Celos al pastor

celos al pastor

Por Mario Lozano

Siempre me ha gustado cenar en taquerías para aliviar el apetito que me asalta de noche. Aquí sentado, muy solo, recuerdo a Juanita y echo de menos sus ojos verdes como el cilantro y sus dientes blancos como la cebolla picada.

  Con su  temperamento fuerte como el condimento de achiote, ella nunca comprendió mi pasión por los tacos al pastor. Y era más celosa que aquellos que guardan sus secretos culinarios para preparar un buen adobo. Mas yo la quería tanto, que sus besos me sabían a tortillitas taqueras recién salidas del comal.

  Juanita decía que yo era un glotón perezoso, preocupado más por los tacos que por ella. Le enfurruñaba que llegara tarde por culpa de mis antojos nocturnos. Y es que, camino a su casa, me quedaban de paso varias taquerías, de esas que son como pruebas que Dios le pone a uno. Esos olores me jalaban y esas piñas encaramadas en los trompos de carne adobada me hacían ojitos. Luego las piñas soltaban sus jugos agridulces que escurrían sensuales sobre las curvas de la carne suavizada, esa carne de cerdo envuelta en un delicioso tono rojo enchilado, que giraba con delicada lentitud, custodiada por suculentos trozos de cebolla frita. Al más ligero roce del cuchillo caían prestos los cachitos de carne, entregados al cálido abrazo de una tortilla, a las caricias esparcidas del cilantro y de la cebolla y al baño tibio de las salsas verde, roja o ranchera, listas para aderezar y dar un toque picante al acto amoroso de comer un taco.

  Como la carne es débil, y la mía más, pedía una orden. Y luego otra. Comía mis tacos feliz y lloroso temiendo a la furia siniestra de mi Juanita. Ella con su paladar exquisito que odiaba mis tacos y yo con mi paladar de barrio pobre. Ella guardando la línea y yo ensanchando la redondez de mis lonjas. La última vez llegué tan tarde que tiró las flores al suelo y me gritó que me largara con todo y mi aliento cebollero.

  Mastico el segundo taco de la noche y vuelvo la vista a la ventana de la taquería. Al otro lado sopla un vientecillo frío. Una tenue, pero insistente llovizna golpetea las banquetas. Pequeños charcos, ojos del suelo, brillan temblorosos entre la oscuridad. Las personas van y vienen, bien abrigadas. Doy un trago a mi refresco de cola y eructo un vapor avainillado y dulzón que sale por mi nariz humedeciendo mis ojos. Un chirrido metálico de sillas que se recorren llama mi atención. En la mesa de al lado una pareja joven acaba de llegar. Ella coloca su bolso y su suéter en una silla y se sienta en otra. Él toma asiento a un lado de ella, muy cerca, acodado en la mesa, con las manos juntas y los dedos cruzados. Como hablan efusivos, es inevitable escucharlos.

Mientras el mesero les toma la orden, ellos ríen y entrelazan sus manos sobre la mesa, como si se volvieran una sola persona, una sola intención, en el ritual mexicano de pedir unos tacos.Están hambrientos, pues él pide diez. Dicen que toda dama que pida cinco o más debería prestar su servicio militar. Esta va para generala, porque pide siete.

– Me gusta que uses esa loción –dice ella, mientras recuesta la cabeza en el hombro de él, cierra los ojos sonrientes y suspira.

–Y a mí me gustas toda tú –replica el muchacho,al tiempo que la besa en la mejilla.

  Como no suelo ser chismoso y a los solitarios nos choca la cursilería ajena, trato de concentrarme en mis tacos. En lo bien que se llevan la carne adobada al pastor, el limón y el guacamole; se llevan tan bien como esa pareja empalagosa. ¿Por qué Juanita no fue más comprensiva conmigo? ¡Si viera cuánto la extraño!

  Justo empiezan a dar sus primeros bocados los tortolitos cuando suena un timbre de celular, de esos de whatsapp. Ella saca de su bolsa un aparato móvil y comienza  a revisar.

– ¿Quién es? –pregunta el muchacho.

– Es una amiga que me manda saludos –dice ella.

– ¿Me dejas ver, por favor? –pide él, al tiempo que estira la mano abierta hacia ella.

– ¿Para qué quieres ver? –responde la chica.

– Quiero leer el saludo de tu amiga.

– No es nada importante.

–  Pero quiero verlo. ¿Me prestas tu celular, por favor, mi amor?

– ¡Ay! Es que… no quiero prestártelo –dice ella titubeante.

– ¿Es él, verdad? –pregunta su chico, alzando la voz.

  Y los dos dejan de comer, viéndose uno al otro con miradas desenvainadas, envueltos en un silencio tenso. Aquella atmósfera romántica y distendida se torna en una nube oscura y asfixiante.

  –Ya te dije que sólo es un amigo–dice ella.

– Ajá, sí. Muy amigo, ¿verdad? –contesta él airado.

–Me lleva al trabajo porque mi casa le queda de paso, nada más.

–¡Y te escribe mensajitos de amor y te da flores! ¿Crees que soy pendejo? –al decir esto da un puñetazo a la mesa que nos asusta a varios en la taquería y se levanta de la silla–. ¡Estoy harto de que me quieras hacer pendejo! ¡Estoy harto!

  El muchacho camina hacia la caja despachadora a pagar la cena, la muchacha lo sigue, le dice algo y lo jala de la chamarra como queriendo disuadirlo de salir, en lo que parece un naufragio amoroso inminente.

  Él se retira deprisa entre la lluvia. Ella recoge su bolso y su suéter y va tras él. Los clientes parecemos una manada de suricatos bobos y temerosos, obligados a cenarnos todito el espectáculo de la pareja en fuga. Yo estaba por terminar mi último taco cuando noto los que ellos han dejado.Son muchos. Parecen calientes todavía, con su cebollita, cilantro y salsa de tomate verde.

– Joven, ¿me da la cuenta, por favor?

– Sí, señor, permítame.

– Disculpe. ¿Esos tacos están pagados?

–Así es, señor, pero ya se fueron los que se los iban a cenar.

– ¿Y me los puede preparar para llevar?

–Creo que sí. Permítame preguntarle al gerente.

  Al poco tiempo regresa el mesero, envuelve los tacos en papel aluminio e introduce la envoltura en una bolsa de plástico que me entrega. La bolsa exuda vapores con un aroma encebollado que me hace agua la boca. Salgo de la taquería con mi botín y camino hacia la banca de una parada de camión techada que se encuentra en la misma manzana. Me siento a contemplar el chipichipi de la llovizna, continúo mi cena y pienso en Juanita. Yo la amaba de verdad y ella me dejó por celosa. Esos muchachos se habían ido, dejando atrás su amor y sus tacos, también por culpa de los celos. Los malditos celos destruyen el amor. ¡Qué sabrosos tacos!

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