Por Literoblastos.
Maldigo el momento en el que levanté la bocina de ese teléfono rojo; debí haber escuchado a Lorena, mi amiga.
—No contestes, es un teléfono público, no debería sonar —sugirió.
Hoy sé que la curiosidad que en ese momento me invadió, me ha costado todas estas heridas en mi cuerpo, visitas constantes al psiquiatra, cientos de medicamentos; pero yo sé que no estoy loco.
Era un 31 de octubre, la calle estaba escueta, los últimos vendedores ambulantes levantaban sus puestos de las calles del centro histórico. Lorena y yo, sentados en una banca, hablábamos del reportaje que acabamos de realizar sobre las leyendas del enigmático panteón de Belén, habíamos obtenido material seductor para el artículo especial del mes en nuestro blog.
A pesar de que no era temporal de lluvias, el cielo se empezó a tornar gris con bastante rapidez, como si el cielo tuviera prisa por anochecer, miré el reloj, las 3:33 de la tarde, tampoco era momento para que el sol se ocultara. Comencé a guardar las notas en la mochila, pues el viento amenazaba con hacer volar todo lo que encontrara a su alcance.
—Es mejor que nos vayamos —le dije a Lorena.
Nos levantamos de la banca, y mientras me colocaba la mochila en la espalda el teléfono público que se encontraba a un par de metros de nosotros, sonó. Nos miramos frunciendo el ceño y encogiendo los hombros, no había nadie más alrededor, sólo nosotros y el viento inquieto que golpeaba desprolijo las puertas de los locales del centro y despeinaba el largo cabello de Lorena.
Caminé hacia la caseta y levanté la bocina de aquel teléfono rojo.
—¿Aló? —pregunté a mi interlocutor.
—¡Sabía que atenderías! Bueno sí lo vieras desde mi óptica, sabrías que así debía suceder.
Aquella voz me resultó muy familiar, el tono, el hincapié en las sílabas acentuadas, incluso la pausa alargada entre una frase y otra, hablaba como yo lo había hecho, siempre.
—¿Lorena? ¿Está frente a ti? —dijo aquella persona, al otro lado de la línea.
—Sí… ¿Pero, quién habla? —repliqué.
—¿Sabes algo? Extraño mucho a Lorena, su mirada, su cabello al garete, sus manos…
—¡Pero qué…!
—¡Cálmate Santiago, por el amor de dios! Esto te va a parecer extraño, pero no des cabida al temor, tengo un mensaje importante para ti, desde el mañana… Desde muy adelante en el tiempo, desde tu propio futuro…
Comencé a temblar fuera de control, mientras miraba las nubes cargadas de lluvia en el horizonte. Por un momento me quedé con la mente en blanco, sin tener control de mi propio cuerpo, casi sin respirar. ¿Futuro? ¿Mi propio futuro? Fue entonces, con estos pensamientos clavados en mi cabeza, que quise retroceder, dar media vuelta y salir huyendo de todo cuanto era. Sin embargo, tras jalar aire, respondí.
—¿Quién eres tú? ¡Con un demonio, háblame claro! ¿Qué quieres de mí?
Lorena tomó mi mano izquierda entre las suyas ,al darse cuenta que estaba temblando, mientras sostenía el teléfono. Luego apretó con fuerza, como lo hacía siempre que yo necesitaba un poco de calma.
—¡Escúchame!
Silencio, prolongado y tembloroso.
—¿Me escuchas? ¿No me reconoces? ¡Por Dios, Santiago! ¡Escúchame desde el fondo de todo cuanto eres!
Cerré los ojos al darme cuenta en qué situación estaba involucrándome…
Al abrir mis ojos, pareciera que Lorena se escurría con la lluvia, lo único que seguía retumbando en mis oídos como truenos, era la dirección que escuché por teléfono “Galimatías #2834” y así repetí la calle y el número hasta el cansancio, por un rato solté la dirección en mi mente y fue a esconderse en bosques quejumbrosos de los que antemano sabía que me costaría entrar por ella, ese instante lo aproveché para buscar a Lorena, que pareció entender que la estaba buscando con la mirada, se quitó mi sombra que traía puesta como abrigo y me la entregó mojada y titiritando de frío; Lorena extraña, de sonrisa transparente, se perdió una vez más; espero que por su propio bien, sea para siempre.
