El Verbo Volver Y Cómo Emplearlo

El Verbo Volver Y Cómo Emplearlo

Por Stephanie Serna.

Existen historias tristes, cuadros y canciones que podrían hacernos llorar, pero nada tan devastador como lo que ocurrió aquella década, en una ciudad escondida al sureste del planeta.

La tierra se vio sacudida por intensos temblores, lluvias y huracanes que empaparon el ánimo y fortaleza de los habitantes, hechos de cartón y madera, doblando y enmoheciendo sus almas. La gente susurraba por las calles que el fin estaba cerca, claramente no sabían de lo que hablaban.

Fue entonces que el mundo se salió de control. La humanidad cometía estupideces de por sí, sin embargo, en esos días, algo se rompió en la balanza de lo correcto, el reloj de arena cayó y con él la cordura, la coherencia. La alarma se encendió, sólo había una manera de volver a la normalidad…

***

La noche de la tormenta final, resguardados del granizo y de las fuertes corrientes de aire cortante, mas no de su propio veneno, se encontraban Pablo y Nuria, joven matrimonio unido únicamente por las sábanas de su lecho nupcial hecho jirones.

Ella, una hermosa figura hecha de recuerdos, caídas y sueños, forrada por una gruesa capa de bronce rosado, protección de sus vivencias, de todo lo que ella representaba.

Él, de cubierta igualmente brillante, clara, blanquecina semejante a la plata, pero humana, tan valiosa como lo que cargaba en su mente y en su corazón.

La mujer se había despertado a causa de los truenos, los cuales parecían querer terminar con todo, arrastrándolo a un esperado e irremediablemente fatídico final. Nuria miraba al techo, esperando que éste no cayera sobre ella, aplastándola y manteniéndola unida a Pablo incluso en la muerte. Había llegado a odiarlo sin saber el motivo exacto: odiaba cada sonido que provenía de él, cada nota salida de la guitarra que un día le arrebató tantos suspiros, cada verso acompañante de sus melodías; odiaba especialmente el segundo en el que todo llegaba a su fin, el segundo en el que la respiración de aquel hombre se volvía lenta al dejarse caer sobre la almohada cada noche.

Su amor se encontraba gravemente enfermo de rutina. Agonizante desde hacía varias noches, descansaba sobre la cabecera del matrimonio, mirándolos dormir, tratando de volver a encender la chispa que les devolviera la vida.

La luz de un relámpago iluminó sus caras, puestas frente a frente.

Gracias a un arranque de temor y furia inspirado por su desequilibrio, Nuria susurró sin piedad, dirigiéndose al dulce hombre que aún dormía frente a ella:

—¿Por qué insisto en buscar señales que tú ya no emites? No entiendo ¿Por qué me casé contigo?

Junto a la almohada, imperceptible ante los femeninos ojos, cayó una gotita salada, condimentada con el dolor de Pablo, quien había dejado de soñar por los mismos temores que su esposa, a quien seguía amando tanto como el primer día, con mil ocasiones perdidas de recordárselo.

A la mañana siguiente, el jardín amaneció limpio, sin rastro de las hojas secas que había dejado el otoño y su frío entumecedor de almas, el cuál había sido reemplazado por una fresca brisa veraniega con aroma a tierra húmeda. Pablo despertó temprano aquel día y preparó café, costumbre que había perdido meses atrás, costumbre que Nuria extrañaba tanto como al calor que este traía a su hogar.

Había olvidado cómo le gustaba ver a su marido maniobrando torpemente en la cocina al ritmo de una alegre tonada articulada por sus labios al silbar. Al ver a su esposa apoyada en el umbral, sirvió una taza concentrada del mejor recuerdo que habían conseguido en su viaje a Colombia. Al entregarla, Pablo le susurró al oído:

—Lo siento, haré que todo vuelva, voy a hacerte recordar… —ella le miró confundida, sin entender que se trataba de la respuesta a lo que le había dicho la noche anterior.

La explicación llegó por sí sola…

Poco a poco, Pablo volvió a acercarse a su mujer, de la misma forma en la que se había alejado. Comenzó cambiando la hora de dormir, convirtiendo el final en el inicio. Volvió a la costumbre de mirarla mientras dormía, contemplando como el aire entraba y salía de ella, haciendo que su pecho danzara al ritmo de su corazón, el cual contenía su amor por él, aún vivo y palpitante, un poco oxidado por el desuso.

Una noche, Pablo rió suavemente al ver como Nuria espantaba a un mosquito posado en su nariz, arrugándola, creando así una cómica mueca. Ella despertó y al verlo mirarla de aquella forma, prefirió darse la vuelta para evitar perderse en la almendra de sus ojos. No le gustaba el sentimiento de tener el corazón blando y latente de nuevo dentro del pecho, pero dado que éste y su correcto funcionamiento estaban de vuelta, no le quedó más remedio que aceptarlos…

Después de mucho tiempo, volvieron a Nuria los impulsos incontenibles por garabatear sus ideas en las servilletas. A pesar del tiempo, su esposo representaba su mayor fuente de inspiración.

