Adalberto y Yo

Adalberto y yo

Por Maggo Rodríguez.

Conocí a Adalberto en el baile que se celebró en el salón Victoria, el fatídico espectáculo en el que el menor de los Valdivia mató a su prometida cuando la vio en el lugar. Así, sin mediar palabra ni saber que ella estaba ahí porque su preocupada madre la había mandado buscar al alcohólico de su padre, estaba ciego de rabia y ya en los separos alegaba su inocencia bajo la frase “una mujer decente debería estar en casa”.

Arrastré a esa fiesta a mi prima Nadia. Y digo “arrastré” porque ella no quería ir, teníamos que salir juntas, de lo contrario no conseguiría el permiso para ver al conjunto que amenizaría la noche y que tanto habían anunciado por radio. Tuve que rogarle a la mayor de mis primas porque yo fui hija única.

Llevé al baile mi vestido favorito: Rosa, de cuello alto, con encaje de las hombreras al pecho y adornado con botones de perlas, lo combiné con medias oscuras y tacones bajos. Nadia llevaba vestido café con unos botines, nada fuera de lo común, pero el color de su labial era espectacular.

Al principio nos mantuvimos a un costado de la pista de baile. El conjunto estaba tocando y las luces hacían juego con las melodías interpretadas. La estaba pasando bien, hasta que alguien tocó mi hombro para invitarme a hacer extraordinaria mi velada. Era un joven de ojos cafés, rizos negros, deliciosa fragancia masculina y una camisa pulcramente planchada color blanco.

Fue amor a primera vista, lo puedo jurar, porque en sus ojos vi un brillo singular cuando acepté su invitación a bailar. Fue como un sueño, me sentía una princesa, como alguien de las familias más acomodadas en una de sus fastuosas fiestas privadas. Adalberto me preguntó mi nombre, tímidamente le dije a secas “Elena”. Levantó mi rostro del mentón, con la mano en la que traía su enorme reloj. Acercó peligrosamente su rostro al mío, estaba segura que ese sería mi primer beso, cerré los ojos y retuve por un momento la respiración… Hasta que los balazos resonaron como cañones. Instintivamente Nadia me tomó de la muñeca, salimos despavoridas del lugar en medio de la revuelta que el asesinato de la joven Marcela había provocado.

Al pasar de los años nunca tuve noticias de mi amor de aquella noche. Mamá estaba enferma y mi padre pronto tendría que dejar de trabajar, por lo que desde los 17 conseguí mi primer y único trabajo en casa de los Morín. Cuando los pretendientes llegaban, mis excusas eran el trabajo y el cuidado incondicional dado con deber a mis padres para no desposarme e irme lejos. Muy en el fondo, sabía que la verdadera razón era la espera con la que todos los días miraba al cielo y pedía al Señor el favor de permitirme ver una vez más a Adalberto para así confesarle mi amor.

Cuando mis padres murieron yo ya era bastante mayor y ya ni llegaban los pretendientes. Mi cabello cambió y mi piel ya no era tan firme como antaño. Seguí trabajando en casa de los Morín criando a los niños de las nuevas generaciones y atendiendo en general todo aquello que se pudiera ofrecer, ya fuera una cena o el riego diario de las plantas. Siempre me trataron como parte de la familia, incluso el día en que me caí y perdí el conocimiento.

Ese día empecé a parpadear y a rascarme los ojos porque veía todo borroso, me asusté demasiado, caí al suelo y me golpee la cabeza. Cuando el médico terminó su revisión, y después de enyesar mi brazo izquierdo, dijo el diagnóstico: Un mal había caído en mis ojos y en menos de tres mese perdería la vista. Al principio no lo pude creer, ¡yo no era una mala persona! ¿Por qué si yo siempre cuidé de mis viejos con mucho cariño ahora recibía éste castigo?

No dejé de asistir a mis labores domésticas. Don Gerardo Morín mandó contratar un muchacho para que ayudara con mis tareas. Cuando me quitaron el yeso, quise regresar a avisarle a la familia que ya estaba bien mi brazo, pero Nico, mi joven ayudante, tuvo que fungir además como lazarillo, ya que en el camino mi vista se empezó a nublar. Al pasar por el portón de la entrada, con lo poco de luz que tenía en los ojos ese día, pude distinguir un enorme adorno de flores de todos colores. El curioso muchacho tomó la tarjeta. Tartamudeando, leyó el destinatario: Eran para mi.

Durante los siguientes cincuenta días un joven moreno y flaco entregaba hermosas flores en casa de los Morín con la nota “Para mi Elena”. Desafortunadamente, en varias ocasiones mis ojos me impedían contemplar del todo la belleza de aquellos colores de la naturaleza. El último adorno que recibí, lo tomé de manos de un hombre mayor, con cabello cano igual que el mio y manos con arrugas. Llevaba un reloj y una fragancia que fácilmente pude reconocer. era Adalberto.

No contuve las lágrimas, reíamos de gusto al reconocernos y decirnos lo mucho que habíamos envejecido. A diferencia de los días anteriores, pude ver con mucha claridad. Ví con detalle cada cana, cada arruga, cada peca de su rostro y manos; la camisa blanca tan perfectamente planchada, el brillo de sus ojos igual al de la noche en que nos conocimos. No me importó parecer atrevida al decirle que lo había esperado desde aquel día. Cerré los ojos al acercarme temblando de emoción a su rostro, nuestras respiraciones se detuvieron un poco y, al fin, nuestros labios se unieron en un instante que guardaría en mi memoria, ya que, al abrir los ojos nuevamente, sólo ví oscuridad. Me di cuenta entonces que mi sentido de la vista me había abandonado por completo y para siempre.