Las lilas de Central Park

Las lilas de Central Park

Por Mario Lozano

Vistas de lado, las líneas de su rostro dibujan un perfil fino y delicado. La piel castaña de sus hombros y de su espalda es suave como la seda china, sus labios son tenues y sus ojos son gemas de ópalo oscuro. Sus manos son alas delgadas que parecen batirse al abrirlas y cerrarlas.

Helen es tan bella, mas su alma se marchita. Se levanta de la cama y se sienta en el taburete del tocador. Hace a un lado el pelo revuelto de la cara, forma con un billete una línea blanca de polvo, se coloca su inhalador en la nariz y aspira despacio. No advierte que a su lado se encuentra una brumosa silueta masculina de mirada estremecedora que nunca parpadea, que la observa cautivada por los finos trazos de su perfil y por su piel castaña. Esa silueta se ha acercado mucho a Helen los últimos meses, desde aquella noche en que se llevó a su hijo mayor Fred, aquel varoncito de seis años, amable por naturaleza, pero atenazado por una salud de vidrio.

–¿Por qué tose Fred? –preguntaba Tommy, su hermano de cuatro años.

–Porque está enfermo –decía Helen –. Pero ya se va a aliviar.

–¿Por qué Fred no puede jugar conmigo?

–Porque tu hermano debe estar en cama.

Helen mira su reflejo en la luna del tocador. Crece la sombra aceitunada que rodea a sus ojos. Detrás de su oreja derecha destaca el reflejo entre las sábanas de la cabeza calva y manchada del cliente que apenas atendió. Recuerda cuando sonreía, era fuerte y podía disimular el asco y la rabia con esos señores que le daban dólares. Sin embargo la partida de Fred la había derrumbado y ahora sus ruinas no tienen fuerzas para sonreír o disimular. Hurga en su bolso de mano, toquetea la empuñadura de la pequeña pistola de nueve milímetros y la deja guardada. Esnifa más polvo, estornuda y limpia su nariz con el dorso de la mano. Una lágrima corre por su mejilla y cae como caniquita de cristal que se desparrama sobre el tocador.

Por la madrugada y a oscuras llega caminando a su cuartucho en aquel suburbio olvidado del Bronx. La puerta cruje al abrirse. Se escucha el murmullo de la tele encendida. Un rayo plateado de las lámparas callejeras, se cuela entre los espacios de las cortinas e ilumina la frente de Tommy, quien duerme en su cama, siempre obediente. Desde que Fred murió, Tommy es el niño más mudo de Nueva York; y desde que Helen se marchita, es también el niño más solitario.

Helen cierra las cortinas. Duerme unas horas. Sueña que camina por Central Park y se detiene en el paseo a contemplar unas encantadoras lilas de color lavanda que adornan la humedad de los arbustos en el Shakespeare Garden.

Despierta al mediodía. Abandona la cama y fríe un par de huevos. Destapa una lata de cerveza, bebe varios sorbos, recoge cosas, barre un poco y deja un huevo frito para Tommy. Vuelve a dormir hasta entrada la tarde. Destapa otra cerveza, se baña y comienza su arreglo personal para salir en la noche. Maquillaje, botas por encima de las rodillas, minifalda negra de brillo metálico, amplio escote y pelo alborotado.

Espera en la misma esquina de siempre en el Bronx al pie de las lámparas. Ignora los chiflidos y gritos burlones de los transeúntes. Pasan los autos, algunos se detienen y sube a uno. La llevan a un sitio donde aguardan hombres de corbata que parecen educados. Ella bebe demasiado y debe complacer a varios. Pero alcoholizados ellos son manos largas, lenguas babosas, predadores en frenesí alimenticio. Helen huye agotada, en trastabillante ebriedad, descalza y semidesnuda. No recuerda cómo llegó a la mitad de ese puente peatonal ni por qué carga en la mano una botella de ron, a la que da tragos cada rato. Con los ojos vidriosos y el maquillaje corrido, ve pasar su vida y escucha las risas lejanas de Fred. Él la abrazaba y la mimaba sonriente; se sentía el hombre de la casa que debía ponerle las pantuflas y prepararle el café. Y jugar con Tommy y cuidarlo.

La botella tintinea al caer de entre los dedos de Helen. Ella trepa a la barandilla del puente y el viento frío revuelve su melena. Allá abajo circulan autos veloces. No se da cuenta de la silueta masculina que se acerca de nuevo a pasos lentos y que con mirada estremecedora observa en silencio cómo brilla la piel tersa y castaña de las piernas de Helen con las luces de los letreros de bares y antros. La silueta observa también que ni las manchas oscuras del maquillaje ni la humedad de las lágrimas logran difuminar la belleza de su rostro. Ella está a punto de lanzarse, pero la silueta roza su oído y le susurra algo. Helen no escucha nada. Sólo suelta un gemido, cubre su boca con la mano y desciende de la barandilla. Sigue mareada, pero consigue un taxi y regresa a dormir.

El resto de la noche es para descansar y olvidarlo todo en el suburbio del Bronx. ¿Cuánto puede descansar un alma que se marchita? ¿Cuánto olvido es preciso para descansar? ¿Y cuánto descanso es necesario para olvidar?

Es muy tarde y Tommy sigue despierto.

–¡Hola mami!

–¿No te has dormido?

–Tengo frío. ¿Juegas conmigo?

–Estoy cansada, no puedo.

Sin decir más, Helen toma una cobija gruesa del armario, la desdobla y la deja en la cama de Tommy. Apaga la televisión. Se encuentra agobiada y sólo quiere dormir. En sueños, vuelve la escena dulce de los arbustos de lilas en Central Park.

Se levanta tarde otra vez y bebe cerveza. No hay tiempo más que para encargar una pizza Margarita, comer un pedazo y dejar el resto para Tommy. Enciende la tele, cierra con llave y se enfila a la esquina de siempre en el Bronx.

Esta vez la aborda un cliente muy extraño de gabardina oscura. Es callado, serio y de mirada estremecedora.

–Buenas noches –dice el extraño con voz ronca.

–Buenas noches –contesta Helen.

–Quiero estar con usted. ¿Es suficiente? –dice el hombre mientras le muestra una faja de dólares que saca del bolsillo de su gabardina.

–Primero la paga, después lo demás –advierte Helen, esforzándose por parecer dura.

El extraño la mira sin parpadear en la habitación del motel. La ve con un deseo tan firme y profundo que la intimida. Sus manos frías la acarician como si la amara. La besa con fervor y la posee como nadie la había poseído.

Helen despierta sola en la habitación. Falta poco para que amanezca. Nunca había dormido con cliente alguno, hasta ahora. Sobre el buró hay una faja de billetes, una taza de café tibio y unos pastelillos de chocolate. Al lado de ellos descansa en un vaso de agua un ramo de lilas encantadoras de color lavanda. En el pecho de Helen se azota una marea revuelta de miedo y deseo por ese cliente. Se siente aturdida, toma el dinero y desaparece sin probar bocado.

Desciende del taxi y corre a su cuartucho del Bronx. Suena en el televisor un canal donde interpretan Somewhere over de rainbow. Un rayo rosado de la aurora se cuela entre los espacios de las cortinas e ilumina la frente de Tommy, que duerme plácidamente. Esta vez Helen no cierra las cortinas. Observa a Tommy dormido y besa su frente. Lo abraza despacio y lo recuesta en sus piernas sin despertarlo. Nunca había notado lo caliente y dulce del cuerpecito de Tommy dormido.

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