Alma en Garantía

Por Jorge H. Haro

Pasaron casi cinco minutos de absoluto silencio desde que Mateo entró a la oficina del gerente del Banco Nacional, hasta aquel momento en el que ese hombre colorado y regordete mostró indicios de haberse percatado de su existencia. 

El gerente, de nombre Isaías Rulfo según la reluciente placa en su escritorio, había estado bebiendo de su taza de café, mientras que con su mano libre reorganizaba papeles o tecleaba ruidosamente en su computadora. Cuando al fin le dirigió la palabra a Mateo, Rulfo pareció no advertir nada inapropiado en su comportamiento. 

—Buen día, caballero. Tome asiento, por favor. ¿En qué le puedo ayudar? 

Mateo se sentó frente al escritorio del gerente y limpió su garganta. De su frente brotaban diminutas gotas de sudor que secó con la manga de su saco.  

—Vine a solicitar un crédito —masculló—. Verá, tengo entre las manos un proyecto de emprendimiento para el que necesito una considerable inyección de capital. Me dijeron que su banco tiene los mejores márgenes de préstamo del país a tasas de interés razonables. Ya hablé con su compañera, Susana, una chica muy amable quien me ayudó a completar la solicitud y me dijo que todo se veía en buen estado. 

Mateo deslizó un sobre manila en dirección a Rulfo, quien lo observó con indiferencia. El gerente extrajo un bonche de hojas de papel y escatimó la primera página de la solicitud de préstamo. 

—En ese caso —dijo Rulfo, empujando el sobre de regreso a Mateo— me parece que sólo le queda proveer los comprobantes de garantía y Susana pasará a procesarla.

—Ese es el asunto. En el formulario no viene la opción que quiero utilizar como colateral. Hablé con Susana al respecto y me dijo que sería mejor hablar con usted.  

—Ya veo. ¿Entonces, debo suponer que no tiene un inmueble que hipotecar? ¿Un objeto que dar en prenda?

Por un instante la vista de Mateo fijó rumbo hacia sus zapatos. El muchacho se mordió el labio y asintió.

—Vendí mi casa para poder financiar el proyecto. Tampoco tengo automóvil, ése también lo vendí. El crédito que estoy solicitando no permite la aplicación de una garantía personal. Pero escuché que este banco acepta otro tipo de garantía. Una que no está estrictamente en los libros. 

Rulfo, su semblante hosco y la calva en su cabeza reluciente bajo la luz blanca de la oficina, gruñó hacia sus adentros mientras se levantaba de su silla. 

—Comprendo. ¿Entonces, piensa dejar su alma en garantía?

El joven asintió tímidamente. 

—Acompáñeme, por favor. Asuntos de esta naturaleza los llevamos a cabo en otro departamento. 

Juntos salieron de la oficina y recorrieron el largo de la recepción principal del banco. De camino pasaron filas de personas que a brazos cruzados y mirando sus relojes, aguardaban ansiosos para retirar sus quincenas recién depositadas; por los escritorios de banqueros con sonrisas tensas que explicaban planes de pago mensuales a personas cuyo aspecto daba la impresión de que no se les debería ni fiar en una tienda de abarrotes; por las salas de espera en donde grupos de comerciantes trajeados murmuraban sobre cómo asegurarían un préstamo para sus pequeños negocios. 

Bajaron por una escalera que parecía extenderse por kilómetros, hasta llegar a una sala amplia donde docenas de empleados se encontraban al teléfono, recitando mecánicamente líneas extraídas de guiones con los que anunciaban una oportunidad única que el banco ofrecía a la persona del otro lado de la bocina. 

Rulfo cruzó la sala, a paso feroz para un hombre de su tamaño, hasta cruzar la puerta al final. Mateo, alarmado por las miradas vacías y voces marchitas de los empleados al teléfono, atravesó el umbral detrás de él. 

Al entrar, Mateo resintió el agonizante calor en esa ala del banco. Ya tenía el cuello y el pecho de su camisa empapados en sudor para cuando arribaron a otra oficina. El gerente tomó asiento detrás de un reluciente escritorio de caoba, más grande y antiguo que el anterior, luego con un ademán de la mano le pidió a su acompañante que se sentara en la diminuta y oxidada silla plegable frente a él. Mateo se sentó e inmediatamente sintió una punzante picazón en sus posaderas, así como la repentina sensación de que estaba siendo observado desde todo ángulo y que moriría de vergüenza si alguien lo pillara rascando. 

Rulfo le pidió de nuevo su solicitud y comenzó a hojearla sin decir una palabra. A Mateo le lloriqueaban los ojos de tanto aguantar esa tremenda comezón. Inexplicablemente los oídos se le habían tapado, mas en sus tímpanos zumbaba el rasposo y agudo llanto de un infante. Su silla crujía con el más diminuto movimiento, amenazando con doblar sus frágiles patitas de lámina. 

El gerente se giró en su silla para extraer más documentos de un archivero a sus espaldas. Para entonces a los malestares de Mateo se le habían sumado la sensación de tener una piedra en el zapato y unas ganas de ir al baño que de instante a instante fluctuaban entre moderadas y urgentes.

—No me estoy sintiendo muy bien —comentó Mateo.

