
Por Mario Lozano
Morgan avanzó a rastras entre la arena y las rocas de la playa. El oleaje lo bañaba de algas y espuma. Cuando logró al fin incorporarse tembloroso, se frotó la cara aturdido y observó una bandada de papagayos que preñaban de graznidos el cielo matinal y lo pintaban de paletas de colores. Flotaba en el aire un olor dulce a concha marina. Las hileras de cocoteros lucían como empalizadas de plumeros gigantes. Racimos de plátanos verdes colgaban de abundantes bananos. Bordeaban la costa arrecifes de coral como filas de rocas verdosas. La vista alrededor era muy bella, ni qué dudarlo. Se trataba de alguna isla del Pacífico sur, pero ¿dónde?
Despegar él solo en su avioneta desde una aeropista de Fiji, y alejarse sin plan de vuelo ni permiso de las autoridades, fue la peor de sus aventuras de trotamundos. Aunque el resultado no fue tan malo como pudo haber sido: quizá dos o tres costillas rotas, leves contusiones en la cabeza, heridas en las manos y en las rodillas, un hombro dislocado y, claro, adiós a la avioneta, pues el fuselaje se encontraba a esas horas hundido en alguna parte del lecho marino. Hasta el momento, sin embargo, el milagro de la supervivencia parecía consumarse gracias al bote salvavidas de la avioneta.
La sal de la ropa empapada le irritaba la piel. La sed, la fatiga, el dolor del hombro y de las costillas, así como el entumecimiento del cuerpo arreciaban ahora que tomaba conciencia de su situación; así que recogió del suelo unos plátanos maduros y se sentó a la sombra de los bananos a descansar y a pensar.
Mientras paladeaba la pulpa verdosa y de sabor amielado de un plátano silvestre se preguntaba si la isla estaría habitada, si habría personas civilizadas o si tendrían telecomunicaciones. Al poco rato, y ya levemente repuesto, alcanzó a divisar una vereda en la zona boscosa posterior a la playa y decidió seguirla para buscar ayuda. Por unos minutos serpenteó entre la maleza y los riscos hasta que reconoció a la distancia a unos jóvenes morenos descamisados que repelaban hierbajos en los alrededores de unos cafetales y de unas plantas de piña tropical y de mango. Les gritó por ayuda. Los jóvenes se enderezaron sorprendidos y corrieron hacia él. Le hablaron en una extraña lengua y Morgan intentó comunicarse a señas tocándose el hombro y las costillas y haciendo gestos de dolor. Ellos lo guiaron entre borucas hasta una comunidad de chozas y palapas construidas con muros de madera pálida y bambú, y con techos de hojas de palmera. Ahí Morgan fue recibido por unas personas que le dieron a beber agua de coco, lo alimentaron y atendieron sus heridas.
Al correr de los días se sintió más fuerte y comenzó a comunicarse mejor con los lugareños. Supo que se encontraba en una isla llamada Manali, probablemente por el rumbo de Fiji o de Tonga. La gente de la isla era pacífica. Su medicina herbolaria y sus primitivas técnicas quirúrgicas eran sorprendentemente buenas. Un pan llamado mushko, cocinado a base de ñame, plátano, cacao, café y miel era el manjar más suculento que le habían dado a probar en su vida. Las mujeres manalianas eran hermosas. Morenas, de ojos grandes, labios carnosos, faldas cortas, pulseras de muñecas y tobillos. Y amaban la naturaleza y el arte. Los manalianos esculpían mucho, pues era común encontrar en las calzadas de la población o en cuevas de la isla diversas estatuas de piedra caliza; en especial, estatuas de hombres, como si el gran número de estas figuras compensara la poca presencia de varones isleños. Los hombres manalianos eran atléticos y serios, solían andar con el torso descubierto y eran en general obedientes a sus mujeres. Aunque en las culturas polinésicas las uniones poliándricas son muy comunes, en Manali prevalecían las uniones poligámicas, de un hombre con varias mujeres, debido sin duda, razonaba Morgan, a los pocos varones de la isla. Tiempo después se enteró que los manalianos comerciaban con sus vecinos de otras islas; y, aunque las manalianas fueran tan bellas, los extranjeros nunca tomaban esposas entre ellas porque las consideraban brujas.
