Por Mario Lozano.
La noche refrescaba con ventiscas del norte que anunciaban la cercanía del invierno. Ahí me encontraba yo, con mi viejo y raído suéter, mis gafas de vidrios gruesos, sin monedas en el bolsillo, el estómago vacío y mi morral colgado al hombro conteniendo dos libretas de mis poemas. Había sido duro intentar sobrevivir como artista lírico en el mundo actual. Si hubiera sido un poquito guapo y menos flaco, quizá habría llegado a ser un poeta rico y famoso. Pero Dios se ensañó conmigo.
A través del ventanal de la cenaduría observaba boquiabierto los platillos de los comensales. Sopes, tacos dorados, enchiladas, tamales y pozole. Maldito pozole, lo odio porque lo amo. Apenas roza mi olfato el aroma a maíz tierno nixtamalizado y reventado, a salsa roja, a patitas de cerdo, a col y a rábano, y me brotan manantiales de saliva en la boca.
Los dueños de la cenaduría me veían de soslayo con notoria molestia. Me habían regalado comida muchas veces y era claro que ya los había hartado. Pero yo llevaba casi dos días sin obtener dinero por la venta o lectura de algún poema y no había comido. Ya no aguantaba el hambre y mejor me fui dormir.
En mi callejón reinaban la oscuridad y los perros. Ellos y yo hurgábamos en los contenedores de basura y a veces encontrábamos delicias como restos de pollo frito, pedazos de hamburguesas o algún panecillo duro, humedecido o ligeramente amargo. Pero esa noche no hubo suerte. Así que me acurruqué en mi chabola y dormí. Soñé que comía un plato de pozole bien servido y al poco tiempo abrí los ojos. Desperté con una idea fija como si alguien me la hubiera susurrado al oído mientras dormía: podría vender mi alma para obtener lo que quisiera. Entonces desee fervientemente vender mi alma. Si Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas, ¿por qué no podría un poeta como yo, vagabundo y hambriento, vender su alma mísera por un platazo de pozole?
En eso pensaba cuando llegó taconeando al callejón un señor bigotón, de saco con solapas grandes, moño, maletín en mano, pantalón a rayas y mocasines rojos chistosos. Los perros gruñeron al verlo y huyeron.
– ¡Buenas noches, joven! –saludó con voz chillona.
– ¡Buenas noches! –respondí.
– Mi nombre es Adirael. Soy representante de la milenaria compañía Belcebú y Asociados y, según me parece, usted necesita de mis servicios. ¿Desea que hablemos de negocios?
– Sí, claro –le dije con algo de temblor en la voz. Quisiera venderle mi alma.
El señor bigotón me habló de varias promociones y descuentos especiales. Yo me impacientaba.
– Me urge venderle mi alma ahora mismo –lo interrumpí.
– Nosotros solemos pagar las almas con un solo deseo. ¿Qué pide por ella?
– Una cena de pozole –le dije sin chistar, pues el hambre y el antojo me apremiaban.
Adirael pareció desconcertado con mi deseo.
– Disculpe, amigo, ¿desea vender su alma por pozole?
– Por pozole rojo –le dije.
– ¿Y no quiere ser millonario, tener un harem con las más hermosas mujeres del mundo o estrenar un Lamborghini diablo?
– No, señor. En este momento mi más profundo y urgente deseo, mi único deseo, es cenar un pozolito rojo.
– Está bien, si usted así lo quiere. Firme, por favor, los siguientes papeles.
Adirael sacó de su maletín un legajo en cuyas hojas se detallaban las cláusulas de nuestro contrato. Bajo la tenue luz de las lámparas callejeras apenas leí uno o dos renglones y no pude seguir. Mis gafas viejas no me sirvieron de nada. Firmé de inmediato los espacios en blanco que me correspondían y le devolví el legajo. En ese momento sentí un leve estremecimiento que al terminar me dejó ligero, vacío y algo triste. Adirael estrechó mi mano y, luego de esbozar una ligera sonrisa, me indicó un pequeño lugar que yo nunca había visto en el mismo callejón.
– Tome asiento, señor… López –me dijo, al tiempo que revisaba mis datos en el contrato.
Noté un dosel iluminado con hileras de focos a los lados. El dosel cubría una mesa de mantel con cuadros verdes, blancos y rojos y con motivos mexicanos como dibujos de sandías, de elotes y de sombreros charros. La mesa y las cuatro sillas que la rodeaban eran muebles rústicos de nogal con exquisitos terminados. Al centro de la mesa una olla de pozole caliente despedía un olor exquisito, acompañada de recipientes con salsa roja, salsa ranchera, col picada, rodajas de rábano, lechuga, mitades de limones jugosos, tostadas, crema, platos hondos de barro y cucharas.
