Por Maggo Rodríguez
Son los últimos días de la obra. Mi compadre Raúl me trajo a trabajar aquí, porque ya llevaba mucho tiempo sin chamba desde que hicieron recorte de personal en la fábrica de plásticos.
No sé qué tan bien acomodado esté con los municipales, porque le dieron la obra a él solito, claro, y a su comitiva de hombres a los que con cariño llama “chalanes”. Han sido cuatro meses de obra para pavimentar el camino viejo a la comunidad de La Cantera. No es por presumir, pero va a quedar muy bonito, en tiempo de lluvias la gente y las trocas ya no van a batallar.
A pesar de ser poco tiempo el que he convivido con estos muchachos, me he encariñado con todos, en especial con el más joven de los trabajadores, el mentado “Javis”. Nunca se calla, y para todo lo que platicamos los más viejos él tiene siempre una experiencia que contar. Cuando nos juntamos a comer, siempre nos platica de sus experiencias en el Norte: de lo que ha comido, de lo que ha visto, de los lugares y muchachas que conoció en los dos años que estuvo alla. ´
El martes pasado mi compadre llevó comida para todos los trabajadores de la obra. Era algo inusual, compartir la mesa –o más bien, tablas y ladrillos improvisadas como tal- con él, porque muchas veces se ausentaba o se iba a pelear con los burócratas de Tesorería para que le expidieran los cheques de los gastos de la obra. Pero ese día aquellos habían pagado muy a tiempo y mi compadre andaba muy contento, como si hubiera ganado una guerra.
Llevó una olla de frijoles refritos con manteca, de esos que sólo a la comadre le quedan al punto; una canasta con tortillas recién hechas por doña Gabriela, una experta tortillera de La Cantera; un traste grande de guacamole con chiles de árbol que él mismo había preparado y cuatro bolsas grandes llenas de carnitas de puerco calientes, acabadas de sacar del cazo de la carnicería de don Alfredo. Pronto nos sentamos en lo que encontramos a forma de sillas y así degustar el banquete: botes, piedras o carretillas.
Comíamos y hacíamos bromas ocasionales, hasta que surgió un silencio largo. No era de esos incómodos, pero nunca estábamos callados, ni “Javis” hablaba; sólo se oía de fondo el radio viejo de don Neto. En la estación tocaban esa canción de banda, esa que tanto me gusta. “El color de tus ojos” creo que se llama.“El chino” rompió el silenció y le preguntó a “Javis”:
―Estás muy callado chamaco, ¿te pegó la vieja o qué?― el interrogado sólo le otorgó una mirada indiferente.
―Seguro está triste porque perdió el equipo rojiblanco, para no variar, otra vez― inquirió “El chilango”. No hubo respuesta.
―Ya sé, debe estar pensando por qué su carcacha no prendía el otro día. ¡Caramba hombre, también llevan agua esas cosas! ―proclamó don Neto. Esta vez hubo una sonrisilla por parte del que era objeto de nuestra atención.
―Ya estuvo “Javis”, cuéntanos una de tus historias del norte, de ésas que tanto nos gustan― pidió mi compadre.
―Pues sí, tengo una ―dijo al fin el muchacho. Capturó toda nuestra atención, porque hasta “El Mane” enderezó la espalda, como si con eso fuera a escuchar mejor. Había expectación. Sin apartar la vista de una tortilla que estaba embarrando de guacamole habló con un tono de misterio ―Ésta es la historia de un chavo que le gustaba muchísimo el aguacate. Como una temporada escaseó, el tipo no había comido uno sólo en mucho tiempo. Un día le invitaron a comer carnitas, frijoles y guacamole. El chavo estaba tan feliz y ocupado comiendo que no quería contar ninguna de sus historias.