
Por Alejandra Maraveles
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Pedro Calderón de la Barca
Sonó el despertador con su despiadado tintinear, primero abrí un ojo y después el otro, me rehusaba a levantarme, se estaba muy bien en la cama, se sentía tan cálida, tan atractiva, tan irreal… sí, esa era la palabra correcta, de nuevo tenía esa sensación de irrealidad. Siempre me sucedía lo mismo cuando soñaba con él. En mi mano aún podía percibir el toque de su mano. Más que un sueño parecía algo que en verdad hubiera pasado.
–Se te va a hacer tarde –escuché a mi madre hablar a través de la puerta.
–Ya voy –respondí con una voz que demostraba el poco entusiasmo que experimentaba con el hecho de dejar mi acogedora cama.
Con mucho esfuerzo logré sacar mi entumido cuerpo de su aletargamiento. Tomé una rápida ducha y me dispuse a arreglarme. Aunque realmente no le veía el motivo para hacerlo. Por más maquillaje que utilizará o ropa elegante que vistiera, iba a ser otro día igual al anterior.
–¡Ánimo, Vero! Tú puedes hacerlo –dije en voz alta mientras me miraba al espejo.
Lancé un suspiro y bajé a desayunar. En cuanto entré a la cocina comencé a recibir el acostumbrado discurso de mi madre, mientras tomaba una taza de café alcanzaba a escuchar algunas de las repetidas frases “¿Hasta cuando vas a seguir esperando para casarte?”, “Con los años no te haces más joven”, “Sé realista y no quieras encontrar a un hombre perfecto”… un poco más y comenzaría a hablar de los vecinos que aún no se casaban y que podían ser “un buen partido”, eso claro, si yo obviaba ciertos detalles como que bebían mucho, no tenían trabajo estable, dos o tres ex esposas o algún hijo extraviado.
–Tú tampoco eres perfecta –mencionó mi madre cuando estaba por salir de la cocina.
–Ya lo sé –respondí con hastío.
Partí de la casa con ese sentimiento de soledad que se había vuelto como mi sombra. No necesitaba escuchar a mi madre para saber que cada día me hacía más vieja y que si no me casaba pronto, debía prepararme para pasar el resto de mi vida sola. Pero, ¿qué podía hacer? No es que fuera demasiado exigente, simplemente buscaba alguien que me emocionara la mitad de lo que me emocionaba el joven de mis sueños.
No conseguía precisar cuándo había soñado con él por primera vez, ¿a los quince años o había sido antes?, en verdad no lo recordaba, aparecía con tanta frecuencia cuando dormía que me resultaba difícil llevar la cuenta. Lo que sí recordaba eran los ojos verdes, la piel tostada y aquella sonrisa tímida. Sólo pensar en él me hacía estremecer. Reí con cierta frustración al tiempo que conducía rumbo a la escuela.
Llegué a la preparatoria con los ánimos por los suelos. Registré mi entrada en el checador, miré mi portafolios para asegurarme de haber impreso lo necesario. Una vez hecho esto, me dirigí a mi salón de clases. Era la primera semana del nuevo semestre y los adolescentes andaban todavía con la euforia de las vacaciones recién terminadas. Cuando entré al aula me encontré con el escenario esperado: los alumnos que hablaban en voz muy alta, al grado que aquello parecía un mercado en día de ofertas; otros estaban grabando TikTok’s; algunos se tomaban selfies; sólo había un par en sus respectivos asientos, pues el resto estaban de pie o en otros lugares que no les correspondían. Lancé un fuerte suspiro, aunque fueran alumnos distintos siempre era lo mismo.
–¡Buenos días! –saludé con la voz más fuerte que mi garganta permitió –Apaguen o pongan en silencio sus celulares.
La mayoría de muchachos, al verme parada frente al escritorio, reaccionaron como ratones espantados. Esperé a que todos corrieran a sentarse y a que hubiera el suficiente silencio para dar comienzo a la clase. Les pasé el programa semestral de clases impreso a los chicos sentados al frente para que las fueran distribuyendo a los compañeros. Oí cierres abrirse, sonidos de papeles y algunos susurros mientras pasaban las hojas a los compañeros que tenían atrás. Saqué la lista de asistencia y me disponía a pasar lista, cuando sentí que alguien me miraba. Estaba habituada a que los alumnos lo hicieran, pero esta mirada era diferente, al grado que desvié los ojos para buscar a quién lo hacía. En la última fila pegado al rincón del aula encontré al dueño de la misma.
Mi corazón se aceleró y la respiración comenzó a dificultárseme. Mis manos temblaron inconscientemente, quise hablar, pero las palabras parecían haberse dado unas vacaciones porque no acudieron a mi boca. Había visto su cara miles de veces como para no saber de quién se trataba.
–¿Se encuentra bien? –preguntó una de las chicas de la primera fila.
Mi voz se negaba a funcionar, así que asentí con la cabeza, con las pocas fuerzas que aún conservaba en las piernas, di unos pasos hasta el escritorio y me acomodé en la silla con cierta torpeza, obligándome a respirar para recuperar los sentidos. El habla regresó a los segundos, pero el nerviosismo se mantuvo atado a mí durante el resto de la clase.
Terminada la sesión, corrí hacía los baños de maestros, mojé mi cara y miré la imagen pálida que el espejo me regresaba. Durante años había jurado que cuando viera al protagonista de mis sueños no desperdiciaría la oportunidad para conocerlo mejor. Sin embargo, jamás imaginé encontrármelo en tan incómoda situación.
