Obra Maestra

Por Emmanuel Ochoa Ortiz

La humillación que sentía Ana era dolorosa, casi tangible. Sus piernas temblaban, su corazón palpitaba con furia, sus músculos se tensaban y su estómago ardía. Su pintura había sido reconocida como la segunda mejor de la gala del viernes por la noche de su universidad. Esa obra, creada a base de sudor, lágrimas y dolor, resultó perdedora. Algunas de sus contadas amistades, si es que en verdad lo eran, se acercaban a ella, con una sonrisa mediocre, para felicitarla por su trabajo. Dar méritos por esfuerzo era una idiotez. Por eso la sociedad era tan inútil. Sin triunfos, el trabajo realizado se convertía en pérdida de tiempo. Y Ana se había prometido jamás perder el tiempo. Pero ahora, rompió su promesa.
Víctor, uno de los jueces, maestro de arte experimental en la universidad, felizmente casado, y amante de Ana, había dado su voto a otra pintura. Aquello fue lo que más vergüenza le provocó. Al conocerlo, al oír sus bellas palabras, Ana quedó cautivada ante la hombría de Víctor. Por un tiempo, se volvió más descuidada con su arte, menos exigente consigo misma. Pero ella pensaba que valdría la pena el sacrificio; Víctor la haría una mejor artista, y además, podía contar con que él siempre votaría por sus obras en los concursos donde ejerciera de juez. La traición en esa noche de gala, cuando se enteró de que su amante había votado por otra pintura, se sintió como una puñalada por la espalda.
Quería gritar, llorar, correr y dejarlo todo atrás. Sentía la bilis subiendo por su pecho, y habría vomitado, de no ser porque su madre estaba presente. La mirada que le dedicó a su hija estaba cargada de decepción y vergüenza. Ana pensó que esta vez no sería perdonada, como si la humillación fuera compartida por ambas. Sin embargo, ella era la única culpable.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo conseguiría superar la derrota? Comenzó a sentir una presión en el pecho, su cabeza daba vueltas, y cada mirada con la que se topaba le creaba náuseas. Si veía a Víctor, veía petulancia y descaro; la mirada de su madre era de repugnancia; la de sus amigos, mediocridad; el resto de las personas, no eran más que seres existentes e inútiles. Se sintió presa en una habitación de tormentos. Ese era su infierno propio.
Logró, con todas sus fuerzas restantes, mantenerse erguida, con el pecho alzado, hombros atrás, mirada adelante, una dolorosa sonrisa, y todo su vómito detrás de la garganta. Hizo varias respiraciones profundas, mientras intentaba calmar su mente. Ya había fracasado esa noche, pero pensó que ese sería su fracaso más bajo por el resto de su vida. Los grandes artistas siempre tienen en sus historias dos momentos cumbres: el instante cuando logran superar la mediocridad del resto del mundo; y cuando tocan fondo, topándose con lo más bajo en sus vidas, el día en que el fracaso es todo lo que ven. Bueno, pues en aquella noche, Ana estaba tocando su fondo. Ahora solo quedaba salir adelante. Pensó en cuál sería su siguiente movimiento, al menos por aquella noche. Jamás regresaría con Víctor, olvidaría el amor y el sexo, frenos para el triunfo; tenía miedo de volver a casa y encarar a su madre; y sus amigos, solo obstáculos. La amistad era una excusa de la gente intrascendente.
Se le ocurrió,entonces, el único lugar dónde podría pasar la noche: el taller de pintura de la universidad. Víctor le dio una copia de la llave, para tener su propio lugar de amor salvaje. Algo bueno había traído esa relación. Y justo cuando caminaba a la salida del auditorio, vio a la chica que había ganado: una flaca, enana, morena y horrible mujer. ¡Esa tipa, sin pinta de talento, la había derrotado! ¡No, no quedaría así! Ya había dedicado demasiado a su obra, era el momento de agregar aún más sudor y hasta sangre, de ser necesario. Olvido toda etiqueta y compostura. Sin ver a nadie, empujando a cualquiera que estuviera enfrente, tomó su obra, la puso bajo su brazo y salió con paso firme del lugar. No le importaba hacer una escena, la humillación de ser segundona era mucho peor.
