Hoy me desperté con la seguridad que después de veintiuna gélidas primaveras y otros tantos inviernos atómicos, te volvería a encontrar. Por lo que volví a mirarme una vez más vez en el espejo; estoy más vieja, igual de enamorada y mucho más estupida.
Le he mandado un mensaje a mi mejor amiga: “regresó ya sabes quién… por favor detenme” trató de hacer que no pongo mucha atención a mi vestimenta, aunque hace años que sé muy bien lo que me iba a poner hoy. Tomo mi mejor bolsa pirata, en donde meto mi original revólver, me pinto detenidamente los labios mientras dibujo besos en el aire, y salgo entaconada, desesperada, encabronada y muy feliz a tu encuentro.
Por obligación y costumbre saludé a cada gato del barrio. Son cuatro michis callejeros, me deleitaba rascar sus barbillas. Las caricias de mis dedos derretían a los felinos, dejándolos a mi merced, como yo hace un buen tiempo con sus besos y mordidas.
Mi cita tenía hora pactada y la desesperada de yo, salía de casa tres horas antes, por hacer mal las cuentas. Decidí caminar para matar el tiempo, no perdía el estilo al dar unos pasos. La mañana de diciembre me refrescó el humor, enfrió mis ganas de matarlo a besos. El revólver seguía en la bolsa, lo tuve que palmar y sentirme en equilibrio con el universo, cargado con proyectiles, al igual que mi corazón, listos para disparar a la primera cara bonita que se cruzara en mi camino. Estaba loca de amor.
Fue entonces cuando recibí la llamada, mi celular vibró insistente, no quise contestar, sólo pensaba en mi próximo encuentro con él, en sus dedos enredándose en mi cabello, en sus labios finos, en su barbilla áspera y su piel recién rasurada luciendo ese tono verduzco típico en él, definitivamente, estaba loca de amor.
El teléfono insistía, y yo lo imaginé ansioso al otro lado del auricular, atento al tono, esperando a que yo contestara; lo imaginé bello e impaciente, en la sala de su casa; lo imaginé con la respiración agitada y la pupila de sus ojos verdes dilatada, al momento de escuchar mi saludo. Sí, estaba loca de amor.
Por fin contesté, y no era él, en ese momento preferí que así hubiera sido, pero no, la vida no cumple caprichos, y no, no era él…
La voz gruesa y cansada, agrietada por los años de alcohol, gritos e insomnios, de Adolfo, vino a destejer la ilusión que tenía de que aquella llamada fuera de Winston.
–Hola, Aurelia, mucho sin saber de ti –dijo mi exesposo.
–Sí… mucho… escucha, Adolfo, justo estaba por salir, tengo una cita con alguien y ya voy tarde –respondí nerviosa.
–No te preocupes, no te entretengo. Es sólo que, como es 14 de Febrero, te llamé para recordarte la promesa que hicimos el día que firmamos el divorcio.
La noticia explotó en el terreno de mi memoria como una bomba arrojada desde lo más alto de los recuerdos de antaño.
–No lo recordaba… y, lo siento, Adolfo, no me será posible hoy… ni nunca. Yo estoy por comenzar una nueva vida junto a alguien más.
–Bueno… me muero por conocer a Winston –colgó el teléfono.
Adolfo sabía por dónde atacarme, su llamada telefónica había sido más una amenaza que un real interés en Winston… Antes, cuando la ilusión ocultaba la vileza, yo podía soportar sus maltratos, esos continuos golpes, a veces físicos, a veces mentales, con los que la pasión poco a poco se fue transformando en un pesar. Y después del divorcio sus ataques se basaron en alejar a las personas de mí, ya no me podía molestar, pero lo hacía con mis seres queridos. Él se seguía aferrando a ese confuso sentimiento; quizá los hijos, quizá las pertenencias, o simplemente la perturbación de presenciar que yo fuera libre cuando una vez fui algo que podía dominar y someter, eso que lo atormentaba y mantenía dominado por el disgusto de mi felicidad. Y entre que unas veces eres una puta y otras todo es culpa mía, Adolfo permanecía con esa confusión en la que un mismo objeto podría causar un gozo o un padecimiento.
Después, Winston había llegado a alumbrar lo poco que quedaba de esa Aurelia que en algún momento fui, y aunque los años ya habían hecho sus estragos y las malas experiencias me impedían disfrutar los placeres de forma plena, todavía podía sentir el deseo. Pero ya sin mucha ilusión, sólo con la esperanza que ese bienestar perdurara, que Adolfo nos dejara en paz algún día, y que el amor lo dejara de confundir con el paso del tiempo.
Winston era tierno, atento y muy alegre. Realmente era un hombre completamente diferente de quienes estaba acostumbrada a lidiar: desde el descerebrado de Carlos, el antipático de Julio, el canalla de Rodrígo y sobre todo, el patán de mi ex marido.
