El diario rosa

2018-04-25 El doble Diario Rosa

Por Marisol Ruíz Arnot.

Era otoño del 2018 en la ciudad de Madrid, estaba ansiosa por volver a casa, ver al viejo, a mi hermana y los amigos que habían resistido mi sueño de ser escritora. No cualquiera entiende que algunos escritores necesitan momentos de aislamiento y cero distracción.

 

Habían pasado catorce meses desde que crucé el Atlántico en busca de cumplir aquel sueño; estudiar en la Universidad Complutense de Madrid. En esa hermosa ciudad que parece la hermana guapa de mi natal Guadalajara. No había escrito ningún best seller como lo había imaginado hace diez años, cuando tenía 18 y comenzaba a creer que lo mío, lo mío, era escribir; sin embargo, debo admitir que compartí el aula con grandes escritores y excelentes profesores.

También, logré colocarme en varias revistas digitales y colaboré en distintos proyectos periodísticos en El País.

 

Había llegado el momento de regresar a casa. De poner en práctica lo aprendido, de reencontrarme con mi ciudad y mi gente; abrirme nuevos caminos en el vasto mundo de las letras.

Fue un martes 11 de noviembre, cuando toqué tierras tapatías. Tomé un taxi directo a casa de mi padre, la casa donde crecí y a donde siempre he de volver luego de fracasos amorosos y laborales.

 

—Calle Plan de Guadalupe 1901 por favor —indiqué al chofer al tiempo que observaba por la ventana.

Recorrí la ciudad, no parecía haber cambiado mucho, la Minerva estaba (como cada año) en reconstrucción, las lluvias habían dejado baches terribles en las avenidas y un tramo de periférico se encontraba en reparación.

Encontré menos árboles y más edificios.

 

—En la casa naranja de cancel blanco si es tan amable —dije al taxista y señalé la casa.

Era extraño que mi padre decidiera pintar nuevamente la casa de color naranja, hacía años había cambiado al blanco, pues decía que las lluvias degradaban los colores.

No cabe duda, entre más viejos, más ideáticos. Pensé.

 

Bajé las dos maletas de la cajuela del coche y me quedé parada frente a la casa por un instante. Me parecía atípico el lucir de la casa, incluso la calle con la cual hacía esquina; estaba empedrada de nuevo.

¡Cuánto trabajo nos había costado juntar firmas para pedir pavimento al Ayuntamiento! Pensé. ¡Agh, Viejos!

 

Toqué la puerta, más no hubo respuesta.

Metí la mano a mi bolso para buscar la llave, con la esperanza de que siguiera siendo la misma cerradura.

Giré la llave, la puerta de metal, igual de escandalosa que siempre, se abrió para darme la bienvenida.

 

—¿Papá, estás aquí? —grité mientras metía mis maletas y dejaba mi bolso en el desayunador de mármol, cuyas piedras parecían recién pulidas.

 

El viejo no estaba en casa, seguramente había salido a tomar café a Plaza Atemajac, como todas las tardes, con sus amigos los pájaros caídos.

Recorrí cada habitación. La de él, con las mismas cobijas deshilachadas que no quería tirar, una cuadro de la virgen de Zapopan y un radio reloj junto a su cama, que como de costumbre había dejado prendido; decía que era para dejar algo de ruido en casa y ahuyentar a los rateros.   

Puerto rico será el sexto invitado de honor en la Feria internacional del libro en su edición de este año…

Apagué el radio de un manotazo sin prestar atención y seguí con mi recorrido.

 

Al llegar a mi habitación, encontré la litera de madera donde dormía con mi hermana mayor cuando éramos niñas, los peluches, las muñecas con las que jugábamos. La pared con aquellos círculos malhechos pintados color verde y azul sobre el enjarre que se caía a pedazos por la humedad. No comprendía nada. ¿Por qué mis muebles no estaban ahí? ¿Por qué mi padre había vuelto a pintar el cuarto de esa manera? Me pregunté.

Lo único que permanecía en su sitio era el baúl de madera que me había regalado el abuelo Beto cuando cumplí 10 años; tenía mejor aspecto que cuando lo dejé hacía más de un año atrás.

 

Subí a la azotea, para tomar un poco de aire y donde esperaba encontrar al maltés que hacía compañía a mi padre.

