
Por Alejandra Maraveles
Me levanté más temprano esa mañana, el sol apenas alumbraba, por la ventana pude ver a un pequeño colibrí que buscaba algo que comer entre las macetas del balcón. Por allí dicen que los colibríes no vuelan en línea recta. Se mueven entre flores y memorias como quien esquiva lo que duele, pero siempre vuelven al mismo jardín. Pobre, pensé, en esas macetas no había flores, por más que buscara no encontraría comida.
Tomé un sorbo al café, la amargura del líquido me resultó deliciosa. Era de esos pocos momentos que disfrutaba, ese instante cuando yo despertaba antes de que ella lo hiciera. Hacía meses que había notado que su presencia me incomodaba. Así que esos minutos que pasaba solo con mis pensamientos y una buena taza de café era la única calma de mi día a día. Antes de terminar el contenido de la taza, escuché ruidos en la habitación. Suspiré.
Otra jornada igual a la de ayer y la de antier, otra mañana cargada de su voz que ahora me resultaba estridente, nunca decía algo que no fuera frívolo o estúpido. Yo había aprendido a fingir una sonrisa, a hacer lo que ella esperaba, a evitar discusiones innecesarias que sólo acababan con la poca energía que sentía. Ella, no sé qué pensaba realmente, lo único de lo que tenía seguridad era de que no me amaba. Yo… yo tampoco la amaba a ella. Y me sabía un patán por no salir de esa relación.
A veces me preguntaba, cómo había llegado hasta esa situación. La mayoría seguía la receta de la vida dada por la sociedad “Estudia, ten un trabajo, ten una pareja, cásate, compra una casa, un carro, ten una familia, cuida tu salud para vivir más tiempo para tus hijos, jubílate, viaja por el mundo y, después, espera una muerte tranquila rodeado de tus nietos” Yo no había seguido la receta. De hecho, en el último año había vivido en tres países distintos, muchos podrían llamarme trotamundos, ellos qué sabían del vacío en mi alma que me había obligado a ir de aquí a allá… no pertenecía a ningún lado, nadie me complementaba.
La relación con ella había comenzado porque fluyó de esa manera, todo era fácil, no había contratiempos, no había discusiones… ¿cómo se puede discutir con alguien tan superficial? ¿Cómo se puede argumentar con alguien ignorante? ¿Cómo puede causar problemas alguien que tiene lo que la mayoría quiere? El problema no era eso, yo era quien nunca había compaginado con los demás, yo era distinto y a pesar de la sencillez inicial de la relación, a medida que pasaba el tiempo me iba apagando, me iba drenando de energía, me iba A-COS-TUM-BRAN-DO. Mientras que ella seguía viendo la vida con simplicidad. Ella era así, nadaba con la corriente, siguiendo esa receta de la sociedad.
Hacía unos años había conocido a alguien, a esa mujer que me había removido todo dentro de mí. Durante ese tiempo, me había resurgido una necesidad imperante de ser mejor, de querer dejar una huella en este mundo… con la más grande ironía en esta sociedad, los mejores para dejar huella eran aquellos distintos, quienes veían más allá de la superficie, quienes iban adentro a buscar el dolor a empaparse de él, para salir del mismo renovados y con más sapiencia.
A pesar del tiempo que conviví con esa mujer, nunca fui capaz de decirle lo que despertaba en mí. Incluso siempre pensé que a su lado yo era como un niño perdido. Mientras yo esperaba crecer y poder expresarle mis sentimientos, el tiempo me llevó hacía otros rumbos y terminé lejos, en todos sentidos.
Y ahora, me sentía atrapado en una relación con un futuro definido por una sociedad que vomitaba a los seres como yo, aturdido por conversaciones banales, en un trabajo como los hay cientos y un mundo tan vacío a como yo me sentía.
Con la soledad pisando mis ideas y cargado de pendientes, seguí el día rutinario, sin descanso, sin dejar de pensar en ese encuentro breve con el colibrí. A medida que pasaban las horas me perseguía ese pensamiento que se estaba convirtiendo de una bola de nieve a un alud inminente. El pobre parajillo buscaba comida donde no la había y sentí pena por él… comprendí que era sólo mi reflejo. Quien seguía buscando una relación profunda con quien no lo era, que seguía buscando conexión donde no la había, que seguía buscando su cara en ella. Algo que nunca ocurriría. Entonces sentí pena por mí mismo.
Ya no sabía con certeza en qué momento había permitido que la única mujer a quien había amado se volviera recuerdo, pero su imagen regresaba con frecuencia a mi mente. Como si el tiempo la conservara intacta en algún rincón invisible de mi memoria. Supe que ese momento se había quedado suspendido en algún lugar dentro de sus palabras o sus miradas. Como un colibrí que, sin querer, se pierde en una casa y se queda atrapado bajo el techo.
Esa noche, decidí que no podía seguir ahogándome ni seguir sintiendo pena por mí mismo, aunque el miedo siguiera inundando mi ser. Entré a la casa con una nueva energía, no estaba seguro de cómo iría todo, pues las confrontaciones me aterrorizaban y esa emoción me comenzaba a paralizar. Respiré… entonces, escuché un aleteo leve. Como el de un colibrí regresando.

