El jazz de Óscar Wilde

El Jazz de Oscar Wilde
Por Mario Lozano.

Esa noche Fabricio había ido de copas con sus compañeros de trabajo. Reunidos en una mesa, los viernes eran sin duda la mejor ocasión para relajarse en el bar Las Vegas con buenos cócteles y música de jazz. Sonaba en el ambiente una deliciosa interpretación de Tony Bennett y Amy Winehouse de Body and Soul. El grupo de compañeros reía estrepitosamente por un chiste que acababan de contar y estaban por pedir la siguiente ronda de bebidas, cuando la atención de Fabricio fue capturada por la figura de una mujer joven sentada junto a la barra en un rincón del bar. Lucía un vestido beige entallado que dejaba desnudos los hombros y parte de la espalda y del pecho. Era ese tipo de mujer cuya belleza esplende un halo de misterio que atrae hacia sí todas las miradas.

Fabricio se puso de pie, caminó hacia la mujer y se sentó en el banco de al lado.

–¡Hola, buenas noches! –dijo Fabricio.

Pero ella pareció no haberlo escuchado.

–¡Hola! ¿Me permites acompañarte un breve rato? –insistió.

La chica volteó a verlo con sus ojos claros de gato. Esbozó una media sonrisa y dio un sorbo ligero a su daiquirí.

–Oye, no estoy ebrio. Prometo ser un acompañante gentil. Seré tan agradable contigo como ese daiquirí de fresa y esa hermosa voz de Amy Winehouse. Lo prometo.

–Bien. ¿Cómo te llamas? –respondió ella.

–Soy Fabricio Castel –dijo y extendió su mano.

–Hola, me llamo Claudia –comentó ella, al tiempo que lo saludó con su tersa mano de dedos delgados y uñas largas pintadas de beige.

Fabricio disfrutó esa noche con Claudia de una amena charla aderezada de humor, coqueteo y cócteles.

–Bueno, creo que es hora de retirarme –dijo Claudia.

–¿Me puedes dar tu teléfono, por favor? –preguntó Fabricio.

–Acabo de conocerte. Jamás paso mi número a quien acabo de conocer. Perdóname.

–Está bien, pero ¿podré verte otra vez? De verdad quiero verte de nuevo.

–Quizá coincidamos en este bar, otra noche, otro viernes.

Al tiempo de decir esto, Claudia tomó su bolso y se retiró, dejando a Fabricio con el corazón latiendo a flor de piel y un sabor agridulce en la boca.

El viernes siguiente acudió puntual al bar. Esta vez venía solo. Pero no vio entre los asistentes a Claudia y un sentimiento de desolación se hundió en su pecho. Ordenó un martini y se sentó a esperar. A cada rato giraba la vista de un lado a otro. Una hora, dos horas, más martinis. Cuando volteó al mismo rincón de la barra de la vez anterior lo deslumbró el brillo escultural de Claudia sentada en el banco. Al acercarse, Fabricio se quedó sin aliento al contemplarla con su vestido entallado de cachemira plateada, cuya falda corta dejaba ver unos hermosos muslos torneados de piel suave y reluciente como el satín. Sobre el respaldo del banco colgaban un abrigo largo afelpado color nácar y un bolso de charol también nácar. Un brazalete plateado rodeaba su muñeca izquierda. Descansaba el mentón en sus dedos entrelazados, acodada a la barra y con los ojos cerrados, concentrada en escuchar What a wonderful world con Louis Armstrong, que sonaba en el bar.

–¡Hola, Claudia!

–¡Hola! ¿Fabricio?

–Sí, Fabricio. Al fin te veo. ¿Acabas de llegar? Porque no te había visto.

–Sí, seguro estabas tan distraído como yo, porque tampoco te había visto.

Esta vez la charla de Fabricio y Claudia no fue sólo un ameno intercambio de miradas, sonrisas y coqueteos. Ella reía y se encorvaba un poco hacia él. A veces recargaba sus manos delgadas en el hombro o el pecho de Fabricio.

–Tienes el humor de Óscar Wilde –dijo Claudia.

–¿Óscar Wilde? Es mi autor favorito.

–El mío también –respondió ella.

Esa noche Claudia lucía más relajada, más contenta, más confiada. Y las ilusiones de Fabricio crecían como arbustos en el verano.

–¿Me darás tu teléfono?

–Sí, claro. Un admirador de Wilde merece mi teléfono.

–¿Puedo llevarte a tu casa?

–No, gracias. Quiero irme sola.

–Pues si tú lo dices.

Se despidieron otra vez. Ahora Fabricio había anotado en su lista de contactos del celular el teléfono de Claudia. Y le marcó esa misma noche, pero nadie respondió. Le marcó el lunes y el martes, y nada tampoco. El miércoles sus ilusiones comenzaron a marchitarse. Quizá se trataba de un número mal anotado, tal vez le habían robado el cel o simplemente no le daba la gana responder.

Otro viernes en el bar. Un martini. De nuevo estaba solo y ni rastro de Claudia. Sonaba Fly me to the Moon de Frank Sinatra. La melodía transportó a Fabricio a un viaje a través de la oscuridad de la noche, a las estrellas, al cosmos. Al despertar de su ensoñación dirigió la vista al rincón del bar y ahí lo esperaba la sonrisa más bella de Claudia que, al parecer, llevaba rato observándolo, sentada en la barra.

–¿Llevas tiempo aquí?

–El suficiente para cerciorarme de cuán distraído eres.

–Te he llamado toda la semana y no me respondes.

