Minificciones de Día de muertos y Halloween

El Corral

Por Katya López

No olvido esa vieja casa, el olor a adobe tan característico, y esa extraña sensación de que alguien observaba desde las esquinas, la cocina o el corral.

Uno de mis lugares favoritos, aunque le temía y no duraba más de diez minutos sola. Disfrutaba estar ahí, viendo las miles de flores y los gatos comiendo sobras de comida que les dejaban mis tías. Era curioso cómo llegaban de la nada, saltando del techo y ronroneando sobre mis piernas; parecía un aviso para entrar a la casa.

Mantengo vivo el recuerdo de una tarde, me columpiaba en la hamaca del árbol al final del corral, mientras mis primos estaban en el techo aventando piedras al hoyo que se había escarbado, pues, según decían, había oro enterrado. Pasado un rato, escuché unos pasos torpes sobre el zacate. Supuse que era mi abuela llamándome para comer o uno de mis primos, queriéndome asustar. Me quedé sentada, en espera de oír mi nombre o un grito de susto por parte de algún primo. Al mirar a un costado, vi una sombra. Caminaba lento, como si buscara algo entre la maleza, hasta llegar a aquel rincón medio oscuro, cubierto de ramas aferradas a la pared.

Me quedé observando a aquella persona, que más bien era un viejito, vestido de negro, con sombrero de paja, huaraches y un llamativo fajo con una hebilla resplandeciente como el oro. Trataba de ver su cara y saber de quién se trataba, si era algún vecino o conocido. Me acerqué hasta él sin decir nada, mirando entre la hierba, esperando encontrar algo. Al estar a centímetros de él, en cuestión de segundos, el zacate se convirtió en pilas de oro.

El viejito giró hacia mí; me paralicé al ver su rostro, sin expresión, sin ojos ni boca. El corazón comenzó a latirme con fuerza; sentía que en cualquier momento saldría de mi pecho, un eco escalofriante emanaba de su garganta pidiéndome ayuda una y otra vez, después tocó mi hombro con su mano fría, segundos después, escuché a uno de mis primos gritarme desde el techo. De la nada, el viejito se convirtió en sombra otra vez, para luego desaparecer y llevarse con él lo que antes era dorado. Sin decir más, corrí rápido hasta entrar a la casa y refugiarme en los brazos de mi abuela.

Sólo una vez conté lo ocurrido en aquella tarde, tan sólo con recordarlo se me eriza la piel. De vez en cuando siento su presencia sobre mi espalda, esa sensación nunca se va, ni rezando ni tomando agua bendita. Siento a ese ente siempre conmigo, cerca de mí y estoy convencida de que no se irá, hasta que por fin le brinde la ayuda que me pidió aquel día.

El cliente perdido

Por Alejandra Maraveles

Pasadas las 12 del día, en la vieja casa que sirve de oficina. Los jefes se habían ido ya y yo trabajaba de forma rutinaria. Tecleos y música para bajar el estrés, un sorbo al café que ya estaba más frío que caliente y los pendientes que seguían acumulándose. Levanté la vista con esa sensación de que había alguien observándome. Nadie, sólo el ruido de carros que pasaban por la avenida. Guie mis ojos hasta el espejo que está apuntando estratégicamente a la puerta. La figura de hombre viejo con cara lánguida en un traje gris me indicaba que había un cliente. Con cierta alegría del pensamiento de una venta y preguntándome por qué no había tocado el timbre, me dirigí hasta la puerta para encontrarme con un zaguán vacío, ninguna persona en la cercanía, un solitario carro pasaba por la acera de enfrente y, en el espejo, el hombre también había desaparecido.

Nueva tradición

Por Emmanuel Ochoa Ortiz

La Navidad era mi día favorito. Despertar, ver los regalos y abrirlos con mis papás, salir a la calle con mis nuevos juguetes. Pero un accidente nos quitó esa tradición un año. No hubo árbol, ni nacimiento, ni regalos. Sólo quedaba guardada mi cartita que no pude entregar.

El siguiente año transcurrió lento, silencioso, raro. El Día de Muertos decidimos hacer un pequeño altar en casa. Pusimos botellas de refresco, un poco de pan de muerto, también unas galletas. Encima estaba la foto de mi papá.

Esa noche me despertó un ruido que venía de la sala. Me levanté de la cama y salí de mi cuarto. Había una luz que provenía de la sala. Recordé la Navidad, cuando despertaba antes que mis papás para ir al arbolito y ver mis regalos. La luz que vi esa noche se parecía a la de esa época.

Cuando caminé a la sala, vi una silueta moviéndose. “Mamá, ¿eres tú?”, pregunté, y al hacerlo, la silueta se detuvo. Escuché una voz: “Ven, ven. Mira lo que traje”. Me parecía familiar. Me asomé y primero vi el altar que habíamos dejado. Las velas se movían con la ligera brisa que entraba. Las botellas de refresco estaban vacías, y ya no había rastros de comida en los platos.

De pronto noté a la figura parada al lado del altar. Su cabello oscuro, lentes redondos y pequeños, una camisa blanca perfectamente fajada. En sus manos había una caja con un moño. “Mira, te traje tu regalo”. La figura de mi papá me ofrecía el regalo. Corrí a abrazarlo. Si era un sueño o no, me valía. Se sentía cálido, noté sus manos acariciándome la cabeza. Nos separamos, miré hacia arriba, lo vi sonriente. “Toma”, dijo, entregándome la cajita. “La Navidad pasada no te lo pude dar, pero este día puedo venir contigo”. Me acurruqué a su lado, el sueño me terminó venciendo.

Desperté cuando mi mamá bajó, confundida. “¿Te dormiste aquí? ¿Qué pasó?”, me preguntó. Cuando me levanté, le enseñé el regalo. “Me lo trajo mi papá anoche”.  No contestó nada mientras yo veía mi regalo. Un Power Ranger rojo, lo que tenía mi cartita. A partir de ese año, el Día de Muertos se convirtió en nuestra Navidad. Este día tenemos el mejor de los regalos.

Camino

Por Miriam Prudeencio

Por fin llega el momento, las flores vuelan por doquier, todo está listo para abrir el camino una vez más, se levanta de su asiento con una cálida sonrisa, la falda llena de holanes arrastra por el piso, con sus movimientos precisos. 

Con un leