Rigoberto y las gallinas mutantes

Por E. Pérez Fonseca

Antes que se descompusiera el refrigerador, todos convivíamos como gente decente dentro de la granja; el mozo tenía su cuarto y nadie lo molestaba, los perros tenían sus jaulas donde sólo se metían a dormir y el resto del día lo pasaban ladrando a quien anduviera junto a la cerca; las gallinas sólo hacían ruidos cuando querían su revoltura o que les prendiera el foco en las noches, el caballo y las vacas permanecían en los corrales sin dilema alguno. Rigoberto y yo, desde que se habían casado nuestros hijos, la pasábamos cuidando a los nietos. Pero volvamos al refrigerador, si no se hubiera descompuesto, nosotros seguiríamos muy tranquilos como habíamos vivido siempre, en nuestra casa dentro de la granja. Y es que un día ya no enfrió y Rigoberto lo llevó a reparar con mi compadre, el esposo de Patricia. Pobre Patricia, no sé cómo lo sigue aguantando si toda la vida lo tuvo que mantener por vicioso. No se lo lleves al compadre, le dije a Rigoberto, no sabe ni agarrar un azadón, menos va a arreglar el refri. No me hizo caso, por eso ahora tenemos que dormir en la casa de mi hija, porque las gallinas nos dejaron sin cuartos.

Era tan pesado el refrigerador viejo que lo tuvieron que cargar entre cuatro personas para lograr subirlo a la camioneta, se le caían piezas mientras lo levantaban. Saliendo de la granja, en el empedrado, parecía que se iba a desbaratar. El compadre duró semanas sin reparar nada, le dije a Rigoberto que mejor comprara uno nuevo y como mi viejo es bien tacaño, me trajo unas hieleras para que no se echara a perder la comida, quién sabe cuánto gastaba en los hielos, mas no quiso comprar un refri nuevo. De haber sabido que el compadre lo vendería al fierro viejo, mejor ni se lo hubieras llevado, le dije a Rigoberto cuando había pasado un mes. Entonces, mi viejo consiguió otro, era un aparato novedoso y tan grande que apenas cabía en la cocina. Te debió haber costado muy caro. No tanto, me lo consiguió Cano. Desde ahí me dio mala espina, ese Cano es un malandrín del pueblo, dice que trae cosas de Estados Unidos, pero todo se lo roba en la carretera a los traileros. Al principio, el refri nuevo funcionó bien, llené el congelador con montón de carne y las verduras que cortabamos de la huertita me duraban bastante. El problema fue cuando metí los huevos que ponían mis gallinas.

Gran susto me sacó abrir la puerta del aparato, ése que ni sonidos hacía, acostumbrada al otro tan ruidoso como un tractor. En una de las charolas y fuera de su cascarón se miraba un pollito y al lado, otro huevo estaba abriéndose, un líquido naranja brilloso goteaba sobre ellos, goteaba desde una cajita metálica que al principio pensé era parte del mismo refrigerador. Le dijimos a Cano y pronto vino por la caja; sabe en qué andaba metido ese hombre, a los días nos enteramos que lo habían hospitalizado por envenenamiento de radiación. Agarré los animalitos y los metí a la incubadora, tenían la piel toda azul, así sin plumas todavía, y aunque el refri enfriaba muy bien, los pollitos seguían calientes. Después de unas semanas, les salieron plumas verdes, como las de los pericos, pronto supe que eran hembras, al mes ya habían crecido al doble que las demás gallinas y ponían dos a tres huevos diarios.

Una ocasión, me metí al gallinero a dejarles unos elotes, escuché un grito, alguien llamaba a Rigoberto, sin embargo, no había nadie cerca. “Rigoberto”, gritaron de nuevo, y Rigoberto vino a preguntarme qué quería, pero yo no le estaba hablando, la que hablaba era una de las gallinas verdes o las dos, “Rigoberto”, seguían gritando. No sólo tenían plumas como los pericos, también hablaban igual que ellos.

