
Deseo por Missael Mireles
Deseo la extinción de todos los males que agobian al mundo, que la pureza del corazón de las personas tenga tal poder que incluso brille cual estrella en árbol navideño. Que el mundo sane, y con él, todos y cada uno de los seres humanos que lo habitan: que se vuelvan seres de inmensa bondad, que la empatía sea su credo.
El cumple de Chuy por E. Pérez Fonseca
Era su sexto cumpleaños, los amigos llegaron con varios regalos, algunos mejor elaborados que otros; figuras de barro, canicas, trompos, pirinolas y dados. Pero Chuy no quería eso, él deseaba una piñata.
La piñata nunca llegó y Chuy agarró un cántaro de la cocina, en el que se guardaban las semillas. Lo vació, le metió panes y frutos secos y lo sujetó del cuello con una cuerda. Su padre era carpintero por lo que fácilmente encontró un palo para golpearlo una vez colgado el recipiente de las vigas del tejado.
La golpiza se la llevó el pobre Chuy, cuando su madre se enteró que su vasija favorita, la que le regalaron en su boda, había sido quebrada en un juego de niños.
Minificciones por Alejandra Maraveles
Esfuerzo fútil
Horas en filas, la consola de última generación; multitudes en tiendas, la muñeca de moda; peleas cruentas por obtener el artículo correcto. Todo valía la pena para llevar los regalos a mis hijos, quería darles una gran sorpresa, pero el sorprendido fui yo cuando ese 24 de diciembre, al ir a poner los obsequios bajo el árbol me encontré con un hombre de barba blanca y vestido con un traje rojo quien acababa de poner los juguetes en ese sitio. Entonces me enojé con Santa por no haber aparecido los años anteriores, de haberlo hecho, no me habría esforzado tanto, ahora molesto pensaba en el tiempo que perdería en ir a devolver los regalos.
Adornos obsoletos.
Cuando mi esposa me dijo que tiraría todos los adornos navideños viejos y objetos obsoletos y en general lo que no servía, jamás me imaginé que terminaría en la calle junto al resto de cosas.
Minificciones por Jorge H. Haro
Regalitos navideños
Cuando mi hija bajó corriendo las escaleras para ver todo lo que recibió de Santa Claus esa navidad, encontró abajo del árbol una muñeca, un par de rojizas zapatillas de ballet y un hermoso cachorro de sabueso. Toda la mañana jugó con sus regalos, jovial y agradecida con el gordito bonachón.
No fue hasta pocos días después que empecé a notar extrañas ocurrencias a nuestro alrededor. Su muñeca, una figura de plástico con facciones delicadas y largo pelo sintético, comenzó a aparecer inexplicablemente en diferentes cuartos alrededor de la casa, seguido en lugares que de ninguna manera mi hija alcanzaría. Por otro lado, el pelaje de su adorado cachorro comenzó a caerse a manojos y su piel se tornó oscura como carbón. El animal pronto se volvió feroz, gruñéndole a quien osare acercársele.
De las zapatillas, ni hablar. Tan pronto mi hija se las puso por primera vez, comenzó a zapatear incontrolablemente, con mucha más intensidad de lo que sus piernas le permitirían.
Consternado por los sucesos y sumamente confundido sobre por qué el alegre barbudo le daría tan espeluznantes regalos a una dulce pequeña, tomé de entre las ramas de nuestro árbol navideño la carta que ella le escribió. Con la esperanza de que entre sus palabras pudiera encontrar una pista de la razón para tal crueldad, comencé a leer:
“Querido Satan…”
Carta navideña
Querido Santa Claus:
Este año me traerás una consola de videojuegos de realidad virtual, una subscripción de por vida a Netflix, HBO y Disney, una bicicleta de montaña de diez velocidades (con motor para cuando me canse), una computadora portátil que me de acceso a internet en cualquier parte que esté, un Tiranosaurio de verdad (nada de peluches ni robots. Carne y hueso, ¿oíste?) y un teléfono celular que proyecte hologramas. Gracias.
P.D. Creo que este es un precio razonable por mi silencio. Para tu información, vi todo lo que mamá y tú hicieron el año pasado, cuando papá no estaba en cama. Espero encontrar todo bajo el árbol en la mañana del veinticinco, gordo arruina-hogares.
La Resurrección por José de Lómvar
Olía a pino, a hierbas y a suelo húmedo. El aire soplaba, frío y desconsolador, entre las acículas de los árboles que los rodeaba, aullando con una voz tenor. Entre la oscuridad, se erguía una mujer. Su vestimenta se entretejía con las sombras del bosque. Sí, era de noche, y no cualquiera, era Noche Buena.
—¿En dónde está mi hijo?
Tres hombres armados acompañaban a la mujer.
—Enterramos su cuerpo en la zanja aquella, cerca del pozo.
—¿En dónde? ¡No lo veo!
El más chaparro señaló con su dedo índice a un tumulto de tierra suelta, en donde habían enterrado una rama de pino.
