“Cadáver exquisito es un juego de palabras por medio del cual se crean maneras de sacar de una imagen muchas más. El resultado es conocido como un cadáver exquisito o cadavre exquis en francés. Se basa en un viejo juego de mesa llamado ‘consecuencias’ en el cual los jugadores escribían por turno en una hoja de papel, la doblaban para cubrir parte de la escritura, y después la pasaban al siguiente jugador para otra colaboración…”
Por los Literoblastos.
Miré el reloj por enésima vez, estaba a un tris de odiar las festividades de fin de año, si alguien me hubiera dicho que iba a desperdiciar mi primer sábado de vacaciones en un aeropuerto, esperando el vuelo retrasado de mi suegra y mis cuñadas, no se lo habría creído. Tan sólo de pensar en las visitas me hacía retorcer el estómago, y todavía me habían mandado a recibirlas, como si estuviera tan feliz de verles las caras.
Tenía una lista interminable de pendientes, después de dejar a mi querida parentela política en casa, tendría que ir a encargar la cena navideña; tendría que terminar de comprar regalos, y desgraciadamente, a comprarles algo a las “invitadas sorpresa”, a quienes no tenía dentro de mi presupuesto; tendría que ir a buscar el “robot-metamorfo con visión láser”, que sólo dios sabía qué rayos era eso, pero mi hijo lo había pedido en la carta a “santa”, si supiera que “santa”, estaba cercano a la bancarrota y a punto de perder la paciencia, no habría pedido semejante juguete; y además, tendría que ir a cambiar el regalo del intercambio de mi esposa, quien alegaba que el color del suéter no combinaba con sus ojos.
Respiré, si no lo hacía, la vena que estaba en la sien derecha de mi cabeza, haría explotar mi ojo… otra vez miré el reloj, ¿qué estúpido vuelo se retrasaba más de dos horas? Ojalá las fiestas no existieran, ojalá no estuviera emparentado con esas viejas brujas, ojalá ganara más dinero, ojalá mi hijo no estuviera enajenado con programas de televisión que le hacían pedir “robot-metamorfos”. Respiré de nuevo, otra vez sentía la vena saltar… a este paso terminaría en el hospital, y no tenía dinero ni tiempo para llegar al hospital en ese momento.
La puerta de las llegadas internacionales se abrió de pronto, dando paso a una horadada interminable de viajeros que luchaban, maleta en mano, por llegar primero a la parada de taxis, en la entrada de la terminal. Fue ahí que las reconocí, en medio de aquel desfile diverso de personajes procedentes de quién sabe dónde. Susannah, la más chica, con sus inseparables lentes para el sol y su abrigo de piel de zorro, que le daban el aspecto de una versión juvenil de Cruella de Vil; Johanna, la hermana mayor de Dianna, llevaba el cabello rubio trenzado y finalmente; el demonio en persona, mi suegra Ginna, caminaba tirando de su equipaje, en medio de las otras dos, como una especie de cuervo líder, el más viejo y peligroso de la parvada. Cuando sus ojos se posaron sobre los míos, sus pupilas se dilataron igual que las de un depredador al descubrir a su próxima víctima. Tragué saliva.
—Pepe, pero qué acabado estás —dijo la madre de las harpías, con una amplia sonrisa.
—Querida suegra, estás más hermosa que nunca —mentí. Luego, la muy cabrona extendió la mano con un gesto triunfal y yo tuve que obligarme a besársela, reprimiendo un gesto de profundo desagrado y dando las gracias a las malditas tradiciones.
Las tres me echaron sus maletas encima y tuve que cargarlas hasta el auto, donde las lancé al maletero pensando que aquellas tres, debían llevar rocas ahí adentro.
Ya en el auto, Susannah comenzó a quejarse de la neblina que les había impedido despegar a tiempo del aeropuerto internacional JFK, yo escuché en silencio sus chácharas de urracas, mientras tomaba la salida de la carretera a Chapala y veía pasar fugaz frente a mí, un anuncio de los estúpidos “robot-metamorfos” que Andy quería para navidad.
Mientras pensaba en mis pendientes (la cena, los regalos, el “robot-metamorfo”, el suéter), la inconfundible voz de Ginna me sacó de mi concentración.
—Perdón… ¿Qué?… No oí bien.