–Ya lo sé. Quería probar tu constancia.

–Pues si querías verme triste y frustrado, lo conseguiste porque…

–¡Oye! –interrumpió Claudia–. Hoy no tengo coche. ¿Me llevas a mi casa?

–¿Ahora?

–Sí, ahora mismo.

Llegaron a la casa de Claudia. Era pequeña y encantadora. Se ingresaba por un porche adornado de arbustos de azaleas rosas a los costados. Apenas traspusieron la puerta y comenzaron a besarse. Se deshicieron de ropas, de temores y terminaron en la alcoba.

Al amanecer despertó Fabricio con el canto de pájaros madrugadores y el aroma a durazno del pelo de Claudia recostada en su pecho. La besó, se vistió y trajo de la fonda de la esquina unos chilaquiles y jugos de almuerzo. Se acariciaron, desayunaron y compartieron anécdotas graciosas. Llegó la hora en que Fabricio debía retirarse.

–¿Ya leíste El fantasma de Canterville? –preguntó Claudia.

–No, es la única obra de Wilde que no tengo y nunca la he leído.

Claudia se levantó y caminó descalza hacia el armario contoneando el sensual camisón rosa de seda que llevaba puesto. Corrió una puerta y abrió un cajón. Tomó un libro y lo entregó a Fabricio.

–Es para ti. Quiero que lo leas y que rías tanto como yo.

–Oye, gracias. No sé qué decir… ¿Te das cuenta que me estoy enamorando con toda el alma de ti? –dijo Fabricio con la voz entrecortada por un estremecimiento suave del vientre.

–Quizás es pronto para que sientas eso. Aún no me conoces bien –contestó Claudia mientras sonreía.

–Pero tendré mucho tiempo más para conocerte, para descifrarte, para saber lo que odias y lo que amas.

Claudia no respondió. Hizo una mueca medio sonriente, cubrió con sus manos las mejillas de Fabricio y lo besó. Volvieron a hacer el amor. Y se despidieron.

Los intentos de Fabricio de hablar por teléfono esa semana con Claudia fueron tan inútiles como la vez anterior. Pero ahora no se desesperó. Asistió el viernes con sus compañeros de trabajo al bar Las Vegas. Pasó la noche. Los compañeros se retiraron y él quedó como único cliente.

–Disculpe, señor, el bar ya va a cerrar –le dijo un mesero.

–¿Ya? –y vio Fabricio el celular.

Las tres y media de la mañana. Claudia no asistió. ¿Estaría enferma?

–Oiga, los tres viernes anteriores estuve sentado en ese rincón con una mujer. ¿La ha visto hoy? ¿O estos días? –preguntó Fabricio.

–¿Una mujer?

–Sí, una muy bonita y elegante. Pasaba buen rato charlando con ella en esos bancos.

El mesero se alejó y susurró algo al barman. Los dos miraron con extrañeza a Fabricio. El barman se acercó despacio mientras secaba sus manos con una franela.

–Oiga, ¿usted pregunta por una mujer? –dijo el barman.

–Sí, estuve con ella los tres viernes anteriores.

–Amigo, le pido de favor que no se altere ni ofenda. Lo veo sobrio y tranquilo y así quiero que siga.

–¿Por qué me dice eso? –preguntó Fabricio intrigado.

–Porque yo lo vi a usted estos viernes. Todos lo vimos a usted. Pero no vimos ninguna mujer.

–¿Qué dice?

–Lo que oye. Todos lo vimos a usted hablando solo en el rincón. No había nadie más. Usted hablaba y reía. Al principio pensamos que estaba bromeando, o que estaba muy borracho. El viernes anterior concluimos que usted alucina; sí, que quizá imagine cosas que no hay. Lo siento.

–¿Es una broma, verdad?

–No, señor, no es ninguna broma. Pregunte a cualquiera de los meseros. Todos vimos lo mismo. Lo lamento, pero me siento fatigado y ya debo descansar. ¿Quiere un vaso de agua? ¿Le pido un taxi?

Fabricio no lo podía creer. Pagó su cuenta y se retiró molesto. “Seguro que me la quieren ocultar porque alguno de ellos se enamoró de ella. Pero al rato que amanezca iré a su casa. Y le diré que jamás volveremos a ese cochino bar”.

Apenas clareó la aurora, Fabricio subió al carro y corrió al vecindario de la casa de Claudia. Al paso del coche las casas se erguían silenciosas como lápidas. Cuando llegó al lugar donde ella vivía observó desconcertado que ya no había ninguna casita encantadora de porche a la entrada y azaleas rosas. Sólo una casucha vieja, oscura y abandonada. Al asomarse por los vidrios rotos de una ventana percibió el olor a humedad de caño y a excremento de rata. Fue deprisa a la fonda de la esquina y le explicaron que hacía más de diez años que nadie habitaba esa casucha.

Fabricio regresó titubeante al coche. Ya nada parecía real. ¿Y la belleza de Claudia? ¿Y su sonrisa? ¿Y los viernes en el bar Las Vegas? ¿Y sus tersas manos? ¿Y sus piernas de satín? ¿Y su calor en la cama? ¿Qué acaso nada había ocurrido? ¿Habría sido aquella historia, aquel romance, una bella alucinación?

Al llegar a su casa Fabricio detuvo lentamente el carro. Un sentimiento de desolación se hundió de nuevo en su pecho. Recargó la frente en el volante y comenzó a llorar. Abrió la guantera para sacar un pañuelo y cayó un libro. Se trataba de El fantasma de Canterville de Óscar Wilde.

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