Intolerancia
El sonido atrajo la atención de todas las personas en el lugar, era un sonido agudo e intenso que lastimaba los oídos, se sentía atravesar el tímpano hasta penetrar en el cráneo.
— ¡Este café tiene leche regular!
La mujer, fuente de los agudos gritos, se encontraba parada en su mesa, al levantarse había tirado su propia silla hasta el suelo.
—¿Qué han hecho? ¡Yo pedí leche orgánica deslactosada! —exclamaba efusivamente —¡Soy alérgica a la lactosa, si algo me ocurre los voy a demandar! — insistía mientras parecía tomar su propio pulso en su muñeca —Se me está subiendo la presión, se ve todo borroso, creo que me voy a desmayar…
La mujer posó su mano sobre la frente, mientras se desplomaba lentamente hacia el suelo ante la mirada de todos los comensales. El hombre que la acompañaba se levantó diligente y la sostuvo con sus brazos para evitar que ella cayera. Tomó una pluma que se encontraba en la mesa y dejó unos billetes arrugados entre las tazas que allí se encontraban. Tomó a su pareja y se la llevó fuera del café en dirección al estacionamiento.
La pobre mesera asustada por la escena, se acercó finalmente a la mesa de la pareja. Había un montón de billetes, demasiados para la cuenta que había que pagar, casi el doble de lo debido. Entre los billetes, se encontraba un pedazo de papel con un mensaje escrito:
«Perdón por las molestias. Gracias por servir el café con leche regular como lo pedí, tenía prisas por irme y ella no se callaba. Les dejo algo para compensar los problemas.»
Por Alonso Calbo
El último aliento
Sentado, reflexionó sobre sus últimos instantes, había hecho lo necesario, no se arrepentía de sus acciones, pero encerrado en aquel pequeño cubículo, tuvo que hacer a un lado el pudor… Entonces gritó con el esfuerzo de su último aliento: ¿alguien por ahí, me puede pasar el papel?
Por Maik Granados
El valor de una sonrisa
Todos decían que Karina tenía la sonrisa más bonita de quienes trabajaban en servicio al cliente, yo la había conocido desde hacía tiempo, era de ese tipo de persona que nacen con estrella, una familia bonita, con dinero y facilidad para lo que se propusiera, sus dientes eran parejos y con una blancura que envidiarían las mismas perlas. Sí, tenía una sonrisa hermosa.
Por su parte, Tere, era lo contrario, parecía que había nacido estrellada, su papá tenía cáncer terminal, su mamá sufría del corazón desde hacía unos años… Tere había entrado al servicio al cliente, después de varios meses de búsqueda, pues la empresa de su antiguo trabajo se había ido a la quiebra… Sus dientes eran amarillentos por la reciente afición al café que había adquirido y no eran tan parejos, sin embargo, su sonrisa, aunque discreta, me parecía más linda que la de Karina, porque yo sabía lo que le costaba sonreír, era una sonrisa amable que nacía del dolor.
Todos decían que la sonrisa de Karina era la más bonita, y tal vez así era, pero yo amaba más la de Tere.
Por Alejandra Maraveles
Invasión Belga
Ahí estaba él, indefenso y mal herido. Se notaba que era un bravo guerrero, aunque joven. El ir y venir diario de las máquinas de acero en estos lugares siempre deja marcas de sangre. Corrió con suerte al no morir y topar su mirada suplicante con la mía, camino a casa.
Recorría la ciudad en busca de algo de paz, pues los últimos meses discutía con enfado los motivos de mi desempleo con la mujer que más he amado. Y me encontré con él. Por sus condiciones, se notaba que ya no tenía nada, así que lo curé y le abrí las puertas de mi casa.
Era de esperarse de que ella no aceptara su presencia, de hecho lo detestaba. Era un extraño, desconfiaba mucho de él. En ocasiones me decía que le temía, quizá era por sus cicatrices, por su instinto siempre alerta a flor de piel o por lo increíblemente silencioso que era al andar por la casa. Pero supo ganársela, sin palabras, sólo con acciones. Mi ausencia pudo ser un detonante, no obstante, nunca surcó el pensamiento de que él, como el intruso que era, se convirtiera en dueño de todo.
Él la acompañaba a todos lados, podía seguir sus órdenes sin oponer mirada o resistencia alguna; incluso en nuestras innumerables discusiones él estaba de su lado, literalmente; y cuando nuestras peleas eran rematadas con el inicio del llanto de ella, él la llenaba de caricias y mimos.
No sé exactamente qué fue lo que pasó, debió ser la convivencia. Con el tiempo, ella se volvió más segura de sí, dando como resultado mi inevitable exilio de esa casa. Se basó en la premisa de siempre: “Gerardo ya tienes 29 años, por amor de Dios hijo, consigue un empleo, una casa y una vida”. A veces me lamento por haber llevado a ese perro callejero a casa de mi madre. Supongo que ese pastor belga, con su cola saltarina, su impetuosa juguetería y su abnegada obediencia, será una excelente compañía para una empoderada madre que ha lanzado a su pobre hijo a la vida independiente.