—¡Ay!, tú siempre tan distraído… Dije que tenemos mucha hambre y estaría bien que fuéramos a desayunar —mencionó Ginna con ese tono que ella usaba cuando disfrazaba órdenes a manera de sugerencias.
—Tengo que llamar y avisar a Dianna, seguro ella ya quiere verlas —dije suplicante al tiempo que marcaba en el altavoz del auto, esperando que en verdad ella me ayudase a escapar de la tortura que era estar con sus familiares.
—¿Bueno? —la hermosa voz de mi mujer contestó al otro lado del teléfono.
—Amor, vengo en camino con tu madre y tus hermanas.
—¡Hola, Popurris! —interrumpieron sus hermanas utilizando un apodo infantil, que Dianna aborrecía y odiaba por completo.
—Con el retraso del vuelo ellas quieren desayunar…
—¡Ah!, ya tengo todo listo para hacer el desayuno —exclamó Dianna claramente entusiasmada, —voy a prender la estuf….
—¡Ay no, hija!, no te molestes, no queremos hacerte trabajar… Pepe aquí nos puede llevar a desayunar, tú mejor descansa y cuida del pequeño…
—No es trabajo, ya tengo casi todo listo…
—No, no, no, tú tranquila, nosotras llegamos más tarde.
Mientras discutían, trataba de ver una forma de intervenir, pero no había mucho que pudiera hacer. Finalmente, Dianna colgó el teléfono derrotada
—Provecho, las espero —su voz me partía el corazón, imaginaba la escena Conociéndola como yo, sabía que seguro ya había preparado algo de desayunar, ella gustaba mucho de cocinar, y ahora se sentía rechazada o relegada. Al mismo tiempo, el odio que ya sentía por las brujas de Susannah, Johanna y Ginna sólo crecía en mi interior.
— Entonces, Pepe… ¿A dónde nos vas a llevar a desayunar?
Conduje tratando de ignorar a la vieja gorgona, no pude evitar un pensamiento fugaz que atravesó por mi cabeza: «Si las cosas no mejoran durante el día, antes de llegar la noche podría terminar alguien muerto.»
Salí de mi ensimismamiento al oír nuevamente la voz gangosa de su señoría Georgina.
—Pepe, ¿a dónde nos llevarás, muchacho? —mi suegra repitió la pregunta.
—Conozco unos tacos de pancita muy ricos cerca de San Juan de Dios.
Sabía que la sugerencia les irritaría. De reojo, por el espejo retrovisor, me percaté de sus expresiones que denotaban asco. Estaban acostumbradas a otro tipo de vida por el solo hecho de vivir en el extranjero. Se decía que nada más cruzar las puertas del aeropuerto neoyorquino, a los mexicanos como ella se les olvidaba cómo hablar español.
Naturalmente, unos deliciosos y nada higiénicos tacos de pancita del centro de mi ciudad, eran la divina oposición a lo que ellas necesitaban.
—Pepe, querido, es pronto para esos tacos que mencionas —objetó, ahora preocupada.
—¡Oh no, Ginna!, permíteme insistir, nunca es demasiado pronto para tacos.
La posición obligada como chófer que ellas mismas me otorgaron, me permitía contemplarlas a mis anchas por medio del espejo. Lucían como una pintura de Botero, sólo más moderna y más grotesca.
¡Cómo las detestaba! A ellas y a su imposibilidad de aceptar con decencia el amor que Dianna y yo construimos.
Aún calaban los recuerdos de nuestra boda. El desfile de buitres panzones caminando por el altar, vestidas de negro y con velos de crepé sobre sus caras rubicundas. Y mi Dianna, ocultaba lágrimas de vergüenza a lo lejos.
Por eso insistí en llevarlas a los tacos de pancita de Don Julio, con la esperanza de que su local hubiera permanecido igual de insalubre como aquella ocasión en la que me mandó al hospital por una tifoidea de los mil demonios.
Si hubiera sabido, sin embargo, cómo se desarrollaría todo aquello, habría pensado dos veces el llevarlas a desayunar con Don Julio y sus tacos panteoneros.
—¡Gina!, ¿no me recuerdas?, ¡soy Julio, de la secundaria de san Andrés!
—¡Julio! —sonrió nerviosa.
—¿Qué te has hecho, mujer?
«Toda una vaca» pensé contestándole en mis pensamientos como si yo participara de aquella extraña conversación.
—Julio… ¡Qué brazotes tienes!
—¡Y además soy soltero!
