Sentencias

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Por Gastón Cejas

Mercedes caminó los cuatro kilómetros que la separaban del pueblo hasta llegar al viejo almacén. Compró unas tiras de pan y la infaltable damajuana de vino para su padre. Sabía que hoy por la noche llegarían sus amigos a jugar cartas con él hasta la madrugada. Durante el tramo de regreso a su casa; Mercedes no dejó de observar el piso. Intentó sostener la mirada en el cielo varias veces, pero desistió acostumbrada. Juntó algunas flores silvestres que daban color a un paisaje magro. Largos caminos rurales hacia ningún lado, dividían los sembrados que rodeaban los graneros.

Al llegar a la casa de su padre, tiró las flores que había recogido. Cocinó para su hermana menor, Camila, y juntas se encerraron en la habitación.

Mientras leía un cuento inventado a la niña, pensaba en su madre. Se preguntaba si algún día volvería a verla. Ella se había marchado la mañana de su cumpleaños número quince, dejándola al cuidado de Camila. El reloj de ausencias marcaba los cuatro peores años en la vida de Mercedes. Su padre les repetía en forma constante que la perra de su madre los había abandonado porque no era capaz de soportar el amor que él tenía por sus hijas.

La hermana mayor se despertó ante los ruidos que su padre hizo al entrar. Estará borracho como de costumbre, pensó. El saber que había llegado sin sus amigos, la tranquilizó un poco. Otro día igual a todos, dijo para sí.

—¡Mercedes!¡Mercedes! ¿Acaso no piensas saludar a tu padre? —gritaba el viejo acercándose a la puerta de la habitación.

Ella sentía su aliento etílico tras la puerta que protegía con su espalda. Con sus brazos se aferraba a Camila, con el ahínco de quién protege los últimos rescoldos de vida que allí existían.

—¡Shhhhh! Papá sólo está un poco enojado —susurraba a su hermana. Cansado de forcejear sin conseguir ingresar a la habitación, el padre se retiró balbuceando incomprensible.

Las primeras luces del campo amainaron los fantasmas de la noche. Cuando el gallo emitió su canto, Camila suspiró, y Mercedes tumbada hacia el techo se dibujaba la señal de la cruz.

—¡El desayuno ya está listo niñas! —gritó el padre desde la cocina.

Mercedes ayudó a su hermana a vestirse, la peinó y salieron de la habitación. Su padre de manera amable les acercó la comida a la mesa. Él acarició el cabello de Camila y exhaló sobre ellos, mientras cerraba sus ojos. En ese instante macabro todo el miedo que su padre le provocaba se transformó en repugnancia.

—Te dejaré un encargo hija —dijo a la mayor —. Esta noche cuando regrese a la casa, tu hermana debe estar bañada y con su mejor vestido encima. Quiero pasar más tiempo con mi hija menor. Debes enseñarle los deberes de señorita.

Mercedes lo miró con el odio inyectado en los ojos.

—¡¿Está claro lo que dije, Mercedes?! —ella respondió con el silencio.

El padre se levantó de la silla y salió de la casa. Mercedes comprendió que en el destino de su hermana se escribiría la misma sentencia que llevaba ella como vida. Su mente era una tormenta. Pensaba en la vida arruinada de Camila con sólo once años; en la paliza que le daría su padre si su petición no era complacida. Maldecía a su madre y a los oídos sordos de Dios.

Las horas pasaban lentas, certeras de su implacable avance; y a Mercedes se le agotaban las opciones, que no eran muchas. En su interior comprendía que sólo ella era capaz de cambiar el final de la historia.

Luego de servirle algo de comer a su hermana menor, calentó el agua para el baño y seleccionó con detenimiento la ropa que le pondría. Le dijo que siempre cuidaría de ella y que haría lo necesario para liberarla del mal de su padre. —Jamás permitiría que ponga un sólo dedo encima tuyo— le dijo al oído. Recostándola en su cama, le pidió que descansara unas horas. Leyéndole unas historias inventadas con final feliz, la niña se durmió. Entonces Mercedes tomó una almohada y la aplastó sobre el rostro de su hermana menor, que desesperada emitía gritos ahogados. Camila dio sus últimos espasmos y quedó inmóvil. Con lágrimas en los ojos besó a la niña en la frente. Una falsa calma la reconfortó al sentir más ligero el peso de su cruz. Recordó su historia, la de su madre, y las otras tantas similares que conocía. Sin comprender dónde es que se alcanza esa justicia que todos mencionan; tomó el libro nuevamente con la convicción de que acompañaría a Camila en su libertad.