Por Nicté G. Yuen
Era un conejo de felpa como cualquier otro, perfectamente relleno hasta la punta de sus orejas, tenía un impecable tono beige, con largos bigotes que nacían cerca de su nariz. Pasaba sus días de conejo de felpa sentado sobre un par de libros en lo alto de una estantería. Desde ahí alcanzaba a divisar la habitación, los ventanales que estaban orientados hacia el horizonte, la litera pegada a la tercera pared, la ropa mal doblada sobre la orilla del colchón, el olor a calcetines curtidos, los ruidos desvelados de la pantalla plana, las luces fluorescentes de las lámparas; ni que decir, su vida era relajada y feliz.
Una madrugada de principios de mes, cuando los únicos ruidos que se escuchaban en aquella habitación eran los ronquidos de los humanos que dormían en las literas. El conejo de felpa observó una sombra de larga cola peluda, trepando hacia los estantes superiores, la agilidad con la cual lo hizo le espantó, sintiendo que un escalofrío le erizaba el finísimo peluche del cual estaba hecho. Quiso gritar, quiso correr, quiso pedir auxilio a los humanos dueños de los ronquidos, pero todos sus deseos fueron inútiles. El conejo mantuvo sus relucientes ojos abotonados y su sonrisa bordada en hilo negro, continuó así al momento de sentir que unas furiosas fauces le mordían la cabeza, arrastrándolo estantes abajo, hacia la puerta de la habitación.
Tuvo miedo a la inmensidad que le aguardaba allá afuera, detrás de la puerta de aquella habitación. Si tan sólo pudiera cerrar los ojos para no ver la oscuridad del pasillo, los colmillos del monstruo que le apresaba el cuerpo, la humedad de su lengua, su aliento putrefacto, rancio. Su cuerpo avanzó colgante entre las fauces del monstruo, gran parte de su cara ya estaba cubierta de una sustancia pegajosa y húmeda, que parecía extenderse a través de su tono beige.
Apenas estaba queriendo agarrar valor, extraerlo de entre la felpa; cuando fue arrojado contra un rincón atestado de telarañas. Al instante sintió ocho patas sobre su oreja izquierda, otras ocho sobre su nariz y otras tantas avanzándole por el brazo derecho. De haber tenido más opciones, habría quitado su sonrisa bordada en hilo negro y se habría espantado. Poco después sintió un par de garras arañándole la panza. Los ronquidos provenientes de los jóvenes durmiendo sobre las literas, desaparecieron a través del pasillo. Un silencio asfixiante cubrió el resto de aquella madrugada de principios de mes.
Al clarear el día siguiente, el monstruo abrió sus amarillentos ojos, emitió un extraño sonido, que el conejo de felpa supuso que era un bostezo, persiguió un par de veces su peluda cola, y lo abandonó a su suerte. Ahora toda la compañía que tenía eran las arañas de infladas panzas negras.
El pasillo se llenó de voces que entraban y salían de las habitaciones, las mismas voces a las cuales pertenecían los ronquidos nocturnos. El conejo de felpa reconocía, una a una, todas aquellas voces; eran los dueños de los calcetines curtidos que aparecían tirados por cualquier rincón del cuarto. Sin embargo, el conejo de felpa, sólo tenía un dueño, un joven largucho, carente de bronceada piel, quien hacía unos meses había recibido como regalo, con bastante sorpresa de su parte, el susodicho conejo. Camino a casa, lo había mirado y remirado, lo había estudiado boca arriba, boca abajo, le había estirado las orejas, picado los ojos abotonados, aplastado la panza, y finalmente, había exclamado: este conejo se parece bastante a mí mismo, o yo tengo finta de conejo de felpa, vaya desgracia. Así que al llegar a casa, le había arreglado un sitio en uno de los estantes superiores, justo sobre un par de libros que no tenía la mínima intención de leer.
