
Por José de Lَómvar
El tiempo no perdona, se recordó a sí mismo. Hacía frío y la lluvia acentuaba esta sensación. La noche, oscura y ansiosa, se extendía sobre la vieja ciudad, pero ni ella podía esconder las heridas que la dama que habitaba en su templo le había ocasionado. Los últimos años de su existencia los había desperdiciado buscando sombras entre palabras sagradas. Sólo había logrado encontrar polvo, así que decidió correr. Quizá así recuperaría el tiempo desperdiciado mientras intentaba dar forma a las sombras.
Huía rápido. ¿De quién?, no estaba seguro, ¿de qué?, no le importaba. Avanzaba hacia el lugar en donde el maldito ojo de su mente no lo pudiera ver. No podía tolerar estar dentro de sí mismo, quería salirse de su cuerpo. Continuó hasta que los largos dedos del frío penetraron sus pulmones haciéndolos sentir como piedras encajadas por cuchillos de hielo. Se detuvo tomando bocanadas de aire. La ciudad se alejaba cual montículo luminoso y contaminado a su espalda. La incómoda y empapada intemperie se extendía delante de él. Sólo tenía que esperarla debajo de la luz del farol.
Su nariz no mentía. Algo muerto estaba en descomposición. Mierda se dijo a sí mismo. Justo lo que necesitaba. Frío, lluvia y tener que oler a un maldito perro muerto. Más vale que esta mujer se apure. Se recargó contra la superficie rasposa del pasamanos de piedra gris del puente. Pasaron varios carros que lo empaparon hasta los huesos. Su ropa se le pegó al cuerpo. De nada le sirvió su chamarra y sus botas impermeables compradas en la tienda de ricos. Ellos sólo se mojan cuando salen de sus carros y caminan hacia las entradas de sus casas lujosas y, claro, nunca salían corriendo detrás de mujeres flotantes. Tentó debajo de su chamarra. Por lo menos su lámpara era a prueba de agua.
El sonido que provocaba la lluvia al caer sobre la carretera vacía le dio un escalofrío. Al soplar el viento, farfulló una maldición. ¿Por qué a esta mujer siempre se le ocurre verme cuando el mundo parece que se acaba? El ruido de su mente sonaba más fuerte que el de las gotas cayendo sobre el pavimento. El río debajo del puente parecía crecer con cada segundo que pasaba. Mientras esperaba a que su cita llegara, se imaginó a sí mismo precipitarse en sus corrientes violentas y perderse ahogado en la desesperación. Se preguntó si alguien encontraría su cuerpo o si sólo serviría de abono para la vegetación. Cada momento incrementaba su atracción a perderse en el agua y de sufrir una muerte engullidora. Casi podía sentir la desesperación apoderarse de sus nervios, los azotes de su cuerpo contra las piedras y ramas dentro del río. En su imaginación, pudo sentir cómo sus pulmones reventaban ahogados.
—Conque sí viniste —dijo una mujer a su espalda.
La voz de ella interrumpió el coqueteo que crecía entre él y el río. Volteó para ver de frente a la recién llegada.
—Sí —le contestó. —Aquí estoy. Ya tenía tiempo esperándote. Llegaste tarde, como siempre.
—Soy un espíritu libre. Llego a mi propia hora. No puedes exigir que cambie, por más que coja contigo —En su mano izquierda cargaba una cuerda.
—No sabía que las ánimas cogían tan bien como tú.
—Claro que lo hacemos. Si no, no me buscarían tanto tontos como tú.
El tono de su voz, mezclado al mismo tiempo de burla y de dulzura, le pegó como el puño de un boxeador de cien kilogramos. Pendeja, pensó. Ella siempre le ganaba en el juego de las palabras. Pero no por eso lograba desprenderse del enojo cada vez que lo hacía. Una idea le vino a la mente y sonrió.
—Eras tú la que querías verme. Entonces, también te ha de gustar como cojo.
La mujer mantuvo un gesto serio y antipático. Alzó al aire un extremo de la cuerda y lo ató su cadera con el extremo opuesto. El ánima representaba una idea y las ideas nunca sonríen. Las ideas simplemente seducen. Ella lo atrapó entre la suavidad de su voz y la promesa de una ilusión. Era fácil que él cayera bajo su dominio y como todas las ideas, no importaba cuanto cogías con ellas, nunca aterrizaban los pies. El ciclo nunca terminaba. Cada vez que caía de rodillas, hipnotizado por su conjuro, la dama flotante ataba un velo a sus ojos. Cada vez que él se erguía, lo cortaba. Pero el hábito de ceder ante su pasión le hacía amarrarse a la tela que cegaba su mente. Así dibujaba su eterno retorno.
Los ojos del ánima emitieron una mirada en forma de advertencia.
—¿Estás seguro que deseas hacer esto de nuevo?
—¿Estaría aquí si no lo quisiera?
Se burló.
—Entonces sígueme.
La siguió lejos de los adoquines de piedra del puente y hacia la arbolada intemperie. Deseó poder flotar como ella, así habría evitado saltar en un charco de lodo y torcerse el tobillo. Medio kilómetro después de que entraron al bosque, se detuvieron. Estaba oscuro así que encendió su lámpara. El vestido de la mujer flotante estaba tan seco como su carisma. El viento sopló la larga cabellera del ánima sobre su rostro, ocultándolo con excepción al azul de sus ojos que brillaban como si emitieran luz propia.
—Llegamos al sitio —dijo ella secamente.
Efectivamente, estaban allí de nuevo. Sólo que la vez pasada la luna llena había penetrado la oscuridad como los dedos de una lesbiana a su amante. Ahora sólo la noche y la débil luz de su lámpara serían los testigos de lo que haría.
—Quítate el vestido.
Esta vez el ánima sí sonrió, con una mirada traviesa. Irónicamente, su vestido cayó al suelo del bosque y se manchó con lodo. Al deslizarse el vestido por las curvas del cuerpo del ánima, él pudo ver el símbolo que dibujaba su penitencia. Era una serpiente que se mordía la cola, tatuada con una tinta tan oscura que pintaba un contraste perfecto con el blanco de su dorso. La serpiente le guiñó el ojo.
Apagó la lámpara. El templo estaba tan cubierto de polvo como siempre había estado y las sombras permanecían sin ser profanadas por un significado. El tiempo no perdona y el nudo que lo ataba a ella apretaba tan fuerte como siempre.