Ahora nada me impedía ir aquel encuentro, para mi sorpresa, regresé sin problemas al oscuro bosque de mis pensamientos, y encontré la dirección temerosa y acorralada, “Galimatías #2834”. Ya no hay nada que me impida encontrarme con ella: alada, eterna siempre viva, pero a la vez muerta; busco un taxi desesperadamente, voy a encontrarme con la Santa Muerte.
—¡Señor! Que no se le olvide su maletín… —Declara una desconocida voz tras de mí.
—¿Qué?… —Volteo, para ver un taxi. El conductor, un hombre corpulento de mal olor me extiende un viejo maletín de piel a través de la ventana. No sé cómo llegué aquí, no recuerdo haber tomado un taxi. La fría lluvia parece tener la intención de congelar hasta mis huesos, me es difícil orientarme en la oscura noche sin estrellas, tan sólo un pequeño faro ilumina la calle.
Tomo rápido el maletín y al tiempo que el vehículo arranca dejándome atrás, trato de buscar un refugio al lado del faro, el cual resulta ser muy pobre remedio «¡Maldición!» Hacía tiempo que no me pasaba esto «No hoy ¡Precisamente hoy no, por favor!».
Decido revisar el maletín, en su interior, yacen algunos artículos, entre los que sobresalen algunos papeles, una antigua navaja de afeitar, un bote de pastillas sin etiquetas, y un arma de fuego. Introduzco la mano y al instante el tacto me provoca escalofríos y serena mi alma a la vez.
Al levantar la mirada, puedo verla, su figura suave contrasta con la escena lluviosa, pareciera que Lorena disfruta la lluvia, realizando un delicado baile ella da pequeños pasos mientras se desliza entre los barrotes de un portón. Miro con detenimiento el letrero que está expuesto entre la herrería, “Galimatías #2834”. Y de lo más profundo de mi mente una voz formada por neblina me confirma que he llegado.
Nada me cubre este farol, no temo un resfriado pero no soporto el peso de la ropa cuando, por alguna desagradable situación, se empapan del agua de la temporada. De la solapa de mi sombrero escurre un pequeño hilo de lluvia que alcanza a mojar mi rostro al alzar un poco la mirada. A veces pienso que cosas como la piedad, el perdón o la salvación los puedes encontrar más cerca de lo que crees, no en edificios o charlatanes que presumen su divinidad y lo compruebo una vez más sacando de mi bolsillo mi salvación.
Un pañuelo escarlata con una gran letra “L” bordada con hilos dorados, tan elegantes, tan delicados. Seco mi mejilla y no puedo evitar llevarme la prenda poco a poco hacia los labios. Un roce alerta mis fosas nasales al tiempo que mis labios abren paso a mis dientes. Aún hay rastro de esa sangre tan dulce. “Escarlata, para que nadie lo note” así me dijo Lorena cuando me obsequió la prenda.
No puedo evitar mordisquear un poco el pañuelo. Busco algo en él, sabores y texturas que antaño disfrutábamos sin remordimiento: La carne tierna, el latir de un corazón y los borbotones de vida roja que brotaban de gente, incluso con el pequeño pinchazo de un alfiler. Hace tanto tiempo de eso. Estrecho el trapo contra mi boca, cierro los ojos y los labios tan fuerte que por un instante olvido mi propósito bajo la lluvia. Voy a entrar.
Atravieso el umbral sin problemas y eso alerta mis sentidos, yo sabía que habría obstáculos, algo no va bien, trato de vislumbrar el interior, pero la oscuridad reina en el sitio, pongo pie dentro del edificio, una sensación fría sube hasta la parte baja de mi cabeza, un ligero temor se apodera de mí, aunque después sonrío, más deberían temer aquellos que estén ocultos allí.
Doy varios pasos, espero unos segundos para que mis ojos se acostumbren a las penumbras, comienzo a ver las sombras de los muebles, bajo los párpados, logro escuchar respiraciones, que provienen de la planta alta. Quisiera reír, cualquier artimaña que usaron para protegerse no les funcionará, aunque todavía no lo saben, probablemente creen estar seguros, yo sé que no es así.
Me dirijo a las escaleras y subo haciendo sonar cada paso, con la satisfacción de que los habitantes, con tan sólo escucharlos, se pondrán a temblar. “¡Pobres ilusos!” pienso, a medida de que voy subiendo más escalones, llego a un remanso y con parsimonía sigo hasta llegar al piso, donde mi olfato me confirma que están escondidos. Una gran sonrisa se dibuja en mi cara, apenas iluminada por el resplandor intermitente de los rayos provocados por la lluvia. Sujeto el pañuelo dado por Lorena, lo doblo cuidadosamente y lo guardo, con la intención de dejar mis manos libres, en caso de ser necesario.