Aguarden un momento, ¿se estaban coqueteando? Las hermanas de mi mujer y yo observábamos extrañados el cuadro que de Botero pareció transformarse en la escena de los vagabundos de la película Viridiana de Luis Buñuel. Don Julio había resultado un viejo novio de doña Gina cuando ambos iban a la secundaria allá por el barrio de san Andrés.
En ese momento ocurrió algo que lo cambiaría todo por completo, mi suegra, el taquero, las cuñadas y las demás personas parecieron quedarse suspendidas en el aire; miré extrañado la escena al momento que escuchaba un silbido que entonaba «Sympathy for the devil» de los Rolling Stones. Me aproximé hasta la última mesa, al fondo del lugar donde estaba un hombre que parecía de más de cincuenta años, delgado, con un traje de lino en color gris, las piernas cruzadas, en su boca un puro y en su cabeza un sombrero Panama Jack. Parecía estar jugando póker con un par de desconocidos que permanecían, al igual que todas las demás personas, congelados en el aire.
—¿Hola?
—Hola, José, ¿qué tal te trata la vida?
—¿Quién es usted?, ¿cómo es que sabe mi nombre?
—Porque soy el diablo
—¿El diablo?
—Sí. He venido a proponerte un trato. Toma asiento.
El humo que envolvió aquella mesa permaneció estático, como si hubiese quedado atrapado en una fotografía tridimensional, un as de espadas en el aire suspendió involuntariamente su vuelo antes de aterrizar junto a los demás naipes sobre la mesa, la mueca de una risa maliciosa paralizó los gestos de uno de los jugadores desconocidos para José en aquella circunstancia.
El diablo chasqueó los dedos índice y pulgar de su mano derecha, de pronto José estuvo sentado en una sala de espera de paredes blancas pulcramente pintadas, pisos brillantes de mármol, sin puertas ni ventanas, un par de mullidos sillones negros de piel hacían el alto contraste en aquel sitio.
El demonio, aún ataviado con su elegante vestimenta y su sombrero panamá adornado con su típica cinta negra, ofreció una bebida a José, señalando una cantina dispuesta cerca de ellos:
—¿Qué apeteces, José? ¿Tequila, ron o tal vez un bourbon?
—¿En dónde estoy? —replicó un incrédulo José.
—Amigo usted está en el infierno, mi infierno, y mi infierno es su casa, así que siéntase cómodo y en confianza…
El diablo hizo una pausa para dar una chupada a su habano y continuó con su monólogo:
—En primera instancia, quiero dejarle en claro, José, que no me interesa su alma, ni su cuerpo, ni su linda mujer, de hecho no me interesa nada de usted en lo absoluto, amigo mío es usted demasiado bueno, sería una verdadera pérdida de tiempo y de recursos dedicarme a tentarlo para que me entregue su alma, más bien lo he traído a mi oficina para hacer negocio.
Una diabla escultural entró en escena, como si sus movimientos hubiesen sido ensayados para una puesta teatral, llevó a su jefe un par de vasos tumbler cortos con whisky en las rocas, José miró las nalgas de la asistente cuando ésta se retiró, en ese momento el diablo carraspeó y continuó con la conversación:
—¿Bastante apetitosa, cierto?
José sonrojado, titubeó con las palabras y quiso disculparse, pero el elegante chamuco, lo interrumpió:
—No se disculpe José, la chamaca esta muy buena, su reacción era lógica, en fin, a lo que he venido… Usted sabe amigo, que en estas épocas navideñas, es difícil que la gente peque, andan con esas ondas de amor, paz y prosperidad, y el negocio de las almas decae. Entonces oportunidades como la que se me ha presentado, no pienso rechazarla, ese tal don Julio, el taquero, se le ocurrió la grandiosa idea vender su alma, a cambio de vivir sus últimos días en compañía de su gran amor, ¿y sabes quién es esa mujer?
José negó con la cabeza, al tiempo que bebía del whisky que le invitaron.
—¡Pues tu suegra, querido amigo!, se trata de tu suegra, y me has facilitado las cosas al traerla, sin embargo en los asuntos del corazón no tengo influencias, ahí es donde tú entras, Josecito. Haz que tu suegra se enamore del taquero y yo a cambio te cumpliré tu más ferviente deseo. Y mira que te estoy haciendo el favor con la idea de desaparecer a tu suegra porque esa opción no entra en este trato. ¿Qué dices, le atoras? —El diablo extendió su mano con el fin de estrecharla con la de José y así formalizar su pacto.
