
Un trabajo de mierda por Gastón Cejas
− ¿Y tú qué? ¿De dónde apareciste, Chamuco?
−Tú me invocaste.
− ¿A poco?
−¿Qué puedo hacer por ti, zacatón? ¡Ándale que se pasa el arroz! En caliente rey que en estas fechas ando con mucho jale atorado.
−Pues… no me va a creer. Chécate ésta, en una d’esas, y así sin querer le chiflé, Don. Pasa que intentaba leer a Schopenhauer en alemán.
¡Qué risa! por José de Lómvar
Me sentía ligero cuando abrí los ojos. Nunca me había sentido así, ¡qué miedo! Recordaba de manera difusa lo alegre que estaba al pasar mi tarjeta de crédito, ¡qué risa! El cajero estaba sorprendido, supongo que nunca había visto a alguien gastar tanto en un solo día, ¡qué risa! Aquel día estaba triste y vacío. Necesitaba comprar algo para llenar ese sentimiento, ¡qué miedo! Yo era filósofo y detestaba el consumismo, pero ese día gasté como Yanqui, ¡qué risa! Rechacé a todos mis límites interiores, toda virtud estoica, toda palabra que aludiera a la prudencia y a la mesura. Una pasión me embriagaba, a mí, alma construida por ladrillos de razón, ¡qué risa! Esta pasión desenfrenada me duró como un mes. Mi ceguera mental distrajo mi atención. Olvidé comprar las pastillas cardiacas, ¡qué peligroso! Mi depresión no tenía límites, tampoco mi tarjeta de confianza, mucho menos mis consumos, ¡qué peligroso!
Tenía cruda por otro exceso de pasión. La cabeza me palpitaba con fuerza ¡qué dolor! Pasaron varias horas. Me animé a levantarme y me dirigí al ordenador para revisar mis correos electrónicos. Vi el estado de cuenta de mi tarjeta de crédito, ¡qué miedo! Sentí un ligero dolor en el centro del pecho y un entumecimiento de los dedos de mi mano izquierda. Mi cuerpo se tornó ligero, ¡qué miedo! Cerré los ojos. Pensé en la gravedad. Abrí los ojos. Allí permanecía mi estado de cuenta, ¡qué miedo! Volví a sentirme ligero y a abrir los ojos, ¡qué risa! Una palabra brincaba en mi cabeza: deuda. Nuevamente me sentí ligero. Otra vez pensé en la gravedad y me fijé en mi estado de cuenta. No sabía que se podía morir más de una vez, ¡qué risa!
El eco de María por Maik Granados
María despertó en medio de la penumbra de su esclusa en aquel convento, donde fue llevada por su padre, para borrar la vergüenza que había provocado con sus acciones, al buen nombre de los Postigo.
Un soldado errante conquistó sus adolescentes ilusiones a cambio de la esencia entre sus piernas. La dejó embarazada de un niño que tendría la piel de cobre. ¡Vaya afrenta provocada al abolengo de María!
Por debajo de la puerta de su cuarto, la luz danzante de una vela, se coló hasta sus ojos, mientras el húmedo olor de las paredes de cantera, hacía mella en su desgastada memoria.
Con las monjas perdió al niño en su vientre, la libertad y la noción del tiempo. La losa de las interminables horas de encierro en aquel sitio, recayó sobre su fragilidad corpórea, y su estancia se prolongó, más allá de la palidez de sus cabellos y de su cara arrugada.
Y ahora estaba ahí, postrada en la frialdad del piso rocoso, en medio de su pequeña crujía, ataviada con el hábito percudido, a la espera de los visitantes eternos, que de lunes a domingo, con horario de 9:00 a 18:00 horas, llegan hasta su cuerpo hecho momia.
Descanse en paz por Jorge H. Haro
Un golpe fuerte en la cabeza abrió mis ojos a una aterradora realidad. De pronto podía verlos a todos; espíritus lamentosos, de pie sobre los espacios donde sus cuerpos fueron enterrados para lo que debía ser un eterno descanso. Pero contrario a lo que los vivos creíamos, aquellas almas desdichadas no descansaban en paz. No ascendían al reino de los cielos ni se desplomaban hacia las llamas del infierno. Se quedaban parados cuales árboles marchitos sobre el lugar donde depositamos sus restos terrenales. Algunos gritaban, desesperados, rogando a quien mirara en su dirección a pesar de que no pudieran verlos. Otros, luego de décadas, incluso siglos desde sus muertes, meramente suspiraban en anhelo a de nuevo percibir el placer corpóreo.