—¡Mire allí! ¡En donde está la rama de pino encajada en la tierra!
Siempre verde, se dijo a sí misma, siempre con vida. Hace tres días que desaparecieron a mi hijo y… la rama sigue con vida. La mujer caminó a grandes zancadas hacia el montículo de suelo suelto. Escarbó con las manos, intentando remover la tierra lo más rápido que sus músculos le permitían. Las articulaciones de sus dedos se le entumieron por el frío y pronto tuvo que suspender su búsqueda. Se llevó sus extremidades a la boca, intentado calentarlas con el roce de su automasaje y con su aliento. Después de un minuto de descanso, continuó escarbando. Sus gemidos y su respiración acelerada marcaban el ritmo de un corrido de venganza. Después de un concierto de silencios seguidos por gemidos y respiraciones forzadas, los rasgos de desasosiego y ansiedad que marcaban su rostro se contornaron en una seguridad gélida. Ella se detuvo en seco y se levantó.
—Nosotros lo matamos —dijo el más alto.
—Lo sé. Ya no hay nada por hacer.
El más gordo de los tres contrajo el ceño. —Estoy confundido. ¿No debería de estar Usted triste? ¿No debería tener Usted miedo?
La mujer sonrió. Las arrugas de su mueca no llegaron a sus ojos.
—No.
El gordo dio un paso hacia atrás. Alcanzó el arma que colgaba de su fajo. Le disparó tres veces. Nada sucedió.
La mujer soltó una carcajada. —Cabrones, ya pasaron tres días. Ahora les toca pagar la que deben.
Santa tiene miedo por Maik Granados
Santa tiene miedo. Parte 1. Vigilancia.
Santa tiene miedo. No quiere entrar a las casas de los niños que le han solicitado regalos esta Navidad. Santa tiene miedo, de las cámaras ocultas entre los adornos navideños y las guirnaldas de las chimeneas, no sea que lo vayan a confundir con un ladrón, y eso en el mejor de los casos, porque no falta quien quiera aprovechar la confusión para acusarlo de secuestrador, pedófilo o violador.
Santa tiene miedo. Parte 2. Tránsito.
Santa tiene miedo, de aparcar su trineo en algún lugar prohibido. De las multas no se salva, al ayuntamiento nadie se le escabulle. Y de las foto-multas, mejor no hablar, son un dolor de cabeza, entorpecen la labor de entrega de los juguetes. Mira que bajar la velocidad a menos 60 km/h… ¡Por Dios! La última vez, le dio un calambre a Rodolfo. Pero, las reglas son las reglas, y Santa pide a los niños que las respeten como condición para recibir un regalo. Sería incongruente no respetar los límites de velocidad. Además la Navidad anterior tuvo que convencer al encargado del corralón para que le entregaran su trineo, a cambio de una selfie y un autógrafo en la nalga.
Santa tiene miedo. Parte 3. Tráfico.
Santa tiene miedo de los niños. Son seres de intereses perversos. Santa tiene miedo de un proceso judicial, por corrupción y tráfico de menores. ¿Han pensado en lo que sucedería si algún exacerbado anti católico, lo acusa de pervertir menores por sentarlos en sus piernas mientras le hablan al oído y él sonríe vehemente?
Santa tiene miedo. Parte 4. Amazon.
Santa tiene miedo. Teme por su seguridad. No quiere pasar México, mucho menos por Culiacán. Es por eso que el próximo año, si alguno de tus niños quiere recibir regalos, deben registrar sus pedidos en una cuenta de Amazon. Es mejor así, pues si el regalo no le gusta a tu chiquillo, tienes siete días para devolverlo, sin cargo a tu bolsillo por el servicio de mensajería. Además puedes calificar a Santa con una o hasta cinco estrellas, y enviar un comentario sobre sus productos. Así, año con año, seguro mejora la calidad de sus entregas.
Un fantasma, un ladrón y Martín por Nicté G. Yuen
Martín estaba convencido que en su casa rondaban fantasmas con el corazón más encogido que el mismísimo Grinch, y no eran figuraciones suyas, había pruebas irrefutables, que ni sus padres podían negar; aunque en realidad sí lo hacían. Sin embargo, un buen día u otro, de esta semana o la próxima, más temprano que tarde, porque Martín estaba empeñado en descubrir al espíritu que rondaba su árbol de navidad; cuando las esferas rojo manzana siguieran desapareciendo, y los cascabeles, listones, moños y campanillas, sus padres le darían la razón. Nada daría más satisfacción al pequeño, excepto, quizá, recibir la lista de juguetes debidamente surtida en tiempo y forma por el Señor Claus; pero ésa es otra historia que no tocaremos hoy. El caso es que los fantasmas no existen, son producto de la mercadotecnia y la publicidad, según escuchó Martín de boca de sus papás, la noche en que descubrieron al ladrón de esferas escapando con el botín por una ventana trasera, mientras sus maullidos se mezclaban con el silencio de la calle.