
Por Missael Mireles
Atención pasajeros: se les informa que dentro de quince minutos aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de Fiumicino.
Aquello provenía desde la cabina del piloto, no pude continuar leyendo la biografía de Jim Morrison, estaba bastante emocionado y era difícil de contener, pues ¿qué podía ser más emocionante para un estudiante de Artes Audiovisuales que viajar con sus amigos y compañeros de clase a Roma y Nueva York? Era Día de Muertos y al menos para mí, no era del todo agradable el estar lejos de Guadalajara y no festejarlo, me conforme simplemente con escribir una calavera.
La huesuda Catrina dormía tiernamente,
cuando su hermana, la Parca, apareció en su mente:
“Hermana”—dijo la Parca —”hoy festejamos nuestro día”.
Y sin dudarlo, la Catrina despertó de su sueño,
después observo como llovía.
Solté un gran suspiro, después de ocho horas de vuelo por fin habíamos llegado a nuestro destino, Roma, no paraba de observar desde la ventana del avión las resplandecientes luces de la ciudad que desde las alturas parecían juguetonas esferas navideñas.
Una azafata de origen español nos comentó que un autobús estaría esperándonos justo afuera del aeropuerto, era nuestro transporte al hotel. Vaya, realmente los profesores debieron esforzarse demasiado para conseguirle hospedaje a treinta y dos alumnos. En el transcurso al hotel charlábamos acerca de antecedentes históricos de la ciudad, aunque la mayoría solo hablaban del imperio del César, o de la típica historia de Rómulo y Remo, pero el punto era que todos estábamos fascinados por el hecho de estar en Europa.
Después de unos treinta minutos llegamos al hotel, no era la gran cosa (tenía tres estrellas), pero eso no nos importó en absoluto, en cada habitación había seis camas que ni siquiera eran individuales, con decir que si estabas durmiendo boca abajo y querías cambiar, tenías que levantarte completamente para después recostarte boca arriba. Hubo un momento en que olvidé que era Día de Muertos. Eran las ocho y media cuando llegamos, obviamente para nosotros, adolescentes de entre dieciocho y veinte, era muy temprano. Nos propusimos salir a dar un buen paseo, nuestras actividades estudiantiles comenzarían al día siguiente, por lo tanto queríamos disfrutar de la ciudad.
Pero un detalle llamo por completo mí atención: afuera del hotel, percibí algo de folklore mexicano, hojas de papel de China decoradas con patrones de figuras grandes y chicas adornaban los tejados de casas y edificios, mientras que todas las calles estaban cubiertas por dorados caminos de hojas de flor de cempasúchil. Había otro detalle más, que me pareció bastante curioso: las personas estaban caracterizadas como elegantes esqueletos y catrinas, al igual que los jóvenes y adultos lo hacen en el Festival de Aguascalientes para festejar el dos de noviembre. Era como un escenario creado por Tim Burton, sólo que todo se veía bastante real. Conforme avanzábamos por las calles y plazas de Roma nos dábamos cuenta de que toda la ciudad entera parecía un verdadero espectáculo de Día de Muertos. El primer monumento que visitamos fue el de Víctor Manuel II, el primer rey de la Italia unificada. Esa construcción era verdaderamente increíble, media como setenta metros de alto y ciento treinta y cinco de ancho, jamás habíamos visto algo parecido.
Yo había comprado una guía turística de la ciudad dos días antes del viaje, y basándome en ella, le comenté a mis amigos que cerca de donde estábamos, en el monumento a Víctor Manuel II, se encontraba nuestro siguiente objetivo: el Coliseo. Continuamos con nuestro paseo, y las maravillas de la ciudad seguían sorprendiéndonos. De repente, una clásica canción italiana comenzó a sonar, no sabíamos de donde provenía, pero se escuchaba demasiado bien…
Volare oh, oh!
Cantare oh, oh, oh, oh!
nel blu dipinto di blu,
felice di stare lassù.
En ese momento, recordé aquella película de Woody Allen “A Roma con amor”, sentí una gran sensación cálida en mi ser, estaba muy feliz, aquello era como una fantasía realizada. Después de un breve tour de media hora recorriendo la Plaza del Capitolio, llegamos al gran Coliseo Romano, y al igual que la ciudad entera, era magnífico en su totalidad, estuvimos admirándolo durante quince o veinte minutos enteros. Seguimos caminando, prácticamente sin rumbo fijo, recorríamos las plazas con la intención de visitar cualquier otro monumento con el que nos topásemos. Había pasado una hora desde que miramos el Coliseo, consulté mi guía para averiguar dónde nos encontrábamos, el mapa señalaba el Corso, la calle principal y más céntrica de la ciudad, ahí estaban los palacios papales y de príncipes, como el de los Bonaparte, Sciarra y Rondanini. El papel de China decorado y las hojas de flor de cempasúchil continuaban adornando la bella Roma.