Ahí estaba el peludo, en el borde de la terraza, corriendo de un lado a otro, ladrando a los transeúntes.

 

—¡Ginger! —le grité mientras me colocaba en cuclillas para recibirlo al momento que me reconociera.

—No se llama Ginger, se llama Mu —una vocecilla salió de abajo del camper viejo donde mi padre guardaba sus herramientas.

Me volví hacia el camper y me incliné un poco para averiguar de quien se trataba.

—Bueno, se llama Morusa, pero yo le digo Mu —continuó la voz infantil.

 

La perrita, que también era maltés, dejó de ladrar y vino corriendo a mí, moviendo la cola y lamiéndome la cara.

Yo tuve una perrita llamada igual, pero había muerto años atrás.

Una niña rellenita de cabellos rizados y cachetes rosados salió de su guarida, dejando un diario rosa dentro del camper.

 

—¡Qué raro que te mueva la cola!, no le gusta la gente, solo nos quiere a Chenny y a mí, por eso no la saco al parque, la última vez mordió a una niña y por poco se la lleva la perrera. Lloré mucho ese día.

Yo podía recordar ese evento, a Mu y a la perrera municipal tocando la puerta; recuerdo que me escondía en el closet y le tapaba el hocico al animal para que no nos escucharan. ¿Pero quién es está niña? Me preguntaba. Comenzaba a sentir mareo.

La pequeña, aún tenía el uniforme puesto y un gafete por encima del suéter tinto “Julia 5C”. Sentí un ligero punzar en la cabeza.

 

—¿Quién eres? ¿Cómo sabes que a mi papá le decimos Chenny? —le pregunté para intentar descifrar aquella escena.

—¿También a tu papá le dicen Chenny? —replicó con asombro —la gente le decía Che, dizque a los Joseses se les dice “Che”, pero no me gustaba, entonces yo le comencé a decir Chenny.

 

Yo le había puesto ese apodo a mi padre.

—¿Me invitas a sentar contigo? —pregunté.

—Sí —respondió la niña −—pero no me has dicho quién eres y por qué entraste sin tocar. Mi papá me ha enseñado que no debo abrirle a desconocidos, dice que hay mucho cabrón loco afuera.

—Sí, claro, te diré… yo —no sabía que responder, en ese punto no comprendía si todo era un sueño. Si ella me estaba soñando a mí o yo a ella, pero todo parecía bastante real. El estómago me revoloteaba. Había descubierto que esa pequeña niña regordeta era yo y todo lo que me contaba parecía un deja vu.

−También me llamo Julia —respondí. No tuve el valor de decirle que yo era ella, o mejor dicho, ella era yo.

—¿Qué haces aquí arriba escondida? —me precipité a preguntarle antes de que ella hiciera más preguntas que no pudiera responder. —¿No deberías estar haciendo tarea?

—Ya la terminé —contestó mientras rascaba el suelo con un palito de madera. La pequeña tenía las piernas cruzadas y dejaba al descubierto sus rodillas raspadas y las calcetas percudidas —ahora sólo me escondo de Chenny, ya no tarda en llegar, fue a tomar un café con sus amigos los pájaros cairos. No sé por qué les dice así, son puros viejitos, él es el más joven de ellos decía encogiendo los hombros.

—Veo que te gusta escribir —señalé su diario. Me intrigaba saber si fue desde esa edad que me había interesado en la escritura.

—No… bueno, sí —contestó. —Mi papá me lo compró luego de meses que falleciera mamá. Norma, la vecina que es psicóloga le dijo que me serviría escribir para no crecer con traumas. Entonces, cuando no quiero salir a jugar con nadie, me gusta platicar con mi diario. ¡No quiero crecer con traumas! —concluyó frunciendo la despeinada ceja que hacía juego con su cabello.

La muerte de mamá, los psicólogos, mi primer diario, no había duda. Julia era yo.

—¿Quieres leer lo que he escrito hoy? —preguntó impaciente al tiempo que se precipitaba a traer el cuadernillo rosa.

No sabía si realmente quería escuchar lo que había escrito, estaba conmovida y no quería causarle (o causarme), más confusión, pero asentí con la cabeza de manera automática.

 

“Martes 11 de noviembre, 1999.

