi tío Fernando llevándose las manos al estomago, caminando con cuidado siguiendo los pasos de sus hermanas.

Lástima que la casa por la que tanto se estaban peleando solo tenía un baño.