Presencié entonces a un difunto implorando desde lo alto de su ataúd en plena marcha fúnebre. Quise responderle, decirle que yo lo podía ver, mas mis palabras se perdían entre los llantos de los dolientes. El ataúd fue bajado a las profundidades de la tumba; esa alma trepó con pavor para no ser sepultado junto a un cuerpo al que ya no estaba adherido. Durante el entierro, todas las voces fueron escuchadas menos una. El difunto llamó entre sollozos a todos los presentes, implorando de rodillas que no lo dejarán atrás.
Lentamente la multitud se disipó, ignorantes de los gritos de esa alma perdida. Le dirigí una última mirada y con un escalofrío recorriendo mi espalda miré hacia atrás; los vastos terrenos del panteón se extendían más allá del horizonte, mientras que filas de fantasmas parados sobre sus tumbas me observaban con recelo enfurecido.
Soledad por Alejandra Maraveles
Anoche volvieron a sonar los taconazos y se escuchó que algo se rompía en la cocina.
Y como ya es habitual, por la mañana todo estaba en su lugar, ni un plato roto o alguna ventana abierta, tampoco señales de que la cerradura hubiera sido volada ni vestigio alguno de que un extraño hubiera entrado.
Hace dos meses que me mudé allí, el precio era bastante económico, raro para la zona en que está ubicada la casa, el arrendador no me quiso mencionar motivo de la accesibilidad de precio.
A los días comencé a escuchar que arrastraban los muebles, pasos en la azotea, me sorprendí al ver luces prenderse y apagarse solas, cómo algunos aparatos funcionaban incluso sin estar conectados.
Comenté de esto a mis amigos, me sugirieron de todo, desde velas, hechizos, limpias hasta exorcismos. No hice nada de ello.
Si he de confesar, siento cierto confort de escucharlo, es como si viviera con alguien muy ruidoso, creo, por el contrario que me alarmaría el día que no los escuche más.
No abras los ojos por Missael Mireles
Durante considerable tiempo, me agobiaba el deseo de saber qué se sentía dormir acompañado, compartir mis sábanas, mi tiempo y mis noches con alguien. Y tan indescriptible fue mi sorpresa el día en que eso cambió.
Al anochecer, mientras comenzaba a sentir la pesadez del cansancio en mis ojos, supe que alguien se había sentado en mi cama. Antes de caer presa del sueño, esbocé una sonrisa. “No abras los ojos”, me susurró aquella extraña voz femenina. Desobedecí, y no había nadie ahí, o al menos, no había algo que fuese corpóreo.
Desde ese día, sé que no duermo sólo.
Hay un gato por E. Pérez Fonseca
Hay un gato en la ventana. Es gris con blanco. Tiene una cola muy larga. Es muy bonito. Hay Dos niños en la recámara. Willie y Jorge. Juegan Mario Kart. Jorge gana, Jorge siempre gana. Un maullido. Ven con Jorge, gatito. Willie le lanza un cubo rubick. ¿Por qué hiciste eso? También le lanza un lápiz. Vete de aquí. El gato salta hacia el jardín, corre a la calle. Eres un idiota, Jorge, por eso te gustan los gatos.
Hay un niño en la ventana, es moreno y delgado. Una lata de atún en su mano. Ven con Jorge, gatito. El gato lo observa. Se asoma entre el cerco. Aparece otro niño en la ventana. Es rubio y pecoso, es Willie, con una mirada hostil. El gato huye.
Hay un trozo de carne en la ventana. Tiene encima un polvo negro. El gato se come la carne. ¿Qué pasa con el gato? Le puse veneno. El gato se retuerce en el jardín. Willie ríe. ¿Por qué lo hiciste? Willie ríe. Era mi amigo. Hay un gato tendido en la banqueta. Tu gato ha muerto. Hay un niño triste. Hay un niño burlándose. Hoy es Halloween, hay que cazar espantos, Idiota.