El tiempo recuperó su peso, el propio viento volvió a soplar, en mi palma aún podía sentir el inconfundible calor de estrechar otra mano; sin embargo, donde debería de estar esa otra mano, sólo quedó un as de corazones. Estaba yo frente a la misma mesa donde el así llamado “diablo” hubo estado jugando poker y como símbolo de nuestro pacto, introduje la carta en el bolsillo interno de la chaqueta que llevaba puesta. Regresé decidido al lugar donde Julio seguía cortejando a la bruja de mi suegra, quien sabiéndose observada, tenía una mueca agridulce en el rostro.
—Don Julio, ¿cómo es que conoce a mi querida suegra? —las dos hijas se asombraron con la familiaridad de mi saludo, en ambos rostros se leía claramente la palabra “asco”. Ginna por otro lado parecía no saber cómo manejar aquello.
—Chamaco, mira nomás ¿hace cuánto que no te parabas por aquí? —“Desde que sus tacos me mandaron al hospital” pensé, —y acompañado de la mismísima Ginna, mi antiguo…
—Amiga —interrumpió Ginna —somos amigos de hace tiempo —la vieja mujer cuervo intentaba, sin demasiado éxito, mostrarse molesta; sin embargo, se le dificultaba ocultar un atisbo de felicidad a la amargada de mi suegra.
—¿Pero qué dices, mujer?, si tú y yo nos perdíamos en estas mismas calles bien agarrados de las manos.
—¡Ay, don Julio!, por favor, no frente a mis hijas —a pesar del tono ofendido de sus palabras, una mueca alegre se asomaba en el rostro de Ginna.
—Pero que pequeño es el mundo, es más, don Julio, ¿por qué mejor no lo invito a cenar?, para que se pongan al corriente usted y Ginna —las miradas sorprendidas de mis tres acompañantes mejoraron mi día considerablemente.
Luego de desayunar acompañados de don Julio, y de darle las indicaciones de cómo llegar a la casa, llevé al trío de cuervos con Dianna que las recibió con el mismo calor del que me había enamorado hacía años. Yo sin embargo, me debía encargar aún del Robot-metamorfo de Andy.
Y no me mal entiendan, en este punto mi alegría por salir de la casa y no seguir escuchando a aquellas arpías, era mayor que la flojera de buscar el famoso robot-metamorfo de mi hijo. Sentía urgencia por comprar el juguete para regresar a casa a planear la cena a la que asistirían don Julio y mi suegra. El alivio se disipó al llegar al centro comercial, los automovilistas peleaban por los lugares de estacionamiento, las señoras atiborradas de bolsas, se atravesaban en cualquier lugar, atropellando a quien estuviera en su radio de alcance.
Al entrar a la juguetería el caos empeoró, pues al parecer Andy no era el único que quería un Robot-metamorfo para navidad, la aglomeración frente al estante principal de la juguetería lo dejó muy claro. Mientras analizaba la turba de personas, buscando un recoveco para colarme, volví a sentir que todo mi entorno se suspendía en el aire y era el único que seguía moviéndose. Junto al estante estaba el hombre de la taquería, con su mismo traje gris y sombrero panamá sosteniendo en sus manos uno de los preciosos juguetes. Lo colocó en mis manos al tiempo que me decía — desde hoy tienes una misión más importante que comprar Robots, mi estimado José, — guiñó uno de sus ojos, irradiando tranquilidad.
Salí de prisa de la juguetería apretando contra mi cuerpo el regalo y esquivando una muchedumbre que, con menos suerte que yo, se dirigían hacia las tiendas como los zombis de una película que buscan cerebros frescos. Anticipando el siguiente paso en mi plan con el diablo, recordé que en la última reunión familiar Johanna nos había presumido sus habilidades de bartender, su primer trabajo en la gran manzana, consistía en preparar martinis para todos. “Igualitos a los de Sex and the city”, presumía. En aquella ocasión, Ginna les entró con singular alegría bebiendo uno tras otro. —Esto es lo que se toma el extranjero — decía carcajeándose y chocando las copas con quien estuviese más cerca. Por un momento dejó de parecer la persona odiosa que conocía, incluso lucía agradable, por lo que no me importó pasar la tarjeta de crédito en la vinatería para pagar un cargamento de alcohol y todo lo necesario para que Johanna preparara los dichosos martinis en la cena. El plan tomaba forma.
