
Por Missael Mireles
Cuando el Sr. Hernández me invitó a tomar el té a su vivienda, ya era casi medianoche. Accedí a su invitación por el simple hecho de sentir piedad: era un sujeto muy solitario, pero
curiosamente alegre.
Nadie sabía de su familia, no hablaba ni se le veía conviviendo con amistades, pero tal y como mencioné, su actitud solía ser bastante positiva, al grado de ser extraña debido a su situación. Esa noche, por alguna razón, estuve de acuerdo en tomar el té en su vivienda debido a que yo me encontraba sin muchas ganas de dormir, no sé por qué, pero no quería ni podía dormir.
-Adelante joven- dijo el Sr. Hernández. Moví la cabeza de arriba a abajo en señal de agradecimiento. Dentro había un peculiar olor a humedad, pero esa noche estaba lloviendo,
por lo que no me sorprendió.
-Me gusta su casa- dije sin pensar.
El Sr. Hernández me dio un sermón como respuesta: me habló de la historia de la vivienda, hechos relacionados con dueños anteriores, entre otras cosas. Mientras hablaba, me acerqué a un pequeño mueble redondo, parecido a una mesa, donde había una lámpara vieja y un retrato. En la imagen, vi a una mujer joven que sostenía en brazos a una niña que no parecía tener más de tres años. Sin embargo, hubo un detalle en aquel retrato que llamó la atención: la mujer y la niña tenían la vista fija en quien las observara, pero era una mirada extraña, no muy común en un retrato, incluso, resultaba inquietante.
-¿Quiénes son ellas? – pregunté con respeto. El Sr. Hernández miró el retrato con aparente
tristeza.
Después, respondió.
-Interesante, ¿no? Son mi esposa e hija muertas… Las retraté después de fallecer- respondió. Yo no supe qué decir, ni qué pensar.
-¿M- muertas…?
-Sí. Se las presentaré- dijo alzando su mano derecha a mis espaldas. Giré hacia donde indicó: en una esquina de la sala, vi dos cuerpos putrefactos: una mujer que sostenía en brazos a una niña…