Quizá el corazón poco a poco se me iba endureciendo, quizá era más bien el miedo de volver a tropezar; pero los dulces mensajes de Winston todas las mañanas y su presencia cuando me recogía saliendo del trabajo me resultaban melosos, a veces, tediosos. Pero no podía quejarme, es decir, me sentía protegida a su lado, ya que su instrucción como guardaespaldas personal de un político escandaloso era basta. Por sobre todas las cosas juraba que nos protegería a los niños y a mí. Era casi hipnótico verlo jugar con ellos, sus sonrisas me transmitían una serenidad indescriptible; era amoroso con ellos y delicado conmigo, pero había algo que seguía latente, algo interno me decía que no podía confiar, que era estúpido de mi parte bajar la guardia.
Pasaban los meses, y alejada de mi círculo social gracias a Adolfo, mi único compañero y confidente era la figura de San Antonio del templo del barrio. A veces, después de la oficina, y si Winston no se presentaba para mi compañía, iba a platicar con la figura. Al principio me sentía como una loca, pero sentir que su piadosa mirada y sus delicadas manos me hacían sentir comprendida. Toda la vida me había postrado a sus pies para que me diera al hombre ideal, pero ésta vez le pedía una señal, un indicio para saber si al fin había llegado ese compañero.
Nunca tuve en concreto una señal. Quizá la señal era que no habría señal y confié en él. Seguía visitándolo, y cuando tuvimos que dar el siguiente paso Winston y yo, elegí el templo de mi preferencia. Con pocos invitados, el segundo gran día de mi vida había llegado. En el altar, Winston me esperaba con una sonrisa radiante, un traje que resaltaba su varonil figura y su celular en la mano. Caminando hacia él, volví la mirada a la figura de San Antonio. A modo de broma y casi de reproche, mentalmente le reclamé “¿Ves las cosas que me haces hacer?”.
Llegué al fin. Mi prometido hizo un movimiento para ofrecerme su brazo y su móvil cayó al suelo. A pesar del corsé de mi vestido, pude agacharme para recogerlo antes que él. Sin querer, la pantalla se prendió y vi una fotografía en el fondo que me hizo estremecer.
En ese instante tuve una avalancha de recuerdos, unos más amargos que otros, besos nunca dados, caricias aplastadas por rencores añejados, varios te quiero moribundos en la punta de la lengua, deseos carcomidos por el paso del tiempo; todo roto en alguna parte de mí misma, seguramente en esa zona prohibida de la que he mantenido alejada tantos años. Volví a ver los rostros de esos hombres a los que había amado, volví a sentirlos recorriéndome, seduciéndome; volví a esos amaneceres y a esas noches sin luna; volví a sentir dolor.
Mis ojos pasaron del móvil a Winston, casi sin percatarme de ello avance aún más hacia él, en un impulso reprimido por llevar mis manos directo a su cuello. Me sentí tan estúpida, tan endemoniadamente estúpida. Estoy segura que la expresión en mi rostro reflejaba mis instintos asesinos, lo sé por los murmullos que se alzaban por encima de las voces del coro y los violines; pero no me importó, todo se había ido al infierno.
–¿Aurelia? –me preguntó sujetándome por los hombros
Renovados instintos asesinos
–¡Aurelia! ¡Por Dios, Aurelia! –dijo Winston en un grito ahogado
Él sabe cómo odio que me sujeten
–Por poco y no te reconozco.
Ni siquiera ha pasado tanto
–¡Aurelia! Dime, ¿Cómo has estado?
Contesta tú.
Doy un paso hacia atrás y me decido a hablar
–Excelente, ¿Por qué lo preguntas?
–Siendo sincero, por educación, después de largarte tanto tiempo apareces de esta forma…
–¿Yo? Tú fuiste el que me abandonó.
–¡Estás loca! Yo no fui quien armó las maletas y salió corriendo mientras el otro dormía.
–La presencia física no es importante si en realidad no estás con alguien.
–Si ya no querías estar conmigo, lo hubieras dicho.
–¡Me refiero a tí!
Los murmullos y la música paran. No debí gritar así.
–Perdona, pero sigo desconcertado.
–¿Desconcertado?
Él parece mirar al vacío con los ojos entornados. Es de esos momentos en que quisiera poder meterme como bisturí en los pliegues de su cerebro y averiguar qué rayos piensa o en quién piensa.
–Bueno, me dio gusto saludarte –me dice de repente con un gesto de despedida.
–A mí también –le respondo fingiendo indiferencia.
Doy vuelta para seguir mi camino. Me sentía asustada, pero ya no. ¿Qué? ¡Qué diablos? ¿Por qué comienzan a tocar esa canción que era nuestra canción? El corazón es como un asiento de autobús lleno: siempre hay algo que lo ocupa. Ahora, por ejemplo, que mi susto se levantó llega un nudo a sentarse y apretarme la garganta.
–¡Aurelia!
–¿Sí? –me vuelvo al responderle.
–¿Nos tomamos un café?
–Claro.
–¿Cómo es posible que una jodida canción y un café hubieran sido el anzuelo que nos hizo volver a hablar por tanto tiempo? –pensé en ese momento.