Mientras mis cuñadas entretenían a mi pequeño con pláticas que el inocente no entendía, aproveché la distracción para entrar de nuevo a casa, escondiendo el regalo de Andy cuál agente secreto de la CIA en mi chamarra café. Era más que evidente que mi suegra no había bajado de la habitación que comúnmente disponemos para ella, ya que Diana estaba un poco retrasada con los preparativos de la cena.
“Lo importante no es la cena, sino el agua de Baco para mis invitados”, pensé al tiempo que entraba a la cocina para auxiliar a mi mujer y tomé ventaja para decirle lo de nuestro invitado de última hora:
—¿Qué te hace falta por preparar? —le dije tomándola suavemente de la cintura.
—Sólo falta la ensalada —me contestó dulcemente.
—Fíjate que invité a un viejo amigo, seguro lo recuerdas.
—¿Es José el dentista?
—No, es alguien a quien he decidido perdonar.
—¿Es el viejo vecino que deja su basura por las noches en nuestra puerta? ¡Vaya!, eso sería un gran gesto.
—No, es don Julio el taquero. Le he decidido perdonar la indigestada que me provocó.
Diana soltó una carcajada sin dejar de preparar la crema para la pasta. Ya casi era hora de que el festín comenzara y juntos, como el gran equipo que somos, preparamos la mesa: 7 platones con bordes de nochebuenas doradas junto a sus cubiertos correspondientes; al centro de la mesa estaban los lomos con ciruela que tan deliciosos le quedan a mi amada; dos tazones con ensalada mediterránea y otros tantos con espagueti a la crema; sin faltar el enorme florero que habíamos comprado con doña Sarita, la florista del mercado.
Ya estando a la mesa mis cuñadas, mi hijo y esposa, bajó mi suegra lentamente por las escaleras, casi escondiéndose. Cuando hubo llegado a la mesa sonó el timbre de la casa. Acudí al llamado, y felizmente descubrí que era mi invitado. Don Julio, muy bien perfumado y cambiado de ropas, traía consigo un apetitoso pastel de nueces en las manos.
—Pase usted, don Julio, le estábamos esperando, tome asiento —dije mientras le recibía el pastel y le señalaba su asiento.
Mis cuñadas se echaron unas miradas entre ellas para luego sonreír hipócritamente a don Julio, pero mi suegra, la bruja mayor, lo miraba sonriente a la vez que se acomodaba el enorme tupé rubio que sobresalía de su frente, ni sus exageradas chapas coloradas pudieron ocultar que la presencia de don Julio la ruborizaba y la ponía nerviosa. “Vamos bien”, pensé.
—Muchas gracias por la invitación, es un honor para mí pasar este día tan especial con una familia tan… hermosa —al decir esta última palabra, detuvo su mirada en Ginna, quien al percatarse del mensaje, hundió su rostro en la copa martinera.
Dianna me miró con los ojos saltones apretando los labios para no soltar la carcajada por tan anticuados cortejos de don Julio.
—Gracias, Don Julio, por sus palabras. Es un placer tenerlo de invitado —contestó mi esposa, al mismo tiempo que encendía las velas del centro de mesa.
—Bueno ya, vamos a cenar que tengo hambre —dijo Susannah a manera de interrumpir aquella incómoda escena.
—¡Sí, hay que cenar, porque ya me quiero dormir para que Santa llegue más pronto! —dijo mi pequeño exaltado.
Todos soltamos la carcajada y nos dispusimos a cenar.
—Y… cuéntame entonces Ginna, qué has hecho todos estos años, además de tener a estas hermosas mujercitas —preguntó don Julio a mi suegra, haciendo girar su mano izquierda, señalaba a mi esposa y mis cuñadas.
—No gran cosa, disfrutar del sueño americano, viviendo en una de las ciudades más hermosas del mundo —respondió la arpía —Y tú, ¿te casaste? ¿Tienes hijos?
—Me divorcié hace años, nunca tuve hijos y me di cuenta que no amaba a mi ex mujer, la realidad es que mi corazón siempre ha pertenecido a otra mujer que no he podido olvidar desde mis años mozos y con quien pienso casarme pronto —otra vez, don Julio hacía énfasis en algunas palabras mientras echaba la mirada pícara a mi suegra, quién parecía ponerse aún más nerviosa.