Aún con mapa en mano, caminamos unos metros más adelante sin salir del Corso, dimos vuelta a la derecha, en la vía delle Muratte, ahí vislumbre a un grupo inmenso de… más esqueléticas personas que observaban algo asombrados, aunque desde esa distancia no podía ver lo que era, nos acercamos, y vaya impresión que nos llevamos cuando nos dimos cuenta de lo que era, la más suntuosa fuente de la ciudad: la Fontana di Trevi. No sólo es famosa por su agua cristalina, sino por su leyenda; se dice que la persona que beba del agua puede estar segura de que volverá a Roma. No teníamos palabras para describirla, era de lo más increíble.
Una compañera, Hibuki (sí, es japonesa) sugirió visitar el Vaticano, otras opciones eran las Plazas Española y Navona, el castillo y puente del Santo Ángel, el famoso Panteón también figuraba en nuestro recorrido. Decidimos tomar alguna línea del metro que nos llevara directo al Vaticano, o al menos que nos dejara cerca, y no tardamos en encontrar una estación, la Fontana di Trevi era una de ellas. Una vez que abordamos, seguíamos comentando acerca de otros sitios para visitar, o donde comer, obviamente consultando mi guía. Dentro del vagón había un pequeño mapa que señalaba las diferentes rutas (al igual que aquí, o en todas partes). Le comenté a mis compañeros que era mejor que bajáramos en donde fuese, ninguno de nosotros quería perderse de los encantos de Roma, y de todos modos, teníamos un mapa. Ellos aceptaron.
Nos bajamos en la siguiente estación donde se detuvo el metro, pero había algo raro, por que cuando quise mirar algún letrero que indicara el nombre, me di cuenta de que todo estaba completamente en inglés, no había ni una sola palabra en italiano. Lo más extraño fue cuando encontré el nombre de la estación: Broadway Local. No nos quedaba otra opción que salir y averiguar dónde estábamos realmente, ahí fue donde casi nos desmayamos, pues en cuanto salimos a la superficie, nos dimos cuenta de que ya no estábamos en Roma, la ciudad eterna, habíamos llegado a la ciudad que nunca duerme: Nueva York…
Todos estábamos totalmente sorprendidos, ¿cómo era posible que con tomar un simple metro fuimos a parar a otro continente? Había otro detalle más, las calles no estaban adornadas con el papel de China, o con los pétalos de flor de cempasúchil, pero si estaban presentes las calaveras y catrinas, vestidas de una manera diferente a las de Roma, éstas más bien usaban chaquetas de cuero algo desgastadas, pantalones de mezclilla ajustados y rotos, tenis Converse y camisetas de bandas como The Ramones, The Strokes, KISS o Blondie.
Ya que estábamos ahí, obviamente decidimos conocer la ciudad, y por fortuna el misterioso metro nos dejó justo afuera de Broadway. Sentí como si quisiera llorar de felicidad, pues de un momento a otro estuve en dos de tantas ciudades que añoraba visitar. Justo como se observa en infinidad de películas y series televisivas, observábamos con fascinación los anuncios de las obras más importantes de Broadway: The Lion King, The Phantom of the Opera, Spider-Man: Turn Off the Dark, Rock of Ages entre muchos otros. De repente, al igual que en Roma, otra canción sonaba por las calles, era la voz de Frank Sinatra:
If I can make it there I’ll make it anywhere.
It’s up to you New York, New York!!!
Todo era demasiado increíble, tanto que hasta cerré los ojos por un momento creyendo que se trataba de un sueño del que nunca quisiera despertar, aún se escuchaba la música, pero poco a poco disminuía, hubo un momento de silencio, pero una voz me hizo reaccionar:
Atención pasajeros: se les informa que dentro de quince minutos aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de Fiumicino.
Un sueño, todo aquello fue un simple sueño. Me decepcioné un poco cuando desperté, pero había algo en mí que quería convencerme de que alguna sorpresa nos esperaba en nuestro viaje, y no dudé aquello. Llegamos al aeropuerto, la azafata española nos indicó dónde nos esperaba nuestro transporte, y partimos hacia la ciudad. En el preciso momento en que llegamos al hotel, todos mis amigos se percataron de algo que les pareció increíble: elegantes calaveras y catrinas con vestimentas de color negro que se paseaban por las calles adornadas con pétalos de flor de cempasúchil y suaves pliegos de papel de China.