Olfateo de nueva cuenta y camino hasta llegar a la habitación del fondo, la puerta está cerrada, como si eso fuera a detenerme, sonrío nuevamente, alargo mi mano hasta tocar el pomo, y de repente siento como si mil voltios recorrieran mi cuerpo, la descarga me ha hecho caer de hinojos, pero no me ha derrumbado, mis ojos se encienden, pagarán caro su osadía.
La descarga me hace permanecer en cuclillas unos segundos, siento el temblor en mis manos y la furia da vueltas en mis sienes, mis piernas se endurecen, preparándose para el siguiente movimiento. Tomo aire y al exhalarlo dejo salir una gran carcajada, suficiente para erizarle la piel a cualquiera que haya preparado esta trampa. Visualizo una pequeña ventana sobre la perilla infernal. Con lo que haré ahora deseará jamás haberme provocado.
Regreso una de mis manos al bolsillo en donde descansa el pañuelo que Lorena me dio sin saber con exactitud qué uso le daría. Sin mucho meditarlo, rodeo con él mi puño cerrado y a continuación, la energía proporcionada al sumarse a la adrenalina que llevo dentro se dispara a cada una de mis extremidades y me hace pegar un puñetazo al cristal, que cede con facilidad, cayéndose a pedazos ante mi avance junto con algunos trozos de madera vieja.
“La gente debería buscar mejores materiales para sus hogares, a mi me gustan los retos, pero me la ponen demasiado fácil” —pienso con ironía.
Busco a tientas el pomo desde adentro mientras mis oídos se deleitan con la dulce melodía de gritos y sollozos combinados con voces que intentan consolarlos. Retiro el seguro y abro la puerta con la mayor lentitud que puedo, conteniendo mis emociones. Entre más larga la agonía, más delicioso es terminar con ella.
Los obstáculos quedaron atrás. Los he encontrado.
Pero al entrar a la sala, descubro el cuerpo de Lorena tirado en el suelo, con los ojos abiertos, cinco trozos de vidrio ensartados en el vientre; su cuerpo dibujaba una esvástica sobre la alfombra color caqui, frente a ella, un montón de billetes desparramados. De inmediato comenzaron a sonar las sirenas de las patrullas, parecían estar esperándome; he caído en la trampa de alguien más cuando consideraba ser yo el tramposo.
Entraron los policías con pistolas en sus manos me apuntaron, gritaron al unísono «arriba las manos»; mi extremidad derecha escurría sangre; no me di cuenta el momento cuando me corté. Caminé dos pasos hacia atrás, desempuñé mi mano y un vidrio que parecía haber estado empuñado en ella, cayó al suelo a destrozarse. Uno de los policías me esposó, pasé por un espejo, vi mi rostro con el verdadero reflejo de la muerte, no podía ser de otra manera, pero la persona reflejada en él parecía reírse de mí. El policía se detuvo junto conmigo a contemplar mi cara en aquél reflejo y me dijo: «La culpa de tu cara no la tiene el espejo». En ese momento, una fuerte explosión nos hizo volar.
Cuando desperté, estaba aquí en este sitio mas no sé por qué es que tengo un rostro distinto, este ser que veo en el espejo del techo, no es quien solía ser. Quisiera encontrar alguna explicación lógica, pero no tengo idea. Sólo veo luz blanca por todos lados y esta cama de fierro donde me encuentro desnudo por completo. Mis puños, no son con los que solía acariciar la boca de Lorena hasta sangrar, ni siquiera reconozco mi pene; ¡me resulta tan extraño este cuerpo!
El furor de la consciencia de este nuevo cuerpo me atravesó con la rapidez de un rayo que corta la noche templada. Sentía revuelto el estómago y cuando me incorporé no pude sino ir al baño a vomitar. La luz cegadora se había disuelto para dejarme ver un foco arcaico que colgaba a un lado del espejo en el techo. Con la paupérrima ilusión de haber soñado, volteé al espejo que me confirmó mi intuición: mi rostro era un rostro ajeno. En ese momento recordé la escena con el policia. No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces. El cuarto no tenía ventanas, por lo que el cálculo del tiempo era otro enemigo que tenía que vencer. Instintivamente busqué alguna puerta dentro de ese cuadrado blanco. A primera vista no advertí ninguna. Regresé a la cama de fierro oxidado. Sentado, el brillo de una llave debajo del colchón avivó un pensamiento dual en mi interior: que había esperanza de salir, pero, al mismo tiempo, me hizo consciente de que alguien jugaba conmigo.