Corrí a sentarme y me serví de inmediato en un plato. Cuando exprimía un limón a mi caldo, noté que Adirael observaba sonriente y antojadizo la comida. Como poeta educado que soy, lo convidé a cenar. Digo, él se llevaría mi alma, pero el pozole lo valía. Así que lo ayudé a prepararse un buen plato. Apenas probó el primer bocado, se relamió los bigotes y empezaron a sonar sus cucharazos y los chasquidos ensalivados de su boca masticadora. Estaba encantado. Mientras comía me platicó de él, de su aburrido trabajo, de la falta de incentivos y de las casi ausentes promociones laborales en Belcebú y Asociados. Yo le hablé del origen prehispánico del pozole y de cómo por la influencia de los españoles pasó de ser un platillo con carne humana a ser un platillo con carne de cerdo.
– Menos mal –dijo él–, la carne humana es mala para mi ácido úrico.
– ¿Qué dice, señor Adirael?
– No, nada. Digo que me gustaría que Lilith probara este platillo.
–¿Lilith?
– Litith, mi esposa. ¿Me permite compartir su deseo también con mi diabla?
– Desde luego que sí –le dije–, me gusta comer en buena compañía.
– Permítame.
Adirael se levantó de la mesa, se encaminó deprisa hacia un lado del callejón y dobló la esquina. No habrían pasado ni cinco minutos cuando ya venía de la mano de una mujer infernalmente sexy que se contoneaba al caminar y lucía una minifalda negra entallada, zapatos de tacón alto, escote desabotonado, pelo revuelto y maquillaje oscuro tipo dark.
– ¡Qué tal, señor López! –saludó ella con voz sensual al tiempo que extendía el dorso de su mano hacia mí.
– ¡Qué tal, señora, un honor conocerla! –respondí intimidado, mientras besaba su mano.
– Soy Lilith, esposa de Adirael. Mi marido interrumpió mis compras en una boutique muy exclusiva insistiéndome en que viniera a cenar con ustedes. ¿Me permite acompañarlo en su mesa?
–Será un placer –le dije–. Tome asiento, por favor.
Doña diabla se sentó lentamente y con delicados movimientos gatunos se sirvió un plato.
– Espero que valga la pena –dijo mirando a su esposo con ojos amenazantes.
Apenas probó aquel alimento, y alzó las cejas y sonrió.
– ¡Qué delicia! Pocas veces pruebo algo que me guste a la primera. Lo felicito, señor López, por su buen gusto. Los demonios estamos tan ocupados cazando almas que pocas veces nos damos tiempo para gozar de platillos como éste.
– Me alegra que le guste, señora Lilith.
– Adirael, quiero que le devuelvas el alma a este hombre.
– Pero, ¿qué dices, mujer?
– El alma de un hombre de tan buenos gustos no debe sufrir el tormento eterno. Y claro que no digo esto por compasión –dijo Lilith mientras me observaba– pues los demonios jamás sucumbimos a esa tonta debilidad. Lo digo porque respeto el buen gusto, y para eso los demonios somos muy buenos.
– Pero, mujer, ya ves lo atrasado que voy en el trabajo. El patrón se va a enojar conmigo cuando sepa que gasté magia diabólica en comida humana sin ganar ni un céntimo de alma para Belcebú y Asociados en el infierno…
– ¡Adirael, no voy a repetirlo!–interrumpió Lilith enfática.
El señor bigotón titubeó un poco, refunfuñó y se llevó la mano a la sien en claro gesto de preocupación. Luego me dirigió la vista.
– ¿Sabe, señor López? Me es imposible oponerme a mi esposa porque soy un diablo que los humanos llamarían mandilón. Además, usted me cae bien. Aquí va, le devolveré su alma.
Y, al decir esto, rompió en pedazos el contrato que yo había firmado. Al instante me invadió un estremecimiento que me devolvió la sensación de peso, de plenitud y de alegría.
Recuerdo que cerca del amanecer Adirael y Lilith se despidieron de mí y doblaron la esquina del callejón. La mesa, el dosel y el pozole se desvanecieron en la humedad de la mañana.
A casi un año de lo ocurrido, me topé en mi callejón con un vagabundo noctámbulo que cargaba un gran fardo. Era un tipo bigotón y de mocasines rojos chistosos. Charlamos como si nos conociéramos desde antes. Me comentó que lo había perdido todo, dinero y empleo, por una hembra diabólica. Y ahora se encontraba hambriento. Como yo cargaba unas cuantas monedas en el bolsillo del pantalón por la venta de unos poemas en la mañana de ese día, lo invité a cenar. Ajusté para dos platos de pozole.