Encuentro en el espejo

Encuentro en el Espejo

Por Mario Lozano

A sus cincuenta años Bruno era todo un prodigio de salud y vigor. Se ejercitaba todos los días y seguía una rigurosa dieta a base de frutas, vegetales y pescado. Y no podían faltar los suplementos alimenticios para ganar masa muscular. Su cadena de gimnasios prosperaba en la ciudad, le implicaba pocas preocupaciones y le permitía gozar del tiempo suficiente para descansar, leer o asistir al cine.
Esa noche se preparaba para dormir temprano en su recámara tenuemente iluminada por la lámpara del buró. Flexionó complacido los brazos frente al espejo del peinador para cerciorarse por enésima vez que sus bíceps y tríceps engrosaban rotundos. Cepilló sus dientes en el baño con pasta dentífrica mentolada y, al pasar frente al mismo espejo del peinador, notó ahora de soslayo una silueta que no correspondía a la de su cuerpo atlético. Se detuvo y observó confusamente el reflejo de una cabellera revuelta y un torso delgado rematado con una ligera barriga.
– ¡Qué rayos! –exclamó Bruno.
– ¿Qué rayos de qué? –respondió la imagen del espejo.
Bruno saltó del susto y adoptó en automático una temblorosa y descompuesta guardia de box.
– ¿Qué quieres? ¿Dónde estás, desgraciado? –preguntó Bruno alarmado.
– ¿Quién eres tú? –dijo el reflejo.
– ¡Tú estás en mi espejo, o detrás, o en una pantalla de broma! –y al decir esto, se acercó al espejo, manoteó el marco de caoba, toqueteó la lámina de vidrio y la cubierta trasera de plata.
– ¡Cálmate! –dijo la silueta del espejo. Creo que no tienes nada que temer. Yo me asusté igual que tú hace unos instantes que te vi en mi espejo, pero creo que ya sé quién eres.
– ¿Ya sabes quién soy? ¿Y quién carajos eres tú?
– Sospecho que yo soy tú. Y tú eres yo.
– ¿Y no serás un delincuente o un bromista? –preguntó Bruno irritado mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
– Me parece que no. Veamos, enciende la luz de tu recámara y yo encenderé la luz de mi cuarto en este lado.
Bruno encendió la luz y volvió al espejo. Ahí seguía la imagen humana de movimientos propios rodeada de muebles sobrios, muy distintos a los suyos, colocados en lo que sin duda era otra recámara, todo como si fuera una ventana o una pantalla de video en tres dimensiones.
– Acércate más, quiero verte y que me veas mejor. No te haré daño.
Bruno rió indignado.
– Claro que no me puedes hacer daño, mugroso esquelético. De un puñetazo te rompería los huesos.
La imagen del espejo sonreía casi serenamente de no ser por un leve gesto de turbación provocado por las estridencias de Bruno.
– Te digo que te tranquilices. Acércate y obsérvame bien –insistió el reflejo.
Bruno accedió cauteloso y de mala gana. Ya de cerca notó que se trataba de alguien muy parecido a él, pero más delgado y más viejo.
– ¿Cómo te llamas? –preguntó Bruno.
– Bruno Cáceres. Mis padres son Luis Cáceres y María Domínguez.
– ¿Bruno Cáceres?…, mi mismo nombre. Tus padres se llaman igual que los míos y te pareces bastante a mí. ¡No me digas que eres yo mismo pero chafeado! –decía Bruno el atlético con un claro dejo de desprecio.
– Pues creo que sí. Supongo que tú y yo somos la misma persona. Y, a juzgar por tus muebles y los míos, por el cuerpo que tienes y por el mío, creo que vivimos en mundos alternativos. Tal vez algo provocó que los espejos de nuestras recámaras se conectaran como una especie de portal o algo por el estilo. Por la claridad y lucidez con que percibo todo, dudo que esto sea un sueño o pesadilla. ¿Tú qué piensas que está ocurriendo?
Bruno, el de este lado, no daba crédito a lo que su álter ego decía allende a su espejo.
– ¿Dimensiones distintas? Entonces quizá sean ciertas esas raras teorías de los mundos paralelos de algunos chiflados que he visto en Discovery channel. ¿Pero cómo sé que esto no es una broma?
