El hombre del sauce

Por Nicté G. Yuen

I

Recuerdo que mi padre organizó aquel día de campo, como una forma muy familiar de festejar su cumpleaños, alejados del bullicioso tráfico. Llevamos un par de cestas repletas de bocadillos, todos al gusto del festejado, y una botella de vino blanco burbujeante. Mi hermano, algunos años menor que yo, llevó de contrabando sus juegos de mesa; pero al final de la jornada sirvieron bastante para mantenernos ocupados bajo la sombra de los sauces. Cerca de las seis de la tarde, mamá empezó a llevar cosas al carro, entonces nos dimos por enterados que era hora de regresar a casa. La carretera estaba prácticamente desierta, y mi padre tomaba las curvas a una velocidad prudente, mientras comentaba cuán bien la había pasado. Yo no pude evitar dormitar en algunos trayectos, pues la luz rojiza del atardecer parecía amontonarse perezosamente en el carro. Para cuando sentí que estaban abriendo las portezuelas, me encontraba escuchando un poco de música a ojos cerrados. Antes de subir a dormir a mi habitación, di un último abrazo de feliz cumpleaños a papá.
Aquella noche fue la primera de muchas consecutivas que no logré dormir en calma. Como estaba muy cansada, apenas me puse el camisón, me metí a la cama y casi enseguida dormí profundamente. Tuve un sueño muy extraño, andaba a través de una vereda y un hombre bastante alto de cabellos rojizos me seguía tan de cerca que sentía su peso sobre mis hombros. Cuando desperté el camisón estaba húmedo a causa del sudor que escurría por el cuello. Prendí una de las lámparas y me senté agitada al borde del colchón. Me sentía irremediablemente ansiosa.
La noche siguiente me quedé tarde haciendo la tarea, estaba en último semestre del bachillerato y una semana después tendría exámenes. Necesitaba ponerme al corriente con algunas investigaciones. No lograba concentrarme del todo, porque tenía la sensación de tener compañía en el cuarto. Miraba hacia atrás, como si alguien observara los títulos de esos libros de estudio, por encima de mis hombros. Recordé entonces al hombre que había soñado, sentí escalofríos. Aquella semana de exámenes no pude dormir ni dos horas seguidas, una presencia ajena a cualquiera de quienes vivíamos en casa tenía la costumbre de recostarse a mi lado. Yo miraba y miraba el espacio vacío, tratando de alejar aquellos pensamientos que me impedían dormir.
Cuando el cansancio vencía mis preocupaciones, las pesadillas eran recurrentes; yo huyendo de ese hombre alto de cabellos rojizos, yo intentando entrar a casa, yo mirando su rostro a través del espejo, yo alejando sus manos como quien lucha consigo mismo. Lo dicho, las pesadillas eran recurrentes. Ya no estaba segura de qué era mejor, si dormir o permanecer en vela.
Quise contarle a mi madre del asunto de mis insomnios. Tomé un vaso de leche tibia y me senté a su lado, ella miraba el noticiero, me acerqué un poco más. Repasé las palabras que a continuación le diría, no quería sonar incoherente; comprendí tras repasarlo por segunda vez, que jamás me creería. Bebí la leche y salí a dar una vuelta.
Comencé a quedarme dormida en todas partes, excepto claro en mi propia recámara, y aquello fue un alivio, porque sabía que terminaría volviéndome loca si continuaba acumulando noches sin dormir. Solía llegar a dormir a las aulas, al comedor escolar, al autobús de regreso a casa, a los sofás de mis amigas, a las bancas de alguna parroquia. Sin embargo, aquella sensación de ese hombre anclado en mi habitación, aguardando mi regreso, inevitable por cierto, me atemorizaba poro a poro. No importaba cuánto me esforzara por evadirlo, estaba ahí recostado en mi cama, de pie detrás de mí, sentando a mi costado; estaba ahí en mis pesadillas, con sus ojos de sapo observando un escape laberíntico, que solía conducirme al punto de partida, su presencia.
Anhelaba tanto al menos una noche en calma.

II

Recuerdo que su presencia invadió mis sentidos. Me encontraba recargado en el tronco del viejo sauce, escuchando el trinar de los pájaros que solían picotear semillas, cuando llegó a tender sobre el pasto un mantel a cuadros blancos y azules. Me entusiasmó el verdor de sus ojos, había tanta alegría en ellos. Me deleité observándola cantar las mañanitas, comiendo sobre una servilleta y más tarde, jugando memorama tirada sobre la hierba. Su voz eran notas al viento, esa voz de niña envuelta en mujer. Sin percatarme de ello comencé a seguirla camino al carro, deslumbrado por las ondas de su cabellera. Sonreía ilusionado mientras ella dormía recargada en el hombro de su hermano; sonreía porque estábamos tan cerca de su casa. La noche representó mi mayor placer, sentirla tan abandonada a sus sueños, resguardada por la blancura de su camisón, que me aventuré a seguirla. No me agradó verla tan agitada cuando despertó, quise consolarla porque de inmediato sentí su turbación, pero comenzó a sudar y sudar, temblorosa bajo mi abrazo. La dejé sola unos momentos mientras reconocía la casa. Los días consecutivos me familiaricé con su recámara, con el olor de su piel recién bañado, con su presencia acariciando la mía. Por supuesto, no me agradaban sus ausencias, cada vez más prolongadas, como si detestara su propio espacio; y luego, esa expresión de permanente incomodidad. Mis intentos por agradarle resultaban en vano, mis conversaciones para hacerle más ameno su insomnio, nada, no importaba cuánto hiciera para conseguir su aceptación, ella simplemente me rechazaba. Aunque sabía que estaba preocupada por aprobar sus exámenes, pasaba la mayor parte de sus horas estudiando, ya fuera para uno u otro, haciendo reportes y leyendo algunos libros sobre temas que me eran desconocidos. De haberla podido ayudar lo hubiera hecho, pero no completé mis estudios y muchas cosas de esas que ella veía yo no entendía en absoluto. El verdor de sus ojos se fue perdiendo, opacado por unas ojeras cada día más marcadas, casi negruzcas sobre la alegría que antes la caracterizaba. Yo le preguntaba qué sucedía con su entusiasmo, me preocupaba la rapidez con que se le evaporaba. Comprendí que el cansancio aplastaba su voluntad, la tarde aquella en que tras abrir la puerta de su habitación, se echó un montón de pastillas a la boca y un trago de agua. Depositó la cabeza sobre su almohada y casi al instante cerró los ojos, murmuraba sin cesar que necesitaba al menos una noche en calma.