Esas gallinas eran listas, a los tres meses ya sabían leer y escribir, sin embargo, muchos de sus huevos tenían embrión. Nacieron tantas que ya no ajustaba el maíz para alimentarlas. Empezaron a escaparse en el día, se comían el rastrojo de los caballos, se saltaban a los otros ranchos, y es que algunas eran muy desordenadas. Llévanos a tu casa, me dijo una de las gallinas aquella ocasión, quiero conocerla. Sólo porque era la más cariñosa la llevé conmigo. Así fue un día, al otro, las demás ya se sentaban a mi lado, en la sala a ver las telenovelas, aprendieron a usar el control y le cambiaban de canal, les gustaba mirar los videos musicales. Por supuesto que los vecinos estaban asustados. ¡Cómo que tienes gallinas que hablan!, eso era cosa del diablo. Me mandaron al padrecito del pueblo, mas era un hombre muy asustadizo y ni siquiera se quiso pasar del portón, casi se desmaya cuando una gallina le saltó encima. A veces son muy juguetonas, le dije, pero el padrecito huyó recitando montón de oraciones.

Las gallinas se volvieron una gran ayuda, una vez las dejé quedarse en una de las recámaras, fácilmente se encariñaba uno con esos animales tan inteligentes. Aprendieron bastante rápido las matemáticas, así me ayudaban a hacer las cuentas de las cremería. Si algo se me olvidaba, ellas me lo recordaban, incluso, si alguien me hablaba por teléfono, también tomaban los recados. Obvio, eran muy generosas; se trajeron aves de otros lugares, enseñaron a los zanates a liberar pájaros enjaulados, lo malo que todos venían a dar aquí a la granja, y como ellas se consideraban servidoras sociales, les dejaron el gallinero a los pájaros de la calle. Rigoberto se quejaba, aunque a veces lo veía con ellas haciendo bromas o contándole sus historias de cuando anduvo de bracero. En el pueblo la gente chismosa dejó de hablarnos, ya no compraban nuestros quesos, tenían miedo por las gallinas. De modo que nos hicimos famosos con los foráneos; había quienes sólo venían de turistas, llegaban preguntando por las gallinas mutantes.

Eran muchas las crías y les pedí que no se aparearan tanto porque ya no cabíamos en la casa, aunque siempre había una desobediente que se metía con gallos de los vecinos. Nosotros ya no podíamos mover un pie sin chocar con alguna; si me metía a bañar, estaban encima de mí, si me acostaba con Rigoberto, ahí andan de morbosas, si desayunaba, me pedían de mi comida. Una ocasión me encabroné tanto porque la casa estaba tan repleta de gorupos que era imposible vivir ahí dentro. Agarré mi escoba y las intenté sacar a palazos; unas si me obedecieron pero la mayoría estaban tan acostumbradas a vivir adentro que les causó un resfriado el aire exterior. Rigoberto también se enfermó de las vías respiratorias, el doctor le recomendó alejarse de las aves por un tiempo, por eso nos fuimos a vivir con mi hija.

Las gallinas ahí se quedaron, la última vez que las visité, me ofrecieron unos elotes asados y me contaron que había ido protección civil a hacer una inspección. El refrigerador que tantos problemas había causado, ya no estaba, supuestamente se lo habían llevado los inspectores porque estaba contaminado. En realidad no les creo a las gallinas, yo sé que lo vendieron, nunca les había gustado la comida congelada. Los inspectores dejaron un aviso de desalojo, mencionaron que el lugar se encontraba en peligro; una mezcla entre la paja de los nidos, el excremento y los gorupos generaba gases tóxicos. Las gallinas me pidieron que les consiguiera asilo en alguna casa, sin embargo, en el pueblo nadie las quería. Las estuve promoviendo con los turistas para que adoptaran algunas, pero sólo a las más obedientes, a las otras, luego las hacemos en un caldito.