– No lo sé –dijo el otro Bruno–. Si tuvimos los mismos padres, infiero que en varios aspectos nuestras vidas han coincidido. Podría servir que te cuente cosas de mi infancia que sólo yo sé, y que quizá tú también viviste. Quizá recuerdes que a nadie le has contado de la vez que tenías cinco años y estuviste a punto de ser arrollado por tu padre cuando él salió a trabajar y tú recogiste una pelota que estaba junto al carro. O la vez que te besó en la mejilla tu vecinita Esther cuando coincidieron en el armario de tus padres al jugar a las escondidas.
Bruno, el atlético, arqueó las cejas sorprendido y parpadeó nerviosamente.
– Está bien, sí recuerdo todo eso…, te creo. Supongamos que eres yo o que yo soy tú, como sea. Pero si tenemos iguales recuerdos de infancia, ¿por qué somos tan diferentes de adultos? ¿Tú qué edad tienes? ¿Dónde vives?
– Tengo cincuenta años y vivo en Ciudad de México.
– Eres de mi edad y vives donde mismo que yo, ¡no lo puedo creer! No te ofendas, pero te ves…, acabado. Mucho más viejo y traqueteado que yo, perdóname.
– Tienes razón. ¿Cómo haces para conservarte tan bien?
– Llevo veintitantos años en que mi filosofía de vida gira en torno a la fuerza, la salud, la disciplina y la tranquilidad. Así he superado todos mis problemas. Desde que rompí con Julia, mi novia en la universidad, la psicoterapia y los libros de autoayuda cambiaron mi vida. ¿Tú conociste a Julia?
– ¿Julia Rosales? ¡Claro! Yo también fui su novio en la universidad. Pero me devastó haber terminado con ella. ¿Sabes? Me dolió tanto, que dejé la carrera de educación física para no seguirla viendo en el salón y me volví pintor. Desde entonces la pintura artística ha sido mi única terapia. Vaya, parece que a partir de esa ruptura el sendero de nuestras vidas se bifurcó.
– ¿Se bifurcó?
– Sí, se dividió, siguió caminos distintos.
– Pues para mí fue algo bueno. Claro que me dolió, pero al poco tiempo lo superé. Desde entonces aprendí a dormir bien, a hacer ejercicio, a cuidar mi dieta. Yo sí terminé la carrera y ahora tengo un negocio de gimnasios. No bebo, no fumo, no me desvelo y, sobre todo, no me fío de las mujeres. Hace poco me separé también de mi esposa Betty para no tener que aguantar sus cambios de humor. No soporto esas turbulencias emocionales. Como te dije, cultivo una vida tranquila y no quiero que nadie la arruine. ¿Hay alguna Betty en tu vida?
– Yo no soy casado. Pero vivo con mi mujer, es decir, llevo no-casado con ella diecisiete años. Nos gusta amarnos sin contratos de por medio. Tenemos tres hijos adorables. Ella y los niños son mi vida.
– Yo no he querido tener hijos… ¡Tres hijos! Por eso estás acabado, Bruno pintor.
– Por eso y porque me desvelo a menudo. La noche me inspira para pintar. Y mi vida de artista no ha sido fácil, pues no se gana mucho en esto. Antes de conocer a mi mujer salí por buen tiempo con chicas artistas o modelos que gozaban, tú sabes, viviendo al límite, ni hablar. Y yo amaba vivir así. Claro, ya no soy aquel joven que puede desmandarse cuanto quiera. Tengo mujer, hijos y cincuenta años en la espalda. Aún así, el alcohol y el cigarro me siguen como compañeros insustituibles.
– ¿Y no prefieres una vida mejor? –preguntó Bruno, el atlético.
– ¿Una vida mejor?
– Sí, una vida saludable, ordenada, sin sobresaltos ni estrés. Con un físico poderoso, envidiado y admirado. ¡Una vida como la mía!
– Pues no lo sé. ¿Eres feliz?
– ¡Claro que lo soy! ¿No me ves? –respondió el atleta con una carcajada de enfado. ¿Y tú eres feliz? ¡No me digas!