Hay un gato en la ventana, es gris con blanco, tiene una cola muy larga, es muy bonito. El gato ha vuelto. Hola, Jorge, el gato habla. Hay un niño y un gato en la ventana. Ronroneos. Jorge está feliz. Willie ¿Qué tiene Willie? Volverá a lastimarme. Willie es muy fuerte. Willie te lastimará también.
Hay un gato sobre el sillón. Hay dos niños en la recámara. Willie está sorprendido. Maldito gato has vuelto. Hoy es día de los muertos. El gato salta. Willie trata de quitarlo de su rostro. Camina hacia atrás. Jorge los mira desaparecer por la ventana.
Hay un gato y un niño en el Jardín. Willie está tirado en el pasto. Sangre sale de su boca. El gato camina a su alrededor.
Hay un gato en la ventana, es gris con blanco, tiene una cola muy larga, es muy bonito. Ven con Jorge gatito. Te quiero gatito. Willie no volverá. Juguemos gatito juguemos.
Ofrenda por Maggo Rodríguez
Hacía apenas tres meses el abuelo había fallecido. Se fue a alcanzar a mi abuelita, su esposa, su “vida entera” como él la llamaba. Se acercaba el día de muertos, ¿quién pondría el altar a los abuelos? Aparentemente todos estaban ocupados con sus vidas y sus celulares. Pero soy la mayor de los nietos, si mi discurso no los convenció, lo hizo mi jerarquía sobre todos ellos.
El altar se montaría en la sala de la casa de los abuelos. Mario se encargaría de las flores de cempasúchil, Karina llevaría el copal, un molcajete y una estatuilla de un xoloitzcuintle. Mi tía Ana prepararía todos aquellos platillos que a los abuelos les encantaban ¡Su mole no tenía igual! Los alfeñiques, frutas y sal le tocaron a Ricardo. Todos iban a contribuir con algo, hasta Sofy, la pequeña, estaba emocionada por llevar el papel picado, pues en la primaria le platicaron acerca del día de muertos. Yo puse las velas y el agua.
Todo estaba listo el día 31 de octubre. Me había quedado en casa de los abuelos para terminar de arreglar el altar, la noche llegó pronto y no alcancé camión para regresar a mi departamento. Decidí prende las velas de una vez. Miré la foto de su boda colocada en lo más alto. La abuela estaba hermosa, el abuelo la abrazaba con un aire protector. Les sonreí.
Estaba cansado del ajetreo del día, en cuanto puse la cabeza en la almohada caí en un profundo sueño. Comencé a soñar en aquel día en que me despedí del abuelo. La plática era la misma, me encargaba al “Negro”, su perro guardián. Pero el final de la conversación no fue el mismo. “Falta algo hija”, me decía, tomándome fuerte de la mano.
¿Qué falta? ¿Dónde falta ese algo? Esa cuestión no me dejó dormir y vi por la ventana como amanecía poco a poco. Me levanté y me senté frente al altar buscando la respuesta. Era muy obvio.
En cuanto dieron las 10 de la mañana del 01 de noviembre, corrí a la heladería del pueblo a comprar eso que hacía falta: una paleta de mango con chile y otra de vainilla. Eran las favoritas de los abuelos.
Recuerdo que, cuando me despedí de ambos en el hospital, había metido de contrabando sus paletas predilectas.
A tus espaldas por Stephanie Serna
Clara ha vivido el día más difícil de su semana. Como si corriera el riesgo de ser detenida, sale a hurtadillas de la escuela. Tarde. Pasan de las nueve de la noche cuando logra arrebatarle su mochila al perchero del recibidor. Pareciera que no quiere dejarla ir.
La calle es deslumbrada por los colores llamativos de la vida urbana dándole batalla a la oscuridad. Clara irrumpe en medio de la lucha nocturna, y eso siempre trae consecuencias.
Enormes espectaculares promocionan películas de terror, comunes en la cartelera por la época del año. Clara siente una vibración en el pecho, tal vez no sea tan buena idea llevar puestos los auriculares. Sus pies tratan de llegar más lejos a cada paso. Clara siente que alguien la observa. Mira a todos lados, no hay nadie.
