El Restaurant de las 3 Luces

El Restaurant de las 3 luces
Por Stephanie Serna.

Caía el atardecer a sus espaldas. Cualquier otra persona se hubiera detenido a contemplar como el cielo anaranjado se transformaba por encima de la marea, pero Simon McWell lo había visto tantas veces, que ya no le emocionaba, sin embargo permanecía en su memoria la primera vez que lo vio, el día que se embarcó para atestiguar con sus propios ojos, el fenómeno conocido como “El océano de plástico”: millones de partículas de dicho material desechado por los humanos que comenzaba a coexistir con la flora y fauna marina. McWell se había propuesto llevar a cabo una investigación acerca del daño que presentaban las especies habitantes del océano Pacífico a raíz del problema, pero harto de no ver nada más que kilómetros y kilómetros de oleaje azul, que de día lucía su interior poblado de coloridos animales y de noche se dedicaba a reflejar las estrellas, decidió buscar un lugar para detenerse después de una semana de navegar sin descanso.

La luz del sol se había extinguido por completo cuando el profesor, cansado y a punto de resignarse a pasar otra noche a bordo de su pequeño yate, divisó a lo lejos tres estelas sobre el mar. Sin pensarlo dos veces, aceleró la marcha y al poco tiempo llegó a un modesto muelle. Ató su yate a la orilla y sólo entonces se dispuso a caminar, tambaleándose ligeramente antes de acostumbrarse de nuevo a la plenitud de la superficie terrestre.

Cuando recuperó el control de sus pasos, Simon levantó la vista del suelo y encontró el lugar del que provenían las tres luces: un restaurante con techo de palma que guardaba un interior elegante. Complacido por la idea de abandonar por una noche el sabor de la comida enlatada, subió por una estrecha escalera y entró al establecimiento.

Un aire cálido que combinaba los aromas de la mantequilla y el ajo invadió sus sentidos. Echó un vistazo a su alrededor: varias mesas ocupadas, la mayoría por familias pequeñas, decoración estilo playero en las paredes blancas y en los centros de mesa, los cuales se componían de tres velas rodeadas de conchas marinas. Al no encontrar nadie que le indicara dónde sentarse, escogió por sí mismo una mesa al fondo del restaurante, lo más lejos que pudo del muelle. Deseaba olvidar a los peces por un momento y, por el contrario, convivir con su especie.

Al sentarse, apareció un mesero, quien le dio la bienvenida al puerto. Simon no perdió el tiempo y ordenó el platillo que liberaba aquel olor que lo había encantado: camarones al mojo de ajo, por supuesto, acompañados de una buena cerveza. El mesero tomó la orden y se alejó dedicándole una sonrisa. Una versión acústica de “Satisfaction”, originalmente interpretada por The Rolling Stones, llenaba los altavoces a sus espaldas, pero aquella música era sólo la ambientación del verdadero show, el cual no ofrecía el restaurante.

Una pareja, la cual había anunciado su entrada con reclamos entre sí, utilizando un volumen considerable unos minutos antes de la llegada del profesor, discutía en su mesa, localizada con el objetivo de ser el centro de atención. El hombre hablaba efusivamente sobre aquello que le molestaba de ella, en especial, del hecho de no poder expresarse ni decirle lo que pensaba. Apenas hubo pronunciado dicha frase, se levantó de la mesa y se dirigió al sanitario. Algunos comensales se inclinaron hacia el frente al verlo pasar, tratando de ocultar sus risas. Simon comprendió el motivo un rato después, cuando escuchó a los meseros, comentando entre risas que el tipo llevaba 40 minutos expresándose. La esposa, mientras tanto, mantenía la vista fija en el celular, sin prestarle la más mínima atención.

El platillo del profesor McWell llegó a su mesa, justo cuando el marido regresaba del baño, fresco y con una serie de argumentos nuevos e igualmente absurdos en la cabeza. El medio tiempo había terminado.

El hombre, cuyo tinte negro ocultaba las numerosas canas contenidas tanto en su cabellera como en su barba, comenzó a soltarle argumentos a la mujer, una cuarentona regordeta con uñas postizas de tamaño exagerado, quien contestaba con frases cortas inyectadas de molestia que no tenían nada que ver con el reclamo de su interlocutor, claro, sin levantar la vista del celular.

—Eres imposible, nunca estás contenta.

—Ya no quiero estar contigo.

—Ya no te diré nada.

—No me importa.

—Por eso cuando voy a desayunar ni te digo nada.

—Me voy a ir.

—Yo hago lo que quiero, te trato como quiero, salgo con quien quiero, regreso cuando quiero y al final del día no puedo decirte lo que pienso.

—Ajá.

—¿Sabes de qué tengo ganas?

—…

—Vamos afuera.

—No quiero.

Mientras que el hombre trataba de persuadirla para que lo acompañara, utilizando un tono no muy convincente, Simon se limpiaba los bigotes después de terminar de comer los camarones que, sin duda, olían mucho mejor de lo que sabían. Acto seguido, pidió la cuenta. Ansiaba salir del lugar tanto como había deseado entrar en él tan sólo una hora antes.

—¿Ves cómo eres?

—No.

—Vente, vamos.

—No voy a ir a ninguna parte.

Sin embargo, en el momento en el que él salió a fumar, ella esperó dos minutos, reloj y bolso en mano y salió del local. Todos esperaban que eligiera la dirección opuesta al tarado de su esposo y lo dejara ahí sin las llaves de su coche y, posiblemente, sin billetera, pero la mujer, contradiciendo toda expectativa, se llevó un cigarro a los labios y fue tras de él.

Los presentes comenzaron a cuchichear acerca de lo ocurrido y del poco valor que se daba la señora. Antes de que la mayoría se diera cuenta, la pareja se besaba entre bocanadas de humo. Para cuando volvieron al restaurante, los comensales ya estaban de regreso en sus asuntos, incluyendo a McWell, quien recibía el cambio de su cuenta y se disponía a abandonar su mesa.

Estaba ansioso de volver a convivir con los peces.