– Pues no lo sé, no pienso mucho en eso. Amo a mi mujer y a esos diablillos. Adoro pintar cuadros con imágenes coloridas que sacudan los sentidos de la gente o con escenas que los atrapen en un embelesamiento onírico. ¿Qué te puedo decir? El otro día mientras fumaba un cigarro en una de mis exposiciones noté que una señora derramaba lágrimas con un profundo e indescifrable sentimiento por uno de mis cuadros, como si la pintura hubiera pulsado finamente alguna de las cuerdas de su instrumento emocional interno. Me ofreció una cantidad obscena de dinero por mi obra pero, no lo creerás, ¡se la obsequié! Sus lágrimas me conmovieron, fueron mi pago, como perlas líquidas y evanescentes. ¿Me comprendes?
– ¿Pero no quisieras verte más joven y más fuerte?
– Sí, desde luego.
– Pues valdría la pena el esfuerzo.
– Seguro que sí.
– Entonces te aconsejo que comiences por acostarte temprano. Nada de alimentos azucarados, salados o grasosos. Debes aumentar tu ingesta de proteínas de origen animal. Inscríbete a un buen gimnasio y déjate guiar por instructores calificados. Acude regularmente al médico, al nutriólogo y al psicólogo. Verás grandes cambios en tu vida. Y en cuanto a eso de vivir pintando cuadros…
– Me abruma lo que me dices –interrumpió el artista–, ni siquiera estoy seguro de querer acostarme temprano, mucho menos de seguir el resto de tus recomendaciones.
– Tú sabrás si me haces caso. Yo te lo aconsejo porque…
– ¡Oye! –exclamó el artista. ¿Lo notas? ¡Tu imagen en mi espejo se está difuminando!
– ¡Y acá también parece que te borras! –respondió el atleta.
– ¿Se estará cerrando el portal? ¡Caramba, no puede ser! Temo que el tiempo se nos agota, estimado tú, que eres yo –dijo el artista.
– Pues me alegró conocerte. Y ojalá puedas mejorar tu vida, me lo agradecerás.
– A mí también me alegró conocerte, estimado yo fortachón.
Las imágenes del artista y de su recámara se desvanecieron lentamente en el espejo como si fueran formas de vaho, dejando tras de sí los reflejos del atleta y de su lujosa recámara.
Bruno giró un poco y miró de perfil sus pectorales prominentes. Todo había vuelto al silencio y a la normalidad. Se recostó y dio vueltas en la cama sin poder dormir. Prefirió sentarse, encorvada la espalda, sosteniendo su mentón con la mano, acodado en su poderosa rodilla. Permaneció pensativo con la mirada fija en el suelo. No estaba seguro de si lo que acababa de ocurrir había sido real, ni le importaba mucho que lo fuera. Pero algo dentro de él estaba cambiando, como una inquietud ahogada que ahora deseaba explotar.
Al fin miró el reloj del celular y se levantó. Se vistió rápido y recordó el paquete de habanos Cohiba que le habían obsequiado en un estanco cubano las vacaciones anteriores.
Salió a caminar, entró a un bar y bebió en la barra varios tragos de coñac. Apoyados los codos en la barra, pensaba sonriente en su otro yo. Intercambió chistes con algunos parroquianos y rió con ellos. Pidió un cortador al barman, desenvolvió uno de sus puros cubanos, lo cortó, lo encendió torpemente y así torpemente lo fumó. Primero tosió un poco por un leve picor en la nariz y la garganta, pero pronto se acostumbró al aroma ahumado así como al sabor a cuero y a madera dulce del tabaco fino. Todo un deleite. Cada bocanada de humo dibujaba en el aire mechones de plata azulosa que le recordaban la cabellera ondulada de Betty.
Pasadas las dos de la mañana se retiró tambaleante del bar. Se colocó los audífonos del celular y mientras escuchaba el estribillo principal de la canción Pictures of you de The cure, comenzó una ligera llovizna. Paseó por unas aceras, miró curioso a través de algunos escaparates y se arrellanó en la banca de un parque. Notó que los árboles y el asfalto brillaban lustrados por el agua. Buscó en su lista de contactos del celular y marcó.
– ¿Betty? Sí, soy yo…