Mis cuñadas se veían incómodas con los cortejos del taquero hacia su madre, pero Dianna y yo nos tocábamos con la rodilla por debajo de la mesa, nos parecía divertido.
De pronto, don Julio soltó de golpe el tenedor que contenía un trozo de carne, cambió de color, se ponía entre morado y rojo, después comenzó a toser con fuerza.
—¿Almendras? ¿El lomo tiene relleno de almendras? —preguntaba don Julio, y enseguida se empinó la copa de Martini y se tocaba la garganta. Parecía asfixiarse —¡Alérgico, soy alérgico a las almendras! —repetía cuando la asfixia lo dejaba hablar.
“No puede ser”, pensé, si se muere este hombre, el diablo enfurecerá conmigo por no haber cumplido el trato.
Sin pensarlo dos veces, Ginna corrió a posicionarse a espaldas del taquero y comenzó a hacer presión contra su vientre.
El tiempo se congeló una vez más en el momento en el que la comida salía volando de la boca de Don Julio. La carne y su relleno quedaron suspendidos en el aire en pausa, al igual que las caras de alivio de Ginna y Dianna, así como las de asco de Johanna y Susannah. Andy también quedó pausado cuando estaba a punto de darle unas palmaditas en la espalda al taquero para auxiliarlo. Y por último, estabamos el diablo y yo, ambos con la ceja izquierda arqueada.
—Es la tercera vez en esta semana.
—¿Disculpe?
—¿Ya te mencioné por qué pedí tu ayuda, mi estimado José?
—Porque en asuntos de amor usted no tiene influencia…
—Exacto, pero sí tengo otro tipo de asuntos, centenares de asuntos más importantes que éste, los cuales requieren mi atención, y ya estoy harto. Tengo un trato con el taquero. Le prometí que pasaría sus últimos días al lado de la mujer que ama, el problema es que este hombre siempre está al borde de la muerte.
—¿En serio? No parece muy extremo.
—No lo necesita, todo se debe a las creativas venganzas de sus clientes indigestados, pero ésta no la esperaba…
—Esa no era mi intención, aunque ahora que lo menciona, no creo que haya mejor venganza que emparentarlo con mi suegra.
—Pues me urge que pasen tiempo juntos, no me importa que sólo sea una semana, en cada ocasión que estoy a punto de cerrar algún buen negocio, tengo que correr a salvarlo, pero ésta, fue la ultima vez.
—¿Eso quiere decir que…?
—Sí, tu suegra no sabe nada de primeros auxilios, actuó por un instinto que no serviría de nada, pero ya está. —Dicho esto el demonio se desvaneció y el tiempo volvió a la normalidad.
“5, 4, 3, 2, 1… ¡FELIZ AÑO NUEVO!”
Recibí el nuevo año con mi pequeño sobre los hombros y mi esposa entre los brazos, con mi suegra y Don Julio secreteándose a lo lejos no podía pedir nada más.
Sin duda había pasado las fiestas de fin de año más divertidas de mi vida: la cena navideña transcurrió sin mayor contratiempo después de la visita del diablo, pero a la mañana siguiente nos dimos cuenta de que las arpías no resultaron inmunes a los poderosos y poco higiénicos tacos de pancita, por lo que pasaron los días posteriores a la navidad en el hospital.
Amablemente, tal y como lo esperaba, Don Julio se ofreció a cuidarlas, sobre todo a Ginna que, por quedar bien, le había entrado con singular alegría a los taquitos que la habían guiado a su antiguo novio.
En cuanto tuve a mi suegra y cuñadas de regreso en casa no perdí tiempo y propuse un espontáneo viaje a Puerto Vallarta, incluyendo, por supuesto, en la invitación a Don Julio.
Sin embargo, mis cuñadas se negaron, molestas por los daños causados a sus personas por el hombre que además había decidido revivir un romance con su señora madre; así que las dos hermanas abandonaron a su líder y tomaron el primer vuelo de regreso a Nueva York, mientras nosotros partíamos a Puerto Vallarta.
Y henos aqui, disfrutando de la fiesta de Noche vieja en el Malecón. He cumplido con mi parte del trato y confío en que el demonio hará lo mismo.
—¿Sabes, amor? —Dianna se volvió para mirarme
—¿Qué cosa?
—Presiento que éste será nuestro año.