Tomé la llave, estaba fría, cómo deberían ser mis nervios por la situación en la que me encontraba. La apreté con mi nueva mano, peluda, parecida a la de un licántropo. Mientras jugueteaba con la llave, pasándola entre mis dedos, nuevamente examiné la habitación, nada. Tenía una llave, una forma de salida, pero sin puerta, me serviría como una escopeta sin balas, aunque con la escopeta podría golpear, al igual que un garrote rudimentario.
Cerré los ojos, me punzaba la cabeza, el mareo no había desaparecido por completo. Ahora miraba la habitación de otra forma, con la oscuridad de un ciego. Esperé una respuesta, que alguno de mis sentidos me advirtiera algo, lo que sea. Un arañazo, otro arañazo. ¿De dónde nacía este peculiar sonido? Debajo de la cama.
Movido por la curiosidad y la adrenalina del momento, aventé la cama contra la pared más cercana, haciéndola chillar por la oxidación. Los arañazos se hicieron más fuertes. Si te fijabas con detenimiento, en el suelo había una pequeña hendidura, lo bastante grande para introducir la llave. No lo dudé ni un segundo, penetré con mi llave la hendidura y la giré hacia la derecha. Fui tragado por la oscuridad y una caída, que calculé, unos cuantos metros.
Azoté como un vil bulto de papas. Estuve rodeado por la luz de mi antigua habitación, a mi alrededor, todo era oscuridad. Varios ojos comenzaron acercarse a mi persona, gatos, todos negros y esperaba que no estuvieran hambrientos.
—¡Hey tu!
La caída me dejó mareado. Una voz hueca sonaba detrás de mí, lejana y muy grave. Retumbaba dentro de la caverna
—¡Sí. A tí te hablo!
“¿Quién?”
Giré mi cabeza, la escuchaba no sólo a mi espalda, también a mis costados y desde arriba. La lucidez llegaba y la voz se volvía más clara. Mis costillas crujían con cualquier movimiento y los gatos se iban amontonando, atentos a cualquiera de mis reacciones y quejidos, atentos a la voz penetrante.
—¡Acaso no piensas moverte!
Mi corazón acelerado golpeaba dentro de mi pecho queriéndose salir. La voz no sólo estaba a mi alrededor, la voz salía dentro de mi camisa, y se paseaba por debajo de mis piernas como un roedor.
—Atácalos—el grito caló en mis oídos y ahuyentó a algunos de los felinos.
Cuando la cola de un coyote se asomó entre mis piernas, quise dar un salto, pero en ese momento, me había covertido sólo en un espectador. Presenciaba cómo esos colmillos lanzaban y destrozaban a un montón de animalillos.
Lo contemplé todo con cierto pavor, el peludo coyote parecía no haber comido en varios días. El lapso que duró su comida, me ayudó a serenarme un poco. Me había olvidado de ser presa y pensaba en cómo había logrado pronunciar esas palabras dentro de mí. Yo lo veía desde sus propios ojos; se lamía la sangre embarrada en sus patas, mientras me encontraba encerrado dentro de ese cuerpo extraño. Mi voluntad ahora era más la de una bestia que la de una persona.
Corrí hacia donde me guiaba el olfato. Por una abertura saqué mi cuerpo. En el exterior, aspiré los estimulantes vientos del oriente. El brillo de la luna me excitaba y me fortalecía. Detrás de mí quedó la cueva. Enfrente, un valle arbolado, cubierto de zacate seco extendiéndose hasta la otra sierra. Las víboras se desplazaban entre la hojarasca, zanates graznaban en reclamo de su espacio dentro de los mezquites, el caudal del arroyo conducía una gran corriente. Una multitud de chapulines emitían su chirrido sobre la hierba. Los olores y sonidos se paseaban sobre mi pelaje, un conjunto de sensaciones nuevas dentro de mi cuerpo eran ingeridas y asimiladas. El coyote había detectado a una hembra, el deseo indicaba hacia su dirección. En la mañana, mi cuerpo volvería a ser el de un hombre.