La chica en la estación del tren

Por Maik Granados

Habían pasado varias semanas desde que vi por primera vez aquella efigie femenina deslizándose por los pasillos de la estación de ferrocarriles donde trabajo como velador, en un principio pensé que se trataba de alguna intrusa audaz.
Pero aquella figura parecía flotar, con su largo vestido blanco, su cabello bruno intenso, y unos ojos extraviados en las insondables entrañas de una oscuridad reinante dentro de sus cuencas oculares en su cráneo; además dejaba tras de sí una estela de polvo brillante y un aroma floral, –«¿gardenias, margaritas?» –pensé.
Después de una larga reflexión respondí a mi propio cuestionamiento: –«No. Son crisantemos», esas flores que acompañan a los muertos en su último lecho terrenal, cuando la gente se reúne alrededor de un cuerpo abandonado por el alma, y esa alma toma el primer tren hacia el siguiente plano existencial.
Al principio, las apariciones de aquella fémina me resultaban perturbadoras, pensé morir de un infarto o un susto después de algún posible sobresalto, sin embargo con el paso de los días me acostumbré a su espectral presencia. No era un demonio, tampoco un monstruo, su existencia era demasiado terrenal para pensar en ella como algo sobrenatural.
Se escondía entre las sombras, parecía jugar conmigo al escondite, muchas veces sentí su cercana presencia a mis espaldas, incluso llegué a ver su silueta de soslayo, en un santiamén desaparecía y solo quedaba la noche tragándose las vías en su honda negrura.
Mi madre decía que las ánimas que rondan en la tierra, tienen algún pendiente que las ata en este mundo, es por ello que vagan entre nosotros, y cuando logran conectarse con nuestra conciencia, hacen lo necesario para ser escuchados, piden ayudan para irse y no regresar a esta vida colmada de dolor y sufrimiento.
Así fue cómo me di a la tarea de asistirla.
A pesar de ir en contra de cualquier ley de la lógica y la razón, predispuse mis esfuerzos para establecer algún tipo de comunicación con esa mujer fantasmal, quería auxiliarle en su partida a la siguiente estación, cualquiera que ésta hubiese sido, pero simplemente desapareció sin dejar rastro alguno.
No hubo señales de ella por algún tiempo, y en la estación del tren retumbó el eco de la soledad.
Entonces supe que me había acostumbrado a su presencia, a su existencia fantasmagórica rondando en aquella terminal ferroviaria. Comencé a extrañarle, pensé en cómo los humanos somos tan apegados a la rutina que, a penas y se presenta una pequeña desviación en nuestra usanza, el mundo se nos viene encima, nos abruma.
Pero su ausencia iba más allá de la costumbre, percibí algún tipo de cercanía con aquel espíritu vagando en esta dimensión, sentí pena al saber que no podría asistirle, y quise olvidarla.
La noche siguiente a mi resignación, ella volvió, lo supe por que el olor del café en la gendarmería de la estación se mezcló con el de los crisantemos, seguí la estela brillante que dejó tras de sí, la emoción envolvió mis entrañas, quería confortarme con su aparición.
Seguí su rastro hasta los andenes de la estación, taciturna, parecía esperar la llegada de un convoy que la llevaría al destino de su eterno descanso.
Caminé hacia ella, cauteloso y trémulo, le alcancé por el hombro esperando lo peor, cuando viró hacia mí, su rostro resultó angelical, era demasiado bella para ser un espectro de ultratumba, me sonrió y con voz suave preguntó:
–«¿Estás listo mi amor? El tren está por llegar… ¿Dónde has dejado tu equipaje?».