
Por Mario Lozano
René Descartes dudaba de todo, hasta de la existencia de la oscuridad de esa noche en que él discurría, sentado en su escritorio, sobre si puede saberse qué existe realmente. Las sombras proyectadas por la luz de su vela no existen, pensaba, pues la oscuridad es la ausencia de luz; seguramente el frío que sentía tampoco existe, seguía él, pues el frío es ausencia de calor. En eso estaba, cuando el espectro de un demonio, elegantemente vestido, comenzó a tomar forma sentado frente a su escritorio. El demonio saludó cortésmente al filósofo y éste le respondió también con gentileza. Después de esta presentación de caballeros, Descartes le sirvió una copa de vino y aprovechó la ocasión para plantearle sus cavilaciones. El espectro se acarició el mentón y replicó en voz queda pero firme, con el pensamiento lógico y ordenado que caracteriza a estos entes venidos de los infiernos.
Mi querido René, ¿puedo llamarlo así?, dijo el ente, luego de beber un sorbo, yo he meditado antes en estas posibilidades. Permítame hilvanar mis ideas con usted. Usted cree que existen tres tipos de seres: los materiales, los espirituales y Dios. Lo cree, pero no está seguro, ¿cierto? Yo le pregunto, ¿y qué tal si sólo existimos los seres espirituales y Dios? En tal caso ni su cuerpo ni la silla donde descansa existen, serían meras ilusiones. No valdrá la pena merendar los panes y quesos que están sobre su mesa, ni beber la botella de vino que los acompaña.
Ahora bien, continuó, ¿y si sólo existe Dios? Si así fuera, ni su alma ni yo existiríamos. Y si no existimos, ¿por qué nos hacemos preguntas metafísicas tan profundas? ¿Por qué usted siente hambre y frío? ¿Por qué amamos u odiamos, por qué reímos y sufrimos?
Considere ahora que sólo existimos los espíritus, sin Dios. ¿De dónde provienen, entonces, las estaciones del año y las estrellas de la noche? ¿Aceptaría acaso que estos comportamientos ordenados de la Naturaleza son fruto de un misterioso azar, de un capricho cósmico autoimpuesto? ¿Qué sentido podría encontrarle al sufrimiento de ustedes, los humanos, o a la entrega abnegada por la causa de ese supuesto bien que persiguen algunos de ustedes?
Ahora bien, y bebe el demonio otro poco de su copa, considere que sólo existiera el mundo material. Tanto Dios como los espíritus serían ilusiones vanas. Usted no sería más que un montón de átomos materiales que se hace preguntas tontas, y yo un producto quimérico de los átomos de su cerebro.
No sabría decirle qué es peor, repuso Descartes. Pero, ¿y si nada existe?, preguntó el filósofo. Piense ahora usted, caballero infernal, en la posibilidad de que nada existiera, ni Dios, ni los espíritus ni el mundo material. No existirían mis átomos, ni quimeras como usted, ni el pan, ni el queso ni el vino. No habría amor ni odio, ni frío ni calor. Si nada existiera, tampoco habría sentido de nada. ¿Qué le parece esta perspectiva?
Pues debo decirte, dijo el Maligno, que eso que usted busca saber, querido Descartes, qué existe realmente, es algo que ni las almas de los fallecidos, ni los ángeles, ni Dios lo saben. Ni siquiera los demonios que gozamos de tanto ocio para filosofar conocemos la respuesta a su pregunta.
Un frío de desaliento y perplejidad envolvió a Descartes y bajó la cabeza.
Y así pasaron las horas de la noche. Los amigos filósofos departieron, bebieron y comieron. Después de esto, el demonio se despidió y Descartes durmió.
A la mañana siguiente el filósofo francés ya no pudo dudar de todo, pues ya no dudaba que un demonio lo había hecho dudar. Tomó papel y pluma y comenzó a escribir “pienso, luego él existe”.