Debí suponer que el destino me iba a jugar una mala pasada, por fin después de tanto tiempo, él había aparecido delante de mí, pero, ¿cuántos años tenía? Dieciséis, tal vez diecisiete, yo prácticamente le doblaba la edad, bien podría pasar por hijo mío. Las lágrimas se anegaron en mis ojos. Aquello era un espejismo de la imagen que había soñado.
–Soy una tonta –dije antes de salir del baño. No podía dejar que algún otro maestro me viera en semejante estado.
Caminé por el pasillo rumbo al salón de profesores, la siguiente hora la tenía libre, y deseaba estar sola un rato. A unos metros de llegar, vi al muchacho de ojos verdes recargado en la pared. Mi primer impulso fue detenerme y dar la media vuelta, aunque fuera lo más cobarde de mi parte, era sólo un muchachito… pero antes de que pudiera hacerlo él volteó a verme y dibujó esa tímida sonrisa que había visto ya tantas veces antes de conocerlo.
–¿Está todo bien? Se veía un poco indispuesta –se dirigió hacía mí.
Su voz me sorprendió un poco, era pausada y a la vez sonora, más madura que la de cualquier chico de su edad. Hasta ese momento me percaté que jamás hablaba con él en mis sueños y que su voz me era algo desconocido.
–Sí, todo está bien –me apresuré a responder.
–Me alegro –dijo él sin dejar de sonreír.
–¿Necesitabas algo? –pregunté con nerviosismo.
–No, nada, sólo quería ver si estaba bien, así que ya me voy, nos vemos mañana en clase.
El muchacho se quedó en silencio unos segundos, después juntó las palmas de sus manos y abrió la boca, pero no dijo nada más, simplemente caminó por el pasillo hasta llegar a los jardines. Yo permanecí ante la puerta de la sala de maestros varios minutos, observando cómo desaparecía en medio de los arbustos. Era inconcebible que, a mi edad, un adolescente me inquietara de esa manera.
Los siguientes días semejaron más a una pesadilla, estaba perdiendo mi buen juicio, ver al muchacho me emocionaba, me esmeraba en mi arreglo diario, aún sabiendo que cualquier tipo de relación con él resultaba imposible. Si los días eran como pesadillas, las noches eran un infierno. A los segundos de haber dormido, soñaba con él, lo veía tomarme de la mano y caminar como un par de enamorados. Lo veía reír y mirarme osadamente. Comencé a preocuparme tanto que no quería dormir más. Eso fue fácil las dos primeras noches, mas al transcurso de los días, no importaba cuantos cafés tomara, el cansancio se apoderaba de mí para entonces sumergirme en aquellos sueños que disturbaban mi mente. ¡Me estaba volviendo loca!
–Te ves cansada –mi madre señaló la mañana de aquel lunes.
–No he podido dormir bien –respondí tratando de darle a mi comentario un aire de descuido para no levantar sospechas ante la mirada inquisitiva de quien me había criado.
Antes de salir de casa, me miré al espejo, las ojeras estaban muy marcadas, mis ojos lucían tristes como si un velo de lluvia amenazara constantemente con desbordarse hacía el resto del rostro. Me sentía débil y un tanto distraída, aquellos sueños que durante años me habían obsequiado retazos de felicidad, estaban volviendo mi vida miserable.
Pude comprobar que manejar cansada disminuía las habilidades, había estado a punto de chocar un par de ocasiones, así como de atropellar a una mujer cuando ya estaba cerca de la escuela. Mis movimientos se habían vuelto más lentos que los de un caracol. Caminé por el pasillo con aquella pesadez, mis ojos se abrían y cerraban al ritmo de un andante que bien podría haber sido el compás de una canción de cuna, porque por un segundo cerré mis ojos, tropecé dejando caer los libros y hojas que llevaba conmigo.
Cuando menos pensé, el chico de mis sueños estaba ayudándome a levantar. Las piernas no me respondían, así que me senté en una banca esperando que la fuerza volviera a ellas.
–¿Está bien? ¿No se lastimó?
–Estoy bien… creo –respondí sintiendo como el carmín de la vergüenza pintaba mi cara.
El muchacho recogió las cosas dispersas por el piso del pasillo. Después se acercó a la banca y se sentó a un lado mío.
–¿Sabe? – él dijo con aquella sonrisa entreabierta que apenas dejaban ver sus aperlados dientes –, la primera vez que la vi, pensé que ya la había visto en algún lado, su cara me era muy familiar. Quería preguntarle si nos habíamos conocido, cuando la encontré en el pasillo cerca de la sala de profesores. Pero mientras hablábamos me sentí muy tonto y mejor me fui.
Abrí los ojos con la incredulidad plasmada en la mirada. Él sonrió ligeramente, parecía algo avergonzado.
–Sólo se lo cuento, para que no piense que soy peligroso o algo así, por eso me le quedo viendo tanto. Supongo que nunca nos habíamos visto antes, si nos conocimos tal vez fue en otra vida –el muchacho lanzó una sonrisa un tanto melancólica, como si pensará que la idea era descabellada –. En fin, no quería incomodarla, no le de vueltas a las tonterías que acabo de decir… aquí le dejo sus cosas. Nos vemos en clase.
El chico se levantó y me miró como quien acabara de quitarse un peso de encima. Dio la medía vuelta y con despreocupación siguió por el pasillo. Yo permanecí unos minutos en aquella fría banca de cemento, me llevé una mano a la mejilla, inhalé aire y observé a mi alrededor. Él tenía razón, sólo en otra vida, en otro tiempo y lugar era posible una relación entre ambos. Había pasado tanto tiempo soñando que me estaba olvidando de vivir. Quizá no era demasiado tarde como para salir con alguno de aquellos “buenos partidos” de los que mi madre no paraba de hablar, si bien mi vida no sería como un sueño, al menos sería una vida real.