Una nueva calle se abre frente a sus ojos. El silencio y la penumbra habitan cada una de las casas a su alrededor. Los pasos largos ahora van acompañados de un sonido constante. Las suelas de sus botines siempre han sido silenciosas. Lo que sea que esté haciendo ese sonido se encuentra a sus espaldas.
Su mirada se fija en el frente, un paso por segundo, el ritmo ha incrementado al igual que el sonido. Un chasquido metálico. Al fin, la última avenida. Las lámparas guardan cada vez más espacio entre ellas, Clara piensa en ellas como bases, intenta distraerse. Corre hacia la siguiente luz, el sonido va tras ella. Es un constante choque.
Las lámparas comienzan a parpadear, el sonido las acompaña como una especie de percusión alarmante. Clara, sin saberlo, ha comenzado a correr. La música de amenaza la sigue, cada vez más cerca. Su aliento no es suficiente. Tampoco los delicados focos de las lámparas.
Al unísono, ambos se apagan.
Se Busca Demonio de la Guarda por Omar St. Esteban
Busco demonio atarantado que no haya encontrado alma, casa, partido político o país que aterrorizar. Indispensable que tenga conocimientos básicos de inglés, y nivel alto de seducción, para endulzar mis dulces sueños con satánicas perversiones, que me susurre al oído diabólicas tentaciones diurnas, nocturnas, callejeras, narcóticas o de un alto contenido calórico. Y que me recuerde todos los días, que juntos haremos de la vida de los demás un verdadero infierno.
P.D. A todos los interesados no se asusten con la terrible criatura que vigila sigilosamente la puerta de mi casa, es mi madre que nunca se peina
Setenta días después por Nicte G. Yuen
Uno pensaría que después de la muerte el sufrimiento termina de tajo, que en el momento exacto en que el alma se escapa del cuerpo, el dolor deja de tener sentido; quizá soy la única persona que tenía está clase de certeza cuando aún respiraba y pagaba impuestos. Sin embargo, soy tan infeliz como jamás lo fui en vida. La oscuridad cernida sobre mí no me impide observar la putrefacción de mi carne, a través de la distancia entre este mundo y el otro, he llorado mi muerte.
Morí el 09 de enero del 2000, justo cuando sonó la alarma del reloj fluorescente sobre el buró, abrí los ojos con la sensación de haberme quedado dormida y salté de la cama preocupada. No tuve otro minuto más de vida, me desplomé sobre la alfombra sin alcanzar siquiera a soltar un grito de auxilio. No supe de mí misma por un tiempo indefinido, fue sólo hasta que aparecí frente a mi cadáver que comprendí lo ocurrido.
Lloré sentada sobre la orilla de mi cama, observando y volviendo a observar, pensando en que por fin había ahorrado lo suficiente para pagarme un buen psicólogo, después de todo tenía demasiadas deudas pendientes conmigo misma, y lo que más anhelaba era trabajar en mis propósitos de año nuevo.
Una semana más tarde mi cuerpo continuaba en la misma posición, excepto que ya había comenzado a descomponerse. Nadie se había enterado de mi muerte, estaba segura que ni siquiera habían llamado a la puerta o sonado el teléfono. Gritaba en lo más profundo de aquel vacío.
Pasaba los días deambulando por la casa, a veces junto al teléfono, a veces junto a las ventanas que daban a la calle; y de tanto en tanto regresaba a mi habitación, para velar mi propia muerte.
Transcurrido un mes, reconocerme en aquel rostro putrefacto, era ya imposible, tenía esa sensación de haberme convertido en una extraña, en una especie de criatura amorfa y maloliente. Había volcado toda mi ira en cada rincón de la casa, rogando que mi cadáver fuera descubierto, que alguien se apiadará de mí, la del pasado y la del presente.
Las semanas y los días se fueron diluyendo en la resignación de no importarle a nadie, en el vaivén del sol y la luna. Terminé por quedarme recostada sobre mi cama, observándome de reojo mientras el dolor se acumulaba.
Finalmente, setenta días después de mi deceso, escuché un forcejeo de llaves en la entrada de la casa.