Los niños de Manali corrían desnudos y libres. Cualquier adulto era responsable de todo niño que tuviera cerca, y lo cuidaba de peligros como caer a acantilados o jugar con serpientes.
Cada luna creciente de tres lunaciones se celebraba el Hanit, una fiesta nocturna donde se encendían fogatas en la playa, se contaban historias, se comían ensaladas de taro, ñame, fruto del árbol del pan, papaya, lechuga, mandioca y batatas, así como guisos de pato, jabalí o pollo; también se bebía hasta la embriaguez un delicioso ron artesanal manaliano y se bailaban los condbari, unos bailes autóctonos parecidos a los tamures tahitianos, de movimientos seductores y gráciles.
La hospitalidad manaliana cautivó a Morgan. Su espíritu aventurero y su rebeldía constitutiva contra la vida occidental lo movieron a permanecer en esa isla tan alejada de los desarrollos turísticos, de las sociedades industriales y de la cultura tecnológica moderna. En poco tiempo se adaptó a su nueva vida y se sintió un manaliano más.
En cierta ocasión que Morgan volvía de los caladeros de atún junto a otros compañeros paleando una piragua y envolviendo las redes de pesca le contaron que lo esperaba Noltahui, la anciana sabia del pueblo, para bendecirlo.
– ¡Bendito seas, hijo nuevo de la diosa madre Anulpuli! –decía la vieja Noltahui en lengua manaliana, mientras posaba las palmas de sus manos venosas en las sienes de Morgan–. ¡Bendita sea tu estirpe y todos los que te amen! ¡Bendito seas y que cumplas tus deberes de varón, hijo nuevo de Anulpuli!
– ¡Bendita sea usted, noble maestra Noltahui, y que disponga Anulpuli de mí, según su santa voluntad! –respondió Morgan con las palabras sacramentales correctas en la lengua manaliana, según le habían indicado.
Se llegó el cuarto Hanit que Morgan festejó en la isla. Unas jóvenes encantadoras bailaban alrededor de una crepitante fogata al ritmo sensual de los tambores. Entre ellas destacaba Tanilpi con sus guirnaldas de flores ceñidas al cuello y a las sienes. Morgan quedó al instante prendado de su fulgurante sonrisa, de sus ojos oscuros de obsidiana, de la frescura morena de su piel y de la magia de sus caderas danzantes en los condbari. En cuanto pudo, habló y bailó con ella. Se arrellanaron juntos en la playa para comer guiso de pato y saborear trozos de mushko. Bebieron agua de coco y ron. Caminaron de la mano cobijados por la luna creciente hasta la laguna del atolón del sur donde chapotearon y escucharon el canto de las ranas. En la tibia humedad de la noche, conversaron sobre los dioses que encendían fogatas en el firmamento nocturno, sobre las piraguas que la madre Anulpuli regaló a los primeros manalianos en el inicio de los tiempos y sobre el milagroso arribo de Morgan a la isla.
El nuevo hijo de la diosa Anulpuli y la hermosa Tanilpi se enamoraron y, al poco tiempo, se casaron. De acuerdo a las costumbres de la isla, Morgan eligió a dos esposas más, a Moterpa y a Handaue, de clanes distintos al de Tanilpi pero casi tan lindas y portentosas como ella. Las caricias y los goces se multiplicaron para Morgan, pero también los deberes. El tiempo ya no alcanzaba para cortar las papayas maduras, ni los cocos secos a los que había que extraerles la copra. No alcanzaba a desempolvar las palapas, a veces ni siquiera le daba el tiempo para ir a la pesca.
Transcurrieron las lunas en Manali y creció el agobio del nuevo hijo de Anulpuli.
– Me es difícil seguirles el paso a las tres –decía Morgan en lengua manaliana mientras miraba que las raíces arqueadas de los mangles parecían piernas flacas salientes de perneras remangadas que buscaban chapotear en el agua.
