
Por José de Lómvar
Wilson, es su nombre. Wilson, rebota dentro de las paredes de mi mente mientras planeo qué hacer el sábado por la noche.
—Wilson —digo en voz baja.
La luz del sol en el ocaso brilla a través de los piquetes de madera del cerco. Vislumbro algo gris y peludo ojear a una bola de plumas grises. Me tallo los ojos para deshacerme del dolor y ceguera causado por leer volúmenes de literatura científica. Detrás de bigotes blancos, Wilson da un paso hacia una huilota. El espacio y el tiempo se dilatan en silencio, testigos de los movimientos de cabeza del ave. Cual salto cuántico, el gato brinca hacia el espacio vacío, cayendo a un lado de las margaritas. El cucu de la huilota hace eco en los muros del jardín, pero lejos de sentirse burlado, Wilson simplemente gira su cabeza, olvidando su caza fallida. Cinco minutos de actividad intensa terminan con pelusa gris enrollada en sí misma.
Mi celular suena, una, dos veces, tres. Es mi compañero de laboratorio.
—¿Hola?
—Oye, ¿qué vas a hacer hoy en la noche?
—No lo sé, justo estaba pensando en eso. Aún tengo unos artículos que leer para el lunes.
—Anda, han sido tres semanas de nada más que artículos. Vamos al pub.
—Un par de cervezas sí suenan bien —confieso —, pero en verdad necesito terminar de leer mis artículos.
—OK. Bueno, si logras convencerte de descansar, te veo en el pub a las ocho en punto, ¿OK?”
—OK.
En efecto, habían pasado tres semanas de clases, tres semanas de estadística, tres semanas de leer letras y los números impresos sobre papel blanco, hasta que todo signo perdiera significado. Volteo hacia Wilson y sonrío, con la esperanza de un día poder dormir dieciséis horas sin entrar en pánico debido a mi sin fin de tareas inconclusas. Suspiro ante mi dilema moral. La balanza estaba puesta: una noche de cervezas y música contra una noche de literatura. Me rasco el lóbulo de mi oreja izquierda, así como la barbilla. Wilson, en guardia contra su pelaje maloliente, se lame para eliminar todo olor y así asegurar su sigilo. Se enrolla sobre sus patas traseras y respira con profundidad, para resumir su descanso. Quieto salvo por su respiración, ni un sólo pensamiento de virtud o vicio se arrastra por su mente, pues el conflicto interno y la dignidad felina, se repelen como el positivo/positivo de dos campos electromagnéticos. El día ha terminado para Wilson, pero yo permanezco luchando contra una ansiedad alimentada por la tensión entre el deber y el miedo a la corrupción.
—Wilson —repito en voz baja, como si estuviera cantando un mantra oriental. —. Tu serenidad me fastidia.
El gato permanece en un estado de calma. Mueve su oreja, pero me encuentro inseguro si es para espantar a una mosca o si su intención es decirme: te escucho.
Envidioso de su paz interior, alzo la voz.
—¿Acaso no le temes a los peligros del caos del universo? Un hoyo negro podría tragarnos, un rayo gamma destruir el planeta, o la mente del sueño en el que vivimos despertar.
Alguna vez disparando su cuerpo con agilidad contra una paloma, Wilson ahora carece de la menor explosión de energía. Un bostezo es su respuesta.
—Si salgo, podría reprobar y perder mi beca, ¿quién te alimentaría, entonces?
Incapaz de tomar una decisión, continúo analizando a mi gato. Él no es un mojigato que sólo guarda prejuicios, ni tampoco es un vicioso que inspira perdición… tan sólo es una bolsa de pulgas. No se preocupa respecto de la incerteza del destino. Sentado en mi silla de lectura, me percato de tener mi respiración agitada.
A quién le importa si lo que está destinado a ocurrir, sucede. Me imagino a Wilson diciéndome. La muerte es nuestra única garantía.
Wilson, repito en mi cabeza. Tomo el celular y llamo a mi compañero de laboratorio.
—De acuerdo – concluyo después de una breve conversación. —Te veo a las ocho.
Solo se vive una vez como para tener miedo de vivir
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Wilson está lleno de infinita sabiduría, tan importante el trabajo como el descanso.
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Quizás todos debamos de tener algo de Wilson, excelente cuento.
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