Fue así cómo volvieron las historias, los cuentos: comedias, tragedias y una que otra narración paranormal retorcida. Primero volvieron a ella y después, fueron llevados de regreso a la cama, a donde pertenecían, donde podían cumplir la función que por tantos años habían desempeñado: la de emocionar a Pablo, endulzar sus noches e inspirar sus versos, mantenerlo prendado de Nuria como al Sultán de Scherezada.

Pablo volvió a guardar la guitarra junto al buró: volvieron las noches en las que la tomaba para entonar una que otra canción que se le ocurría en el momento. Nuria volvió a pedirle que tocara para ella. En fin, volvieron las noches en las que los esposos cantaban a todo pulmón las canciones que habían caracterizado su noviazgo, las que habían sonado en su boda, las que los habían acompañado en sus insomnios, las que expresaban el todo y la nada.

Después de no haberlos utilizado por algunos años, volvieron los versos que Nuria y Pablo habían dejado olvidados, tanto los que habían memorizado como los que habían surgido en sus ratos de inspiración. Volvieron a compartirlos, recitándolos el uno al otro, dedicándolos al amor, al pasado, a la vida, a la noche, a la luna, a la muerte.

Se trataba de los versos más conmovedores, de esos que le hacen cosquillas al alma, de esos que uno debería escuchar a diario con el fin de vivir eternamente enamorado, presa de un extraño tipo de adicción, tan profunda que cambiar de proveedor significaría la muerte.

Pronto, aquella cama volvió a ser el escenario de aquel par de locuras, la habitación había vuelto a ser el lugar favorito de ambos y la hora de dormir volvió a ser la más ansiada por la pareja. Volvieron a dormir abrazados, fundiéndose, formando un sólo ser, amándose de manera apasionada y al mismo tiempo llena de ternura y adoración.

Las fotos también estaban de vuelta, haciéndolos recordar reuniones familiares, los viajes, la boda. En ningún momento se dieron cuenta de que eran cada vez menos recuerdos, la mayoría se borraban, se desvanecían poco a poco, a manos del tiempo, que seguía pasando, jugándoles una pasada despiadada, mientras que ellos volvían a viajar y a compartir sus noches.

Así pasaron irremediablemente los años, hasta que llegó la luna de miel y posteriormente, la boda.

Los nervios iban en aumento conforme avanzaba la fiesta, la gente iba y venía de forma mecánica, siguiendo una coreografía ensayada. Finalmente llegó la hora de ir a la iglesia. Al terminar la ceremonia, Pablo observó con lágrimas en los ojos como Nuria retrocedía a través del largo pasillo que la llevaría de vuelta a la casa de sus padres.

Tras el evento, Pablo y Nuria adquirieron la responsabilidad de un montón de preparativos, en los que se incluían hablar con los suegros, convivir con ellos y causarles una buena impresión. Volvieron las actividades sencillas: los novios se encontraban de vez en cuando en restaurantes, cenaban con sus familias, se reunían por las tardes para charlar sobre lo que habían hecho durante el día.

Tiempo después, las idas al cine se hicieron cada vez más frecuentes, los besos robados eran cosa de todos los días, las piedras contra la ventana al anochecer estaban de vuelta para hacerlos salir de sus habitaciones. Inclusive volvieron al punto de ponerse sumamente nerviosos al tomarse de la mano en público. Sus vidas volvieron al ritmo lento, independiente, hasta que sus firmas se borraron de las cartas.

Comenzaron a acostumbrarse a vivir sin sus palabras, sin sus respectivos aromas, sin sus voces. Había vuelto a ellos la sensación de echar de menos ridículamente a alguien a quien prácticamente no conocían.

Hasta que finalmente volvió esa fría noche de enero, en la que, alejándose por el parque de la Soledad, Nuria vio a aquel muchacho de cabello crespo y piel plateada al pie de la estatua de la desdicha, desgarrando la guitarra, tratando de componerle versos a sus ilusiones fallecidas, sin entender el porqué de su profunda tristeza.

Ahí terminó la historia, en el inicio. Nuria volvió a los días vacíos, en los que el único deseo ardiente que tenía era el de volver, sin saber exactamente a qué o a dónde, mientras que Pablo se dejaba caer de golpe en su vacío interno sin que nada ni nadie lo detuviera.

Y es que en esta vida, nada vuelve para bien…

Cuando una buena historia termina, no hay manera de volver, sólo queda la posibilidad de releer.