A la vuelta de la esquina

2019-03-06 A la vuelta de la esquina

Por Stephanie Serna.

El cielo se tiñe de azul esta mañana, se viste con ligeras nubes blancas y decora su mirada con los rayos más resplandecientes que le ha regalado el sol, despierta el canto de los pájaros y la alegría de los habitantes de la ciudad, que salen a regar sus plantas, barrer sus cocheras, silbando al ritmo de la fresca brisa de la primavera recién llegada, todo forma un conjunto bellísimo que se empeña en burlarse de mi desgracia.

Prácticamente acababan de sacarme a patadas de la agencia sin ningún argumento más que “mi desempeño ha bajado drásticamente en las últimas dos semanas”; lo peor fue que no tuve nada que decir frente a eso.

Desde que mi angelito me dejó aquí solita, descuidé mi persona: ya no valía la pena llenar el refrigerador, ¿para qué me acostaba temprano si no tenía a quién hacer madrugar de lunes a viernes?, ya no tenía que partirme el lomo trabajando para pagar las cuentas del hospital, en fin, ¿de qué me servía vivir si ya no tenía a quién dedicarle mi tiempo?

Derrotada y con una extraña sensación de asfixia acechándome, me detengo frente a un restaurante en Chapultepec, pago por un desayuno buffet de adulto, me sirvo lo primero que encuentro en la barra y tomo asiento en una mesa para dos en una solitaria terraza dentro del establecimiento. A pesar de ser casi las once de la mañana y de no haber probado bocado en todo el día, mi apetito no se hace presente.

Respiro hondo. Ahí está de nuevo ese dolor creciente en el pecho. Doy un largo sorbo a mi café de olla (que para mi gusto contiene demasiado anís) y comienzo a comer.

Es entonces que aparece, tan inoportuna e indeseada como siempre…

Frente a mi mesa se encuentra Amelia, tan guapa y altanera como sólo ella puede ser: morena, alta, de rizos negros tan finos y oscuros que te pierdas en ellos fácilmente. Vivía a la vuelta de la esquina de mi casa y ,en pocas palabras, era una chica joven con muy poco quehacer quien ocupaba su tiempo yendo de acá para allá pidiendo favores.

Todos alguna vez hemos tenido o conocido a un vecino pediche y abusivo que nunca tiene nada en la alacena y se la pasa tocando puertas:

—Hola, querida, ¿no tendrás una tacita de azúcar?

—Hola, querida, ¿tienes unas tijeras de jardín que me prestes?

—Hola, querida, un favorcito, ¿podrías pasarme la contraseña de tu Wi-Fi?

Los vecinos se quejaban de ella, la mayoría tenía la costumbre de azotarle la puerta en las narices o de ocultarse para no topársela y por eso es que yo siempre terminaba ayudándola, más por compasión que por otra cosa. Pobre muchacha, sola contra el mundo.

No recuerdo haberle preguntado sobre su ocupación; sinceramente, evitaba a toda costa conversar con ella por mucho tiempo, Amelia era de esas personas a quienes les encantaba perder horas platicando en los umbrales.

Pero hoy no tengo manera de escabullirme:

—¡Querida! Qué sorpresa encontrarte por aquí.

—Hola, Amelia.

—¿Por qué esa cara larga?

¡No, por Dios! En definitiva, no tengo ánimos de contestar, mi pecho punza al ritmo de mis sienes, así que simplemente digo:

—Dejémoslo en que hoy no ha sido mi día.

—¿Pero, por qué querida?

—Amelia, siéntate, me estás mareando.

—Pero si ni siquiera me he movido.

—¿Eh?

—Clara, ¿te sientes bien?

Al decirlo, toca mi mano y su piel entra en contacto con la mía. Está helada. Noto que se alarma, pues retira suave y al mismo tiempo rápidamente su mano de mi alcance.

—E… estoy bien, gracias.

Mi acompañante se sienta frente a mí, me examina detenidamente por un par de segundos con un asomo de algo que no se si llamar preocupación o concentración.

—Si tú lo dices —Sonrío débilmente para confirmárselo —Así que, ¿Qué te trae por aquí?

—Trabajo a… amm, mejor dicho, trabajaba a la vuelta.

—Oh, ya veo, te acaban de correr.

—Más o menos, prefiero el término “despedir”.

Amelia se cubre la boca para ocultar su risa tras mi comentario.

—¡Vaya, Clara! Hasta en este tipo de situación encuentras cómo hacer bromas.

—No planeaba sonar graciosa.

—¡Oh! Bueno, disculpa.

Dicho esto, se endereza y adopta una postura bastante seria. El radical cambio en combinación con el silencio me incomoda, así que busco la manera de retomar la conversación:

—¿Y tú? No te había visto por aquí antes.

—Te estaba buscando.

Su solemnidad me hace reír, pero al ver que su semblante permanece igual, me controlo.

—No planeaba sonar graciosa.

—¿Me buscabas? —asiente —¿Para qué?

—Supe lo de Eliot.

El nombre de mi hijo hace que mi piel se erice y las lágrimas se acumulen frente a mis pupilas.

—Sucedió el día que fuiste a la casa.

—Lo sé.

Los doctores me habían dado esperanzas, había avanzado muy bien con el tratamiento y un día sin previo aviso, lo encontré inmóvil en el sofá justo cuando volvía de despedir a Amelia…

Amelia llegó a tocar a la puerta como cualquier otro día, sólo que para que apuntara la contraseña la invité a pasar. En ese momento me encontraba más estresada de lo normal, lo único que quería era despacharla lo más pronto posible para poder irme a descansar.

Eliot estaba en la sala viendo televisión. Amelia se sentó a su lado, particularmente interesada en él, le preguntó sobre su superhéroe favorito. La pregunta animó a mi hijo y así fue como comenzó a hablar con ella. Para no interrumpirlos y terminar con la visita rápidamente, me escabullí hacia la cocina, me serví un vaso de agua y escribí la clave del internet en un post-it.

Mientras caminaba hacia la sala escuche a Amelia haciendo otra pregunta:

—Si pudieras escoger un superpoder ¿Cuál te gustaría tener?

—¡Volar! —dijo Eliot, agitando sus bracitos.

Sonreí ante su repuesta y le di la nota a Amelia. Ella se despidió acariciando la frente de mi pequeño mientras decía:

—Pronto volarás, Eliot, ya lo verás.

Amelia me siguió hasta la puerta y sin darme las gracias, se alejó calle abajo hasta dar vuelta en la esquina. Cuando volví, encontré a mi niño pálido y con los ojos muy abiertos, recostado sobre el sillón de la sala…

El dolor en mi pecho se intensifica, se expande y recorre cada centímetro de mi cuerpo, me inmoviliza, siento como si mis ojos quisieran saltar de sus cuencas.

A estas alturas no sé si es mi imaginación o si lo que veo es real, pero la mujer que tengo en frente ahora es un conjunto de sombras: siento su escalofriante mirada atravesándome, el intenso color rojo de sus labios me hace recordar la sangre, sus facciones se han afilado, puedo ver su cráneo a través de su piel, tan blanca que me transmite una sensación de inmensa frialdad…

—Tú… ¿Quién eres tú?

Amelia me mira con serenidad. Eleva su mano huesuda y helada a la altura de mi corazón, posándola sobre el origen de mi dolor, agudizándolo y haciéndome gritar. Sonríe y susurra:

—Créeme, querida, no es personal…