El secreto de la felicidad

Por Víctor Hugo A. Sanmiguel

      Recorro entre la lluvia, difusas calles donde se aprecian tintes oscuros en el cielo, las sombras se desvanecen y los alrededores son desdibujados por las boiras. Recuerdo aquellas noches cuando a pesar de encontrarme distante a la niebla, era invisible… por lo menos ante mis padres. 

Me detengo e ignoro las gotas de agua que corren por mi rostro. Revivo aquella memoria en la que me encontraba exhausta de mi soledad mirando como las lágrimas de Dios se deslizaban sobre mi ventanal; decidí salir a caminar entre la lluvia, maravillarme con el chubasco, perderme en mi reflejo y a la vez encontrarme en él. Vestí mi impermeable amarillo, calcetas celestes y botas escarlatas. Esperé a que mis padres estuviesen dormidos y acariciando el suelo con los pasos me acerqué a la puerta. 

Miro a mi alrededor y me encuentro en el mismo lugar de aquella noche. Aprecio frente a mi cómo la lluvia cae formando un charco. Cierro los ojos recordando cómo al atravesar el umbral, la brisa suspiró y las hojas de un árbol comenzaron a danzar hasta caer al suelo. El delicioso aroma a petricor me ayudó a pensar. Inspirada por tenues luces de insectos, caminé por el parque hasta llegar a un hermoso espejo de agua, donde de manera inexplicable y a pesar de las densas nubes reflejaba a la perfección las constelaciones; extraño y hermoso a la vez. Aprecié su belleza de cerca. Mi rostro se asomó. Jamás me había atrevido a contemplarlo. Vi mis ojos cansados y tristes. Aun así me gustó mi imagen; era muy bonita. Una lágrima se deslizó por mi mejilla hasta caer al agua. El peso de aquella gota melancólica hizo temblar a las estrellas en el charco, mi reflejo se distorsionó y al calmarse el agua cobró vida. Nos miramos fijamente. Él me regaló una sonrisa y yo se la devolví. 

 Mi reflejo preguntó, — Madeleine, ¿Qué tienes?. 

Yo desconcertada respondí — No sé por qué vivo.  

Ella sonrió y me dijo — Vive y lo sabremos.

Volvió a congelarse. Con una sonrisa abandoné el miedo. Los astros se desvanecieron de aquel charco, dejó de llover y todo regresó a la normalidad. Desde ese momento sentí que una mujer vestida de estrellas me acompañaba. 

Abro los ojos. Contemplo la tormenta en la que estoy y frente a mí el espejo de agua brilla lentamente hasta reflejar las constelaciones. Me asomo mirando a la niña de impermeable amarillo, calcetas celestes y botas escarlatas. — Ahora lo sé — dije con una sonrisa observando cómo se desvanecía la pequeña Madeleine.