Construyendo a las estrellas

Por Emmanuel Ochoa

Había una vez un robot que soñaba con viajar a las estrellas. Todos los días sus circuitos se encendían y la tapa metálica que cubría sus ojos se abría y miraba el cielo. Y siempre observaba una estela rojiza que las naves dejaban mientras ascendían al espacio.

Pero su función era quedarse en las instalaciones de una fábrica que hacía los propulsores de las naves y recoger la chatarra para reciclar.

Al recoger los desechos metálicos, los colocaba en su pecho para comprimirlos en cubos. Los llevaba a la fundidora. Era su parte favorita porque cruzaba un pasillo por el que iban los robots viajantes. Miraba sus piernas firmemente construidas, flexibles, vigorosas. Rostros casi humanos (antepasados extintos), gesticulando sonrisas y guiñando los ojos sonrisas y guiñar el ojo.

El robot que quería viajar observó su regordete cuerpo. No tenía piernas, sino una fila de ruedas que sólo le permitían ir hacia adelante y atrás; si quería girar a un lado, tenía que alzarse con sus brazos toscos, acabados en dos pinzas gruesas que servían para recoger metal.

Sonaba una alarma, indicándole a los robots que era momento de abordar. Al mismo tiempo, le indicaba al robot que quería viajar que tenía que continuar con su trabajo, y se adentraba al final del pasillo, donde una compuerta se abría y una ola de calor salía. Entraba rápido, porque si más calor escapaba de la fundidora, provocaba daños a los demás robots. Al final, se acercaba a la gran olla donde el metal se vertía, fundía y mezclaba hasta enfriarse y estar listo para reutilizarse.

Pasaron casi cien años, pues los robots viven hasta quinientos años y el robot que quería viajar repitió su rutina durante esos treinta y seis mil quinientos días, viendo partir setenta y tres mil naves, y las naves llegaban más lejos en el universo, primero hasta Plutón y, ahora, alcanzaban Andrómeda.

Sin embargo, después de ver a la nave setenta y tres mil y uno partir, pareció que un circuito en el robot que quería viajar se apagó y ya no quiso viajar. Hizo su trabajo cada día más eficiente, pues ya no se quedaba a ver a los viajantes esperando para abordar. Recogía metal, lo tiraba a la fundidora, y repetía el ciclo.

Hubo un día en que un robot más de los trabajadores recibió una descarga extra de electricidad, dándole más energía. Esa energía extra que el robot sintió, provocó que no se fijara en el agua refrigerante que cargaba para enfriar los metales fundidos, derramando la cantidad de tres mililitros de agua justo en la orilla de la compuerta. La ola de calor debería haber evaporada esa agua en cuestión de dos minutos. Sin embargo, el robot que ya no quería viajar, con cada vez más circuitos apagados, hacía más velozmente su trabajo, por lo tanto, llegó a la compuerta dos minutos antes de lo programado.

Al entrar, sus ruedas, que sólo podían ir para adelante o atrás, tocaron el agua aún sin evaporar. Resbaló, intentando ir para atrás, pero la compuerta ya se había cerrado, rebotó y salió despedido hacia adelante. Sin manera de frenarse, chocó contra la fundidora y cayó.

Los robots se construyen a sí mismos sin sensores de dolor, así que el robot se fundió sin más en el metal hervido.

Pasaron un par de semanas y entonces el robot que quería viajar sintió algo. Aire frío… ¡No! Manos metálicas… ¡No! Tornillos y placas… ¡No! ¿Pintura?

¡Sí! Estaban pasando todas esas cosas. Al fundirse, encontraron más metal para utilizar en la construcción de las naves. Todo su cuerpo se desprendió y se volvió a armar, ahora esparcido sobre toda una nave. Su metal estaba en todas partes.

Escuchó la alarma, indicadora de que ya era momento de partir al espacio. Sintió una ola caliente, empezó a volar, partiendo el viento y las nubes, y aunque no fuera posible, los circuitos que se apagaron, se encendieron de nuevo cuando la nave atravesó la última capa de la Tierra y observó el vasto manto oscuro del cosmos, y las estrellas y los planetas y las galaxias lo recibieron.

Ahora era la nave que viajaba.