Ordenamos lo mismo de siempre, café late con doble shot de expreso y sin azúcar. Después de todo, el tiempo pasa sin remordimiento, pero nuestros gustos, nuestra esencia se hace añeja junto con nuestro cuerpo.
En el fondo seguía sonando All of me. La canción que dijimos alguna vez que sería la canción que bailaríamos el día de nuestra boda. Bromeábamos incluso con que tendríamos el dinero suficiente para invitar al mismísimo John Legend para que cantara y tocara en vivo. Y ahora, sin boda, con una relación inconsistente y complicada de explicar. Eso, eso me preguntaba… “¿Por qué estábamos tomando ese café juntos? ¿Y por qué estábamos nerviosos?” Supe que él también lo estaba porque hacía lo que siempre hace cuando lo está; tomar la servilleta de papel y hacer pequeños rollitos que va dejando de lado. Aunque siga hablando, siempre termina con una montaña de rollitos de papel. No nos dimos cuenta que la canción había cambiado hacía un buen rato, estábamos realmente poniendo atención a la plática del otro. Y, como si fuera la primera vez que nos veíamos, como en etapa de enamoramiento, la conversación fluía, nos reíamos como bobos de cualquier cosa, nos sudaban las manos…
De pronto, estuvimos en silencio por unos minutos, pero no era de esos silencios vacíos y obligados cuando no existe más tema de conversación o no hay química, sino un silencio contemplativo. Había recordado que el silencio sólo se disfruta cuando la compañía es lo suficientemente buena que no sea necesario abrir la boca. Extrañaba ese silencio.
Entonces sucedió. El aproximó su rostro al mío y me estrellé en sus labios dulces e invasivos de mi boca. Comencé a llorar, mi corazón palpitaba al unísono del suyo, pude sentirlo pecho a pecho. Luego, él se levantó de la silla. Se hincó. Sacó un pequeño estuche de la bolsa derecha de su pantalón. Luego, de inmediato, detrás de mí salieron cinco hombres enfundados en trajes de mariachi. Él, me tomó de la mano derecha. Sacó un anillo de aquél estuche.
–¿Quieres casarte conmigo?
–…ah… ¿cómo?
–Pasar en resto de tus días conmigo; descubrir el camino que dejan las arrugas en la piel a mi lado hasta quedarnos todos viejitos pero amándonos así.
–Ah.. –Me quedé sin palabras. No pude más, dejé al ritmo de mi corazón seguir escribiendo aquella melodía de compases entre él y yo –Sí –respondí.
Mi mente parecía que se había quedado en blanco por un momento, lo que estaba sucediendo era tan irreal, tantos problemas en nuestra relación, que sentir el anillo con un diamante, era como un sueño, uno a los que no estaba acostumbrada.
Los sueños que tenía, podrían decirse que eran demasiado realistas, incluso en ellos yo salía perdiendo, en la mayoría me quedaba viendo como otros eran felices y yo resultaba humillada, herida o peor, era quien siempre estaba sola.
En ese momento, la música del mariachi seguía inundando mis oídos, lo veía delante de mí con ojos iluminados y no lo podía creer, mi corazón palpitaba tan rápido que prácticamente cubría el sonido de la canción El milagro de tus ojos, una sonrisa iluminó mi cara, estaba tan acostumbrada a las cosas malas que me hacían pensar que no era merecedora de algo bueno.
Tal vez, por esta misma razón no desaté mi imaginación, para idealizar una boda y una vida junto al hombre al que había amado tanto y por quien había soportado y luchado incansablemente, ¿sería que el destino tenía preparado un final feliz también a mí?
–¿Y bien?.. ¿Aceptas? –escuché a lo lejos las palabras que me sacaron de mi estupor.
Para entonces la gente alrededor dejaba lo que fuera que estaba haciendo y se volteaban a mirarnos. Sentía sobre de mí las miradas de todos ellos, y una ola de nerviosismo invadió mi ser. «¡Sí!» Quería gritar. «¡Claro que sí!». Pero las palabras no se decidían a abandonar mi garganta, parecía que todo se movía más rápido de lo normal, el mundo comenzaba a girar y no podía hacer nada para detenerlo ni para evitar que las luces se vieran cada vez más oscuras, hasta convertirse en la noche eterna.
Cuando abrí los ojos no reconocí donde había despertado, las imágenes eran borrosas, lento al principio distinguí algunas caras y rostros desconocidos, me encontraba en el suelo y la gente me lanzaba aire con pañuelos y me preguntaba si me “encontraba bien”. Cuando por fin vi su rostro recordé donde me encontraba y que había ocurrido. «¡Sí!» grité y me abalancé sobre él con todas las fuerzas que pude conseguir. «¡Por siempre sí!» decía mientras las lágrimas escapaban por mis ojos. Escuche aplausos y vítores, mientras permanecíamos abrazados en el suelo. Y al menos por ese breve momento, cualquier otra cosa que ocurría en el mundo, carecía de toda importancia.