
Instagram: @Nubikini
Por Marisol Arnot
A mí nunca me picaron las chinches. No sé por qué. A mi hermana la mediana sí, mejor dicho: ¡se la comían a la pobre! Le salían unas ronchotas rojas, rojas, rojas, por todas las piernas y brazos. Sería por su color, ella es la más blanca de las tres, se podría decir que su piel es casi transparente. Pienso que por eso las chinches podían atravesar más fácil su carne e ir más rápido a lo que les trujía, Chencha, a la sangre.
Recuerdo clarito que cada cierto tiempo sacábamos los muebles al patio para desenchincharlos: las camas con todo y colchones, los sillones y las cómodas. Nos armábamos de picahielos y espulgábamos cada uno de los muebles. La estrategia consistía en matar las chinches con el picahielos, colocar un veneno en polvo sobre los muebles y luego dejarlos en el sol todo el día para que se orearan. Parecería una tarea fácil, pero no lo era tanto. Las chinches eran mañosas y se escondían en los hoyitos que se forman naturalmente en las tablas de madera, y entonces había que sospechar de todos los hoyitos e ir picándolos. A veces no se veían los animalitos, pero se escuchaban tronar y la sangre salía disparada salpicándonos los brazos y la cara. Los muebles se manchaban de motitas de sangre que después teníamos que limpiar con cloro.
A las chinches también les gustaba esconderse en los colchones, justo en esa orilla de tela gruesa que rodea el colchón, donde se unen las costuras. Ahí era más fácil encontrarlas porque su color café grisáceo contrastaba con el color de la tela, pero de esas zonas salían las menos, aunque las más gordas, pienso que eran las que tenían semanas alimentándose de la sangre de mi hermana la mediana.
Para ese entonces mi mamá ya se había ido de la casa y papá no teníamos desde mucho antes, así que era mi hermana mayor la que nos traía en chinga con la limpieza, decía que porque éramos nosotras las que traíamos las chinches de la calle, sobre todo de con las niñas de la casa anaranjada porque ahí era donde pasábamos más horas metidas.
Las niñas de la casa anaranjada eran cuatro y tenían poco de haber llegado a vivir a nuestra calle. Dos de ellas tenían una edad más cercana a la de mi hermana la mediana y las otras dos, de edad más cercana a la mía, así que pronto nos hicimos todas amigas. Hacíamos juntas las tareas, las más grandes nos ayudaban a las más chicas; a veces veíamos películas en la enorme tele que tenían en la sala; jugábamos con sus muñecas, ellas sí tenían muebles y coches para las Barbies, no como nosotras que en la casa armábamos las camas con toallas enrolladas y usábamos los zapatos de mi hermana mayor para simular el coche de Barbie.
Casi siempre los papás de las niñas nos invitaban a quedarnos a comer, y casi siempre nos quedábamos porque en la casa nunca había nada más que huevos y cosas para hacer sándwiches. Era una lástima cuando la mamá había cocinado espinazo con acelgas y las niñas estaban castigadas sin poder recibirnos de visita.
Por tal convivencia con las niñas, encuentro comprensible que, para mi hermana la mayor, la principal fuente de sospecha, con respecto al origen de las chinches, fuera la casa anaranjada, pero a mí me parecería injusto confirmar que fuera ese el origen, o al menos el único, porque también nos metíamos a otras casas. Visitábamos a doña Chole, casualmente los días que había hecho tamales estilo su tierra, de pollo y envueltos con hoja de plátano; a doña Lupe cuando hacía tortitas de camarón, a don Beto cuando hacía croquetas de arroz con leche. Pero si acaso hubiéramos intentado defender la casa anaranjada, hubiéramos tenido que delatar nuestra vagabundez y probablemente mi hermana mayor nos habría regañado más fuerte que de costumbre.
Aunque ella nunca estaba durante todo el día, porque se iba a la prepa y luego a trabajar en una tienda departamental, nos dejaba una lista con quehaceres de la casa: barrer, sacudir, trapear y por supuesto tener la tarea hecha. También teníamos permiso para salir a jugar a una hora en específico, pero para cuando ella volviera teníamos que estar dentro de casa ya bañadas, sin olor a casa ajena, como decía ella, y listas para dormir. Pero había ocasiones en las que perdíamos la noción del tiempo jugando con las niñas de la casa anaranjada y no era hasta que escuchábamos su chiflido que salíamos corriendo para encontrarla en la entrada de la casa, con una mano en la cintura y la otra recargada sobre el marco de la puerta. Nosotras nos poníamos frente a ella, como soldaditas esperando indicaciones mientras recuperábamos el aliento. No nos decía nada, pero con la pura mirada nos mandaba a bañar, no sin antes encuerarnos en el patio para dejar la ropa afuera, según ella era para tomar precauciones y evitar meter chinches u otros seres indeseables a la casa. Pero les digo que las chinches eran mañosas, quién sabe cómo entraban y conquistaban el terreno de nuevo, a los pocos meses teníamos que repetir la operación para desenchinchar los muebles.
Me remoto a ese tiempo y pienso en lo afortunadas que fuimos en tener como amistades a las niñas de la casa anaranjada.
Me gustaMe gusta