Por Marisol Ruíz.
Cleopatra, era una muñeca de trapo con dos trenzas rubias hechas de estambre, unos ojos grandes y ovalados color almendra pintados sobre su rostro; una nariz pequeña y unos labios delgados con una ligera curva que formaba una sonrisa discreta. Julia, la llamaba Cleo de cariño.
Cuando Julia tenía tres años, Cleo, se había convertido en su mejor amiga; fue un regalo de su madre el último cumpleaños que pasaron juntas; abrazar a la muñeca de trapo con vestido de flores color de rosa era para ella una manera de extrañar menos a su madre.
Un día, al despertar Julia, escuchó un sollozo en la habitación de sus padres, la pequeña bajó de su cama, tomó a Cleo y caminaron juntas hasta la puerta del cuarto; su madre no estaba y su padre se hallaba sentado en la orilla de la cama, sostenía una carta con la mano derecha y con la izquierda un trozo de papel con el que se tapaba la boca, como si tratara de sostener las palabras para que no escaparan.
Cuando el padre advirtió la presencia de niña, se limpió las lágrimas de prisa y guardó la carta en el bolsillo.
—¿Dónde está mami? —Preguntó mientras exploraba la habitación, algunos cajones de ropa se encontraban abiertos y desordenados.
—Fue a trabajar, pronto va a volver.
Julia no entendía por qué su padre lloraba si su mamá volvería pronto, ella no era una niña llorona, no había llorado la última vez que la llevaron al doctor y la inyectaron para curarle la tos.
Desde entonces, la pequeña preguntaba por su madre todos los días, sobre todo por las noches; algunas veces sí lloraba, otras no. La respuesta de su padre era siempre la misma.
—Fue a trabajar, pronto va a volver para jugar contigo y con Cleo.
El padre, Julia y Cleo, se hicieron muy buenos amigos; jugaban a la comidita, tomaban té juntos y salían al parque en familia.
En una ocasión, Cleo sufrió una lesión mientras Julia jugaba con ella en el parque, se acercó un cachorro juguetón que tuvo la osadía de mordisquear la piernita de la muñeca provocando una herida que dejaba al descubierto el blancuzco relleno de la piel de trapo.
Julia lloró toda la tarde, lamentaba la herida de Cleo. Su padre consolaba a la pequeña y colocaba fomentos a la muñeca para que no le doliera.
—Va estar bien, ya le pondré un parche para que sane, anda, ya no llores con esas lágrimas de cocodrilo. —Le decía su padre mientras le secaba las lagrimitas que escurrían por sus rosados cachetes.
Julia, se divertía mucho con su padre, pero seguía preguntándose cuando volvería mamá de trabajar, no entendía por qué las mamás y papás de sus amiguitos regresaban pronto de sus trabajos y su mamá no.
Los fines de semana, cuando visitaban al abuelo, Julia se ponía a jugar cerca de ellos para escuchar la plática de los adultos; tomaba uno de los libros viejos del estante de su abuelo y se sentaba en el suelo a leerle cuentos a Cleo. Aunque para entonces ya había cumplido cinco años, y conocía algunas letras, no sabía leer todavía, pero le gustaba engañar a los adultos y cuando escuchaba que hablaban de su madre, bajaba la voz y ponía especial atención, intentaba entender por qué tardaba tanto en regresar.
—¿Has tenido noticias de aquella? —preguntaba el abuelo a su padre.
—Nada papá, y no quiero hablar de eso.
Habían pasado cinco años desde que la madre se había ido de casa; su padre quiso darle una sorpresa a la niña para su cumpleaños número ocho, y sabiendo lo importante que Cleo era para ella, tomó la muñeca que ya se encontraba llena de polvo sobre una repisa, con las trenzas desprolijas y el color opaco de las flores del vestidito; la metió a la lavadora para dejarla como nueva. Le había mandado a hacer otro vestido y unas zapatillas nuevas, pensaba entregarle una muñeca reformada esa misma tarde.
Cuando Julia regresó de la escuela, encontró a su padre sentado en el sofá con semblante corroído; a su lado, se encontraban los restos deshilachados de la muñeca. Cleo, no había sobrevivido el proceso de lavado y no pudo estrenar su nueva vestimenta.
Julia, se encogió de hombros y siguió su camino hacia su habitación, no le habían conmovido los trágicos hechos sucedidos a la que fue su mejor amiga durante varios años.
El día en que Cleopatra murió, Julia había entendido que la muñeca ya no era su preferida; de la misma manera que entendió que su madre ya no volvería de trabajar.