Diabluras del abuelo

Diabluras del abuelo
Por Maggo Rodríguez .

El abuelo Sixto era todo un caso. A mis primos y a mí nos llevaba cada verano al monte para darnos lecciones de vida y “hacernos más hombres”. Una vez Raúl quemó por accidente una pequeña choza que el abuelo había construido, y lo hizo cargar él solo la leña para toda la noche que acamparíamos para que “aprendiera el valor de cada rama”.

Siempre hacía diabluras, pero yo era el único que se salvaba, tal vez porque sentía una irrenunciable ternura hacia mí al tener presente que mi padre murió cuando yo era apenas un crío; por lo cual siempre vio por mi madre y por mí. Me enseñó cosas de hombres, desde cómo ser un experto cazador oculto en los pastizales, hasta a tratar con la gente de la falsa sociedad.

Pasados los años, todos mis primos se casaban, menos yo. Podía notar cierta molestia en el abuelo al ver que hasta Matías, el menor de sus nietos, había contraído nupcias con Teresa… y yo, pues yo no cachaba ni un resfriado. No puedo olvidar los comentarios del abuelo ebrio que cuestionaban mi hombría delante de sus amigos o de cualquiera que compartiera copa con él.

Un día el caballo del abuelo Sixto escapó. No era cualquier animal, era uno de esos cuacos finos ¡Y Dios guarde la hora en que alguien montara a “el Prieto” sin el consentimiento del abuelo!, sencillamente éste perdía la cabeza. Por más que lo busqué no lo encontré en el pueblo ni en los alrededores; nadie lo había visto y ya me empezaba a desesperar, pues era mi deber ir por el animal, no porque alguien me lo hubiese ordenado, sino porque “el Prieto” era todo para el hombre que hasta el nombre me dio, era mi oportunidad de demostrarle un poco de gratitud.

Muy decidido, tomé a la Yuya –yegua de mi madre- y preguntando de pueblo en pueblo fue que me alejé de mi hogar hasta llegar a los lugares cerca del mar. Cuestionando si habían visto aquel corcel con una enorme trenza en la cola, me topé con un señor de nombre Juan, quien me dijo que él lo había visto, que de hecho lo tenía lo había amarrado en su propiedad. Suspicaz, lo seguí hasta donde según él estaba el caballo del abuelo, no sin antes notar que las arpías del pueblo me miraban con curiosidad. Llegamos hasta las puertas de caoba de una hacienda y de inmediato supe que don Juan era un señor de aquellos muy acomodados, pues tenía un gato negro muy gordo que salió de entre los arbustos tan pronto abrimos el pesado portón. Al final de un caminito de piedras vi a “el Prieto”, que estaba siendo montado por la muchacha más hermosa que jamás conocí.

No debo explicar qué pasó después, ya que mi amada esposa ahora es dueña de aquel negro corcel. Ésta fue la historia de cómo el abuelo me hizo una de sus jugarretas, al soltar a propósito a su caballo y entregárselo al buen amigo que se lo había regalado, no como una injuria, sino como un regalo de bodas para sus nietos, aquellos a los que no podían casar.