Ninguna de aquellas voces reparó en su desaparición. El conejo de felpa tuvo un ataque de pánico, porque seguramente pasarían varios meses, antes que alguno de los dueños de los calcetines curtidos, se dignara a sacudir la estantería, y entonces echaran de menos su presencia sobre los libros no leídos. Estaba seguro que ni siquiera su dueño lo echaría de menos, por algo lo había sentado en la parte más alta, allá donde su vista no alcanzaba a verlo. Si al menos pudiera quitarse esa sonrisa bordada en hilo negro, mostraría su aflicción. De haber tenido un reloj habría contado las horas que esas arañas habían pasado mirándolo con sus muchos ojos; mirándolo y caminándole por su cuerpo de finísimo peluche beige. De hecho, una de aquellas arañas, comenzó a tejer su casa en el espacio de una oreja y otra.
Cuando el conejo de felpa escuchó un maullido avanzado a través del corredor, comprendió que el monstruo había regresado. Apenas tuvo oportunidad de pensarlo, cuando las fauces del felino le mordieron una pata. El gato le rodeó sin soltarle la pata derecha, sentando su trasero sobre el resto de su cuerpo. Se entretuvo lamiendo y mordisqueando aquella pata; cuando se cansaba de la derecha, la soltaba y proseguía con la izquierda. Incluso llegó a soltarle algunos arañazos. Arañazos y mordiscos más tarde, el felino arrastró al conejo de vuelta por el pasillo; pero un tremendo golpe proveniente del comedor de la casa, hizo que el felino saltara del susto y le abandonara justo ahí.
Uno de los humanos habitantes de la casa, atinó a pasar por el pasillo minutos más tarde, caminaba apresuradamente; quizá por eso le pasó por encima, sin detenerse un momento. El conejo de felpa observó cómo entraba al baño, instantes después el chico abría de nuevo la puerta, y retrocedía por el mismo pasillo, deteniéndose frente a él. Se puede saber cómo llegaste tú hasta aquí, ok da igual. Y regresó al baño. Y también regresó el felino para llevarse al conejo. Cuando, cinco minutos más tarde, el chico salió del baño, con toda la intención de recoger al pobre muñeco de mitad del pasillo, éste ya no estaba ahí. Adónde fue ese maldito orejón, ok, da igual, yo llevó prisa.
El felino entró sigilosamente hasta la habitación, de la cual había raptado al muñeco. Allí había un chico roncando sobre la litera superior a plena luz del día. El conejo se sintió tan feliz de volver a ver la estantería, que quiso reír escandalosamente; pero su sonrisa bordada en hilo negro no daba para más. Sin embargo, los planes del monstruo eran otros, pues éste no tenía intenciones de trepar, sino de echarse bajo la litera y, tomar una siesta entre las sombras bajo la cama.
El conejo de felpa sirvió al felino de almohada; quien se echó sobre el perfectamente relleno cuerpo del muñeco raptado. De vez en cuando, el felino estiraba sus patas delanteras, movía la cabeza hacia el lado contrario, prosiguiendo con la siesta. Entre los ronquidos del humano, y los apretujones del monstruo, el conejo se sintió muy desdichado.
Unas horas más tarde, cuando los ronquidos habían sido reemplazados por un escandaloso videojuego; el felino tuvo a bien salir de casa, dejándolo ahí tirado entre las sombras bajo la cama, teniendo como única compañía un calcetín abandonado a su suerte, un balón ponchado de futbol y una envoltura de chocolate. El resto de aquella semana, el calcetín, el balón y la envoltura, fueron fiel compañía para el conejo de felpa.
El felino no regresó a tomar siestas bajo la litera, tampoco volvió por el muñeco; de hecho, nadie en aquella casa mencionó algo relacionado con la misteriosa desaparición del conejo de felpa.
Una semana, dos semanas, tres semanas más tarde, el conejo de felpa seguía ahí en la misma posición, con sus ojos abotonados y su sonrisa bordaba en hilo negro. También seguía el mismo calcetín, sólo que más apestoso y empolvado; el mismo inservible balón y la misma envoltura, por la que ya había transitado una larga fila de hormigas. El conejo de felpa había perdido toda esperanza de regresar a su amada estantería, sobre esos libros no leídos.
Maldita moneda, soltó furioso el chico que dormía en la parte inferior de la litera. El conejo de felpa distinguió con total claridad, cómo una mano de callosos dedos, tanteaba debajo de la cama. De haber podido, habría corrido y se habría acomodado muy cerca de aquellos dedos tanteadores. ¿Dónde estás? insistió el chico; el conejo supuso que le hablaba a la moneda. Las dos manos con las cuales contaba el humano, cuyos ronquidos eran los menos ruidosos; buscaban la moneda, cuya denominación, por cierto, era de diez pesos. El chico retiró sus manos, caminó soltando groserías hasta el apagador del foco, encendió la luz y regresó hacia la litera. Fue entonces que asomó su cabeza bajo la cama.
Aquí estás maldita moneda… ¿Qué hace el conejo orejón tirado bajo la cama?… Ah, mi otro calcetín, vaya, pensé que lo había perdido…Jodido balón, tenía que poncharse, no aguantó ni el partido completo, bueno mañana lo tiro a la basura. Ese chocolate estaba realmente delicioso, voy a comprarme uno a la tienda. ¡Oye, Sam, tu pinche conejo está tirado aquí abajo! ¡A ver si vienes y lo sacas de una vez! ¿Quieres que lo tire a la basura junto con mi balón?
El conejo de felpa hubiera temblado descontroladamente de tener posibilidades, imaginarse tirado junto con todos los desperdicios de la comida, era lo más espantoso que podía sucederle; y vaya que le habían ocurrido cosas espeluznantes.
La voz que respondió fue de inmediato reconocida por el conejo, se trataba de su dueño. ¡Tírate tú! Ya voy a sacarlo de ahí… ¿Cómo no te deshaces del balón? Ya hasta le salieron raíces de tantos meses bajo la cama. No cabía duda, ese mero era su dueño, y había dicho que nada de tirar al conejo a la basura.
Una segunda mano comenzó a tantear bajo la cama, el conejo de felpa la reconoció de inmediato, esa mano de un pálido escasamente bronceado, pertenecía a su dueño. Los dedos le sujetaron la oreja izquierda, jalando fuera de las sombras bajo la cama. ¡Mírate nada más!… Qué sucio, ahora voy a tener que lavarte; pero primero te vas a quedar una semana en detergente. Al conejo le alegró sentir ambas manos sobre su cuerpo de finísimo peluche, aunque no tenía ni idea que era aquello de cloro y suavizante; pensó que después de las arañas tejiendo casas sobre sus orejas, no debía ser tan doloroso. ¡A ver si le aprietas el pescuezo a tu gato! ¡Mira nada más cómo dejó al conejo! Ahora voy a tener que lavarlo, con lo alérgico que soy a lavar, puede ser mortal para mí. Al conejo de felpa le hubiera gustado poder acusar al monstruo ése de peluda cola negra. Lloriquear y acusarlo.
Después de una semana dentro de un balde, flotando en un líquido creado a base de varios detergentes; y de un par de días más en el tendedero, colgado de sus larguísimas orejas; el conejo de felpa, regresó a sentarse sobre esos libros no leídos, en la parte más alta de la estantería. Desde ahí alcanzaba a divisar la habitación, los ventanales que estaban orientados hacia el horizonte, la litera pegada a la tercera pared, la ropa mal doblada sobre la orilla del colchón, el olor a calcetines curtidos, los ruidos desvelados de la pantalla plana, las luces fluorescentes de las lámparas. La vida como conejo de felpa era bastante tranquila; relucientes ojos abotonados, una eterna sonrisa bordada en hilo negro y, un inconfundible aroma a limpio.