—Solo será un poco, caballero. Le pido paciencia —respondió Rulfo, mientras le acercaba un grueso montículo de hojas. Más formularios para llenar. 

—¿Tenemos que hacerlo aquí? ¿No podríamos volver al banco?

—¿Pues dónde más que en el infierno, podemos manejar asuntos infernales? —exclamó Rulfo.

La pluma que trajo consigo no pintaba. La que le prestaron no marcaba cada tercera letra. Maldiciendo en su cabeza, con una mano acalambrada, completó los formularios y los deslizó hacia el gerente para que los revisara. Rulfo, mientras tanto, volteó la pantalla de su computadora hacia Mateo y le instruyó que viera un video-instructivo sobre el crédito que estaba a punto de recibir. Tenía una duración de cuarenta y cinco minutos, el audio no estaba en sincronía con la imagen y el cursor de la computadora era visible al centro de la pantalla.

—¿Gusta una taza de café? —preguntó Rulfo. Mateo asintió implorante. 

El café estaba frío. 

El video-instructivo concluyó con un sombrío agradecimiento y ambos estamparon sus respectivas firmas en el contrato final.

—Su crédito es pagadero a diez años, con los intereses correspondientes. Con su alma en garantía, usted recibirá la cantidad monetaria que solicitó más la buena fortuna para poder utilizarla adecuadamente —dijo Rulfo, mientras se daban un último apretón de manos.

Pasados diez años del préstamo inicial, en la oficina de Isaías Rulfo se presentó un hombre que, aunque sustancialmente más gozoso y risueño, era casi físicamente indistinguible del Mateo de aquel día. Su rostro no había envejecido, mantenía una abundante cabellera y sus dientes relucían blancos como las plumas de un cisne. Vestía un traje italiano hecho a la medida, camisa blanca de seda y zapatos lustrosos. Alrededor de su cuello colgaba una cadena de oro, no tan gruesa para ser de mal gusto, pero lo suficiente para llamar la atención, múltiples anillos decoraban sus dedos y un reloj de platino iba alrededor de su muñeca. 

Al verlo, el gerente dejó a un lado los papeles que estaba llenando y le dirigió toda su atención.

—Bueno verlo otra vez, caballero. Parece ser que nuestro acuerdo le funcionó. 

Sin aguardar por una invitación, Mateo tomó asiento, cruzó las piernas y se recargó en el respaldo de la silla. 

—Podría decirse. Gracias a su préstamo pude lanzar mi proyecto y desde entonces no ha habido un día en el que no cerremos un negocio lucrativo.

—Sí, lo he visto en las noticias. El multibillonario más joven del planeta y todo gracias a un crédito que hoy en día le debe parecer insignificante. 

—Cierto, pero deudas son deudas y hoy vengo a saldar la mía. 

Del bolsillo de su saco, Mateo extrajo un cheque por la cantidad que le habían prestado más los intereses correspondientes, para luego extendérselo a Rulfo con la facilidad de un hombre entregando un billete de veinte pesos. El gerente lo metió en el cajón de su escritorio. 

—Agradecemos el pronto pago, sin embargo, lamento informarle que su deuda aún no está saldada —dijo Rulfo—. Además del dinero, usted tomó prestados diez años de buena fortuna, los cuales también deben ser pagados. 

—¿Y cual es el valor monetario de eso?

Rulfo embozó una sonrisa.

— Me temo que no existe tal cosa, pero no se preocupe, si no tiene un método de pago apropiado, simplemente tendremos que cobrarnos con el alma que dejó en garantía. Si me permite un momento, llamaré a uno de nuestros agentes para realizar la extracción. 

—Eso no será necesario. Vine preparado. 

Mateo le entregó al gerente una solitaria hoja de papel doblada. Confundido, Rulfo la desdobló y leyó sus contenidos. 

—¿Bancarrota? ¿Usted? ¡Eso no es posible!

—Me temo que lo es. No hablamos en términos monetarios, usted sabe que dinero tengo de sobra. No, ésta es mejor dicho una bancarrota moral.  

—¿Me está diciendo que su alma no vale nada? Usted está loco. En todos mis años jamás había escuchado algo así. 

— Es cierto. Lo de mi alma, claro. Loco no estoy. Parece ser que uno no se vuelve billonario sin que sus actos sean de naturaleza dudosa. Ya ni hablemos de lo que debe de hacerse para alcanzar los múltiples billones. Sobornos, explotación de empleados, evasión de impuestos, tratos con organizaciones criminales, un sinfín de personas empobrecidas mientras que mi fortuna crece con cada segundo. Ni siquiera el dinero que doné a la caridad fue a una noble causa. La mayor parte se dirigió directo a los bolsillos de mis ejecutivos. Le digo, hoy en día es difícil ser bueno y rico, usted entiende.

—¡Esto es inaudito! 

—Lo mismo pensé yo, pero mis abogados me aseguraron que es una estrategia válida. Será con ellos con los que tratará de ahora en adelante, solo quise darle la cortesía de entregar la declaración yo mismo. Ahora, aunque quisiera quedarme a platicar, temo que me tengo que ir. Hoy inauguraremos una nueva plataforma petrolera en la costa del Pacífico. Espero que esta vez no haya derrames.      

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