Caminó por los pasillos, oscuros y solitarios, mientras escuchaba el golpe de sus zapatos de tacón. Llegó al taller, y al entrar, el aroma a pintura y demás materiales casi la noqueaba. Esas fragancias antes le generaban calma y paz, pero esta ocasión, sintió mareos y náuseas. Encendió la luz y cerró la puerta con seguro. Tomó su caballete al final de la habitación, agarró su paleta de pinturas, colocó su obra y la admiró unos momentos. Le parecía espantosa, era imposible que hasta hace unas horas sintiera que fuera una obra trascendental. Estúpida. Esos trazos de niña, la pésima combinación de colores, una composición hecha por un retrasado. Quería vomitar del desagrado provocado por aquella aberración pictórica. Era momento de crear algo nuevo.
Ana jamás se percató cómo las horas pasaron. Apenas había decidido que pintar, cuando ya había amanecido. Pasó el sábado entero haciendo los bocetos de su nueva gran obra. No percibía su estómago rugir de hambre; su mente bloqueó toda sensación física de angustia; no obstante, el estrés, la angustia y la depresión de haber fallado en primer lugar, la mantenían con la energía para seguir trabajando. De vez en cuando, un pensamiento de su fracaso rozaba su mente, y por reacción, soltaba un grito, o lanzaba un objeto a las paredes, las cuales ya estaban manchadas de pintura, e incluso, llegaba a golpearse, dándose cachetadas o chocando los puños en la mesa. Estaba decidida a crear la máxima obra artística, no se quedaría atrás. Su nombre estaría grabado en la historia del arte.
Era domingo en la noche cuando observó su nueva obra. La admiró. En verdad, nadie tenía su talento. Esa pintura era tan buena como para ser considerada la mejor de la época. Pero no era suficiente, ella debía forjar un legado histórico. Era su momento. Al observar fijamente su cuadro, se percató de todo lo que había entregado para conseguirlo, el dolor, el sudor, cada lágrima y cada humillación. Pero faltaba algo, debía dejar su marca. Era necesario romper la estructura, cambiar el paradigma. Tenía que mostrar su pasión, todos debían ver… ¡Sí! Sí, se dijo. A ese cuadro le hacía falta un poco de rojo, intenso, imponente. Justo el elemento que convertiría esa pintura en la imagen de la perfección de un artista. El rojo, color de la pasión, era justo el toque faltante. Pero no podía ser cualquier rojo; debía ser uno fuerte, distinto, uno que llamara la atención con solo verlo. Además, tenía que ser parte ella. Mas no veía ningún instrumento que pudiera ayudarla. Hasta que miró detrás de ella. Un elemento inesperado en el taller de arte. Pero justo lo necesario para conseguir ese rojo que anhelaba.
En la mañana del lunes, Víctor y el resto de los alumnos entraban al taller. Observaban espantados el río rojo que corría desde donde estaba acostado el cuerpo de Ana, y que cubría la superficie del suelo. Hubo aquellos que salieron espantados, y otros corrieron a pedir ayuda. Víctor se acercó, temiendo lo peor, al cuerpo de su amante. Cuando estuvo junto a ella, la chica giró la cabeza y miró directo a los ojos de él, quien con un susto retrocedió y tropezó con sus pies, cayendo de espaldas. Se intentó levantar y sintió el líquido rojo en sus manos. Frío, espeso, pegajoso. Se llevó la mano a la nariz y olfateó. Pintura, mezclada con jarabe de fresa. Ana se incorporó y miró con orgullo su obra maestra, de rojo intenso.