Querido Diario, hoy en la clase de español nos dejaron escribir sobre qué queríamos ser de grandes, y yo no sé todavía que quiero ser de grande. Pienso que puedo ser varias cosas, pero no sé lo que realmente quiero. Me gustaría ser directora de películas, pero tal vez no porque es carísimo comprar una cámara y Chenny no tendrá para comprármela. Todavía no acaba de pagar la bicicleta que me regaló cuando cumplí 9. También creo que puedo ser veterinaria, me gustan mucho los animales, de todos, solamente que me daría miedo poner vacunas, Morusa llora mucho cuando le ponen sus vacunas y no puedo ver a los animales sufrir. También lloré mucho cuando se murió mi conejo Alfalfa.

Entonces a lo mejor puedo ser ecologista, me gustan mucho los árboles y la naturaleza. También puedo ser actriz, me sale bien cuando imito a los maestros, pero tal vez no, las actrices son altas y delgadas, yo soy chaparrita y gordita. O tal vez solo quiera casarme con Ulises y viajar por el mundo…”

 

—Eso es lo que llevo —dijo, y cerró el diario. —Ulises es un niño de mi salón que me gusta mucho, es muy guapo, pero no creo que yo le guste, a los niños no les gustan las niñas gorditas, aunque tal vez cuando sea grande no esté gordita y sí me quiera, ¿tú qué opinas? —preguntó.

 

No sabía qué decirle, qué aconsejarle, aunque sabía que al final iba a ser lo que yo en ese momento. Más no quería quitarle la ilusión de imaginar todo lo que quería ser de grande. Moría de ganas de decirle que GRACIAS A DIOS, no se casaría con ese tal Ulises; que si bien sus primeros tres novios serían unos patanes, también conocería personas buenas. Quería decirle que no sería actriz, ni directora, ni veterinaria o ecologista, pero seguiría siendo amante de la naturaleza y practicaría el altruismo. Encontraría su pasión en la escritura y se sentiría plena.

 

—Te diré algo, Julia —le dije mientras acariciaba a Mu —tal vez no seas ecologista, ni veterinaria, ni directora de cine, o tal vez puedas hacer todo eso y más. Eres muy pequeña para preocuparte por eso, pero es bueno que vayas sabiendo las cosas que te gustan y las que no. Y ese niño, Ulises —continué —seguro es lindo, pero tú también eres linda, tal vez cuando seas grande no seas gordita.

 

Espero no desilusionarla. Pensé en ese momento.

Julia escuchaba con atención mis palabras con los ojitos color miel bien abiertos. Casi sin parpadear.

De pronto, la perrita se quitó de abajo de mis piernas y corrió hacia el lado de la calle, exaltada, moviendo la cola con una especie de chillido-ladrido.

 

—¡Ya llegó! ¡Es él! —Dijo la pequeña Julia mientras corría nuevamente a su escondrijo. —¡No le digas que estoy aquí! ¡Adiós!

Se hizo bolita dentro del camper viejo.

 

Bajé por impulso, no quería arruinarle el juego con su padre, mi padre. Desconcertada, no lograba entender nada. Tenía muchas preguntas para la pequeña.

Bajé las escaleras. El viejo Chenny había llegado.

—¡Hija, has vuelto! —me abrazó.

—¡Sí, padre, qué gusto verte!

No me atreví a preguntar nada. Y antes de sentarme a contarle sobre mi viaje, me asomé por la ventana, la calle estaba pavimentada. La casa era color blanco.

Corrí a mi habitación, ya no había muñecas ni peluches, ya no estaban los círculos azules y verdes en la pared, la litera había desaparecido; mis muebles estaban ahí. Todo lucía en orden, tal cual lo había dejado antes de irme a España. El baúl de madera, estaba junto a mi cama, ahora lucía unos años más viejo, y sobre él, aquel diario, con el color rosa deslavado. Lo abrí y busqué aquella fecha que alcancé a vislumbrar.

 

“Martes 11 de noviembre, 1999.

Querido diario, hoy fue un día muy extraño, cuando estaba esperando a Chenny para que me buscará en mi escondite, llegó una mujer que también se llamaba como yo, era muy linda y buena gente, ojalá cuando sea grande pueda ser como ella…”

4 comentarios sobre “El diario rosa

  1. Y aunque me cuentes en los 3 patanes… 3 btw?? En fin I promise. I swear to tou I’ll be okay. You’re only the love of my life.

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