
Por Nicte G. Yuen.
Aquella mañana el libro simplemente estaba ahí, al pie de la ventana; justo donde un trozo de sol iluminaba el título. Sus letras demasiado barrocas encima de una textura aterciopelada, lanzaban destellos dorados, destellos que parecían filtrarse al centro mismo de las pupilas de una niña.
Las manos de la pequeña, temblorosas, rodearon los bordes del libro; acariciaron el dorado de las letras, las palabras contenidas en aquel título. Lo abrieron. Su corazón de ocho años latía desbocado, lo hacia al tiempo que recorría con su mirada las primeras líneas, el primer párrafo, la primera hoja, el primer capítulo.
Sonreía, así como estaba, medio hincada sobre los personajes de aquella historia. El libro, repleto de sabanas africanas, tundras siberianas, selvas tropicales y oscuros desiertos, le susurraba; como si quisiera que nadie, excepto ella misma, escuchara. Fue entonces que se quedó dormida junto a la orilla de un río, el mismo río donde el corcel bebía agua, donde las primeras estrellas estaban reapareciendo como lo hacían cada noches desde hacia milenios.
La voz de una flauta despertó a la niña. La sintió lejana, porque no sabía de donde provenía, si del centro mismo de su sueño, o si nacía más allá de los límites de la ventana de su habitación. No lo sabía, la procedencia de aquella música; sin embargo le agradaba, especialmente porque llenaba de calidez su corazón.
Abrió los ojos, el libro estaba junto a ella, abiertas sus hojas justo a la orilla del río, donde el corcel bebía agua y las primeras estrellas reaparecían. La pequeña le acarició sus bordes, suaves por su textura aterciopelada. La voz de la flauta comenzó a intensificarse apenas tomó el libro entre sus manos, lo miró y remiró con extrañeza, las notas musicales brotaban de entre la maleza. Ahí había alguien oculto, tan cerca del río, del corcel, de las primeras estrellas.
Ella comenzó a danzar al ritmo de la flauta, haciendo girar muy cerca de su pecho, las páginas del libro. Giraba canturreando una canción de cuna, la única que recordaba con precisión, la única que mamá le cantaba cuando no lograba dormirse. Y las páginas también quisieron danzar. Una a una fueron separándose del lomo del libro, al cual estaba sujetas. Saltaron, flotaron, subieron, bajaron, giraron, danzaron al compás de la niña alrededor de los muebles de su habitación.
Entre las paredes, los rincones y el techo respiraban las sabanas africanas, las tundras siberianas, las selvas tropicales y los oscuros desiertos; la pequeña en medio de aquella danza, se movía entre elefantes, tigres, osos pardos, rinocerontes, jirafas, chimpancés, serpientes, cocodrilos; y claro, se movía sobre el corcel de negro pelaje, bajo la bóveda celeste invadida de constelaciones.
Un viento perezoso, de esos de quieren quedarse en ningún lado, comenzó a molestar al viejo abeto que desde hacia años habitaba el jardín trasero. Le cosquilleaba las ramas superiores haciéndolo torcerse de la risa que le provocaba, le cosquilleaba las raíces que alcanzaban a asomar entre el pasto recién regado, le cosquilleaba en fin sin darle tregua.
La pequeña, quien alcanzó a escuchar la risa del viejo abeto, asomó sus pupilas repletas de palabras, frases e historias, por la única ventana de su habitación. Permaneció ahí, observando al viento perezoso, montada sobre el corcel de negro pelaje, escuchando la voz de la flauta, sintiendo las frías temperaturas de las tundras siberianas.
Guardando el libro bajo el brazo, salió de su habitación, corriendo a través de las escaleras y los pasillos, apresurándose para alcanzar los cosquilleos del viento y el abeto; junto a ella, los elefantes, los tigres, osos pardos, rinocerontes, jirafas, chimpancés, serpientes, cocodrilos, y el corcel negro, descendían también, hasta alcanzar el patio trasero y la última hora de luz vespertina.
Colocó el libro sobre las raíces del abeto, luego se sentó ella, recargada contra el tronco, con el sol a sus espaldas. Lo abrió una vez más, entristecida al percatarse de las pocas páginas que faltaban para llegar al final. El río, el corcel, las estrellas, el flautista oculto entre la maleza, el capítulo definitorio, el atardecer pintando de violeta las nubes.