Lejos

Por E. Pérez Fonseca

Pasó por afuera de la tienda, en un brazo llevaba a un bebé y de la mano a una niña pequeña. Echaba miradas hacia el local como si buscara a alguien. Sus ojos se veían tan negros que resaltaban entre las grandes ojeras, la mujer era pálida y muy delgada. Cuando se decidió a entrar, su cuerpo se tambaleaba entre los estantes. Se acercó al encargado de la tienda.
—Estoy buscando al licenciado Álvarez —dijo en un tono apenas audible.
—¿Para qué lo quiere?
—Me dijeron que hablara con él.
—¿Qué se le ofrece?
—¿Es usted el licenciado Álvarez?
—No —el encargado tardó en responder y en su rostro se formó una mueca.
La mujer comenzó a mecer al niño de brazos. El bebé se revoloteaba entre la cobija y parecía se le fuera a escurrir entre los brazos. La niña se le había soltado de la mano, daba vueltas por la tienda y trataba de levantar martillos y pinzas de un aparador.
—¿Puedo hablar con él? —la voz de la mujer sonaba más a súplica que a exigencia.
—¿Cómo se llama?
—Carmen.
—De momento, no está el licenciado.
—¿A qué hora llega?
—Hasta las doce.
Carmen se sentó en unas cajas metálicas, sacó un biberón de una bolsa desechable de plástico, preparó una leche de fórmula y se la dio al bebé. Varios regaños del encargado obligaron a la niña que se había estado paseando por los pasillos a sentarse junto a Carmen. A ratos, la mujer le daba mordidas a un bolillo. Pasaron las horas sin que se moviera de ese lugar, después de varios llantos del bebé y cuando sólo quedaban morusas de su pan, apareció el licenciado. Al entrar, la vio como si mirara a un pordiosero, caminó hacia el guardia y le dio unas instrucciones, se notaba que le había molestado esa presencia.
—Viene con usted, licenciado —le dijo el encargado de la tienda—. Disculpe que la haya dejado que se quedara aquí, pero me dio lástima echarla.
El licenciado hizo un chasquido con la boca y se dio la vuelta.
—¿Qué desea? —le preguntó a Carmen.
—¿Es usted el licenciado Álvarez?
En los ojos del licenciado, además del desprecio, se notaba cierta rabia. No contestó, pero Carmen pudo adivinar que era él a quien buscaba.
—Vengo por el dinero de Pedro.
—¿Cuál Pedro?
—Pedro Estrada.
Una expresión entre la sorpresa y la duda, se formó cuando el licenciado arrugó la frente.
—¡Ese hombre! —el licenciado se burlaba—, de pronto dejó de venir a trabajar, desde hace una semana ¿y ahora la manda a usted?
—Es que él no puede venir.
—¿Por qué no me llamó por teléfono?
—Es que no puede hacer llamadas.
—¿Por qué la mandó a usted y no a su esposa?
Algo en esa mujer le impedía al licenciado echarla al instante. A pesar de su aspecto, el fatigante olor de su ropa y su inútil insistencia, lograba cierta tolerancia. Pudieron ser sus movimientos, o quizá sus facciones. Era como si en su cuerpo no hubiera edad reconocible, podría tener quince años o cuarenta, pero en su expresión se encontraba, de forma apenas perceptible, el desgaste de una perpetua adversidad.
—El dinero es para que coman sus hijos —respondió Carmen.
—Esos niños —el licenciado señaló al bebé—, ¿son hijos de él?
—Lo necesito, el dinero.
—Pedro está casado.
Carmen bajó la mirada, sin mover los pies del suelo y encorvándose un poco, mostró su resignación.
—¿Me podría dar el dinero?
—No la conozco. Dígale a Pedro que me marque y si él me autoriza que le entregue a usted el dinero, se lo doy.
—No puede hablar por teléfono.
—¿Está en la cárcel?
Carmen no contestó, con su mano trataba de descubrir el rostro del bebé que se había ocultado entre las mantas amarillentas. Sus ojos permanecieron mirando hacia abajo.
—Me dijo que le debía su quincena.
—Así es, le debo su quincena —hizo una pausa—. ¿Se embarazó usted sabiendo que él ya era casado?
—Si me presta dinero, el mismo que le debe, yo se lo pago.
—¿Pedro está en casa de usted?
—Nos hace falta ese dinero para la casa. Para la comida, para…
—Si quiere trabajo, trabajo hay aquí en la tienda, pero dinero no le voy a dar.
—Pedro me daba dinero cada semana, pero él no puede venir.
—Ese no es mi problema.
El licenciado le dio la espalda y se metió a su oficina. Carmen se retiró con las dos crías. Dejó la basura que cargaba a un lado de las cajas. Cuando todos se fueron, me acerqué y junté la bolsa de plástico, al abrirla solo hallé envolturas, servilletas sucias y un monedero sin nada más que una credencial. Leí los datos, el domicilio llamó mi atención. Dentro de la bolsa también encontré un boleto de autobús.
—Lejos —dije o lo pensé—. Viene de muy lejos.