– Así es, hijo mío –decía la anciana Noltahui–. Pero conserva la paz en tu corazón. Las hijas de Anulpuli son bellas, pero necesitan que su esposo les brinde siempre su abnegada dedicación.
– No imaginé que sería tan complicado. Ahora que las tres esperan bebés sus exigencias de que trabaje son más duras conmigo. ¿No puedo acaso desistirme de mis deberes de varón?
– No es aconsejable, hijo de Anulpuli. Las leyes de Manali lo prohíben y las manalianas no lo perdonan.
Morgan tomó asiento junto a Noltahui en el tocón del árbol de caoba donde ella descansaba y le obsequió una hogaza de mushko.
– Supongo que por eso hay pocos hombres en la isla –pensaba Morgan en voz alta mientras oteaba el horizonte.
Noltahui cortó un pedacito de mushko, lo remojó con la lengua y lo tragó, casi sin masticarlo.
– Hace muchas lunas – contó Noltahui–, tantas como granos de arena en la playa del Este, casi no había mujeres en la isla. Entonces los hombres esculpieron estatuas de mujeres muy bellas y pidieron a la diosa Anulpuli que les diera vida para que fueran sus esposas. Anulpuli concedió su deseo, con la condición de que fueran buenos maridos con ellas. Los hombres aceptaron y las estatuas cobraron vida. Las mujeres recién llegadas eran sabias, alegres y fogosas, pero eran hechiceras. Si un hombre era cruel con ellas, lo transformaban en estatua para siempre. Muchas manalianas descienden de estas ancestrales hechiceras y varias de ellas han heredado secretamente sus poderes. Si alguna de tus esposas posee esta magia en sus manos, es algo que no sabrás sino hasta que veas sus ojos encendidos de cólera clavados en ti, te maldiga y te punce hasta el alarido el indescriptible dolor de los instantes en que cada órgano, músculo y hueso de tu cuerpo se vaya petrificando.
– He escuchado antes ese mito educativo. Es decir, nos enseña lo importante de ser buenos esposos, ¿cierto? Pero no es verdad, ¿o sí lo es?
Noltahui no contestó a estas preguntas de Morgan ni se inmutó por ellas. Se limitó a observarlo compasiva.
– Cada estatua de hombre en Manali proviene de un manaliano de carne y hueso –continuó la anciana en palabras reposadas–. Mi primo hermano Pocolqui tiene su estatua, la Pocolquit’hain, por haber intentado una vez golpear a una de sus esposas. El padre de los hermanos atuneros con quienes pescas, Chengol, era un desobligado que mandaba a pescar a sus hijos cuando aún eran niños mientras él bebía ron todo el día. Hoy es Chengolt’hain, una estatua en las cuevas del norte de la isla cercanas al gran cráter.
– Pero yo no creo en la magia ni en las supersticiones. Y creo que un matrimonio puede terminar cuando alguno de los que se unieron ya no es feliz.
– Las estatuas más viejas de la isla son destruidas y el material se aprovecha en otras esculturas o se tira al mar –decía Noltahui, como si no hubiera escuchado a Morgan–. Sólo se conservan algunas, más o menos nuevas, para recordar a los hijos de Anulpuli sus deberes de varón.
Morgan entendió que Noltahui no cedería en sus relatos. Terminó por fingir que aquello lo amedrentaba. Había que escuchar con respeto y serenidad las admoniciones de la vetusta Noltahui. Los manalianos eran unos primitivos supersticiosos, ni hablar.
Así pasaron las lunas en Manali. Interminables trabajos, nacimientos, más trabajos. Y crecieron los hijos de Morgan rozagantes y sanos. Dos varones y una dama. Un día los tres niños se enfilaron a la espesura verde de la montaña, vadearon arroyos, sortearon riscos y laderas escarpadas, bebieron de los veneros de agua dulce y entraron a una cueva. Ahí recitaron unas palabras de nostalgia y ofrendaron flores y mushko a la estatua Morgant’hain, la de un rostro angustiado que miraba al horizonte, de quien se cuenta que había arribado milagrosamente a la isla, pero que después, tentado por los demonios, había robado una piragua para intentar alejarse por el mar.