
Por Luis Fernando A. Sanmiguel
Llegué a un lujoso restaurante bar al norte de la ciudad. Era un alborotado viernes de quincena, el ruido de los cubiertos y las bulliciosas conversaciones se adueñaban del local.
Estaba solo, degustando una copa de vino tinto en un rincón del comedor, esperando a que trajeran mi cena, cuando la vi entrar al vestíbulo, portaba un elegante vestido rojo que movía con gracilidad. Se sentó en uno de los taburetes de la barra y pidió un trago. Observé sus ojos semejantes a dos semillas de café… estaban desprovistos de vida. Llamé al camarero.
–¿Ve a esa mujer que está en la barra? –dije señalándola.
–Sí –el mesero sonrió
–Quiero que sirva el mejor vino tinto que tenga, dígale que es de mi parte –le di la mitad del dinero que tenía para esa noche.
El camarero se retiró con la misión que le había encomendado.
Salí de mi ensoñación al ver a un hombre de traje sastre, gran estatura y una estúpida sonrisa que sonrojó a la recepcionista. Se acomodaba en el asiento frente a mi mesa, envolviéndome en las sombras a la vista de la mujer. El mesero abordó a la dama. Señaló el lugar donde me encontraba. La mujer me confundió con el hombre de la enorme sonrisa, al estar oculto detrás de su enorme figura.
Ella lo saludó ruborizada, él levantó su copa y la miró coquetamente. Me erguí de mi asiento, dirigiéndome a la barra en un intento desesperado para llamar su atención. Pedí otra copa de vino mientras reunía el valor necesario para conversar.
Al acercarme a ella, el aroma a vainilla se internó a mis fosas nasales. Apoyé mis brazos en el mostrador. Un sudor frío recorrió mis palmas. Comencé a leer las etiquetas de los licores para calmar mis nervios.
–¡Hola! –seguí analizando las botellas de la barra de exhibición.
–Hola –mencionó ella a la vez que se alejaba de mí.
–Te estaba viendo desde mi mesa…y me pareciste bonita. Me preguntaba, ¿te gustaría cenar conmigo?
Busqué su mirada. La decepción más amarga me embargó, al observar que se encontraba sentada con el hombre de la enorme sonrisa. Un piano comenzó a resonar en el comedor. La deslumbrante pareja se paró a bailar, fue entonces cuando decidí recuperar lo que era mío por derecho.
Derramé licor en la pista de baile y me apresuré a hablar con el músico
–Toque la canción más rápida que conozca
–¿Por qué? –me observó desconcertado.
Le arrojé un billete. Sin hacer más preguntas, el pianista interpretó “Cabeza de vaca”. Al notar el cambio de ritmo, el hombre de la sonrisa comenzó a danzar con elegantes movimientos dignos de un bailarín experto, pasmando a todos los clientes del restaurante. En el clímax de la pieza, la mujer resbaló. En un acto de reflejos, el hombre atrapó a la mujer en el aire y terminó el baile con un beso apasionado ante la ovación del público.
Rendido, decidí irme a mi casa, por el que antes fue un sendero hermoso, ahora era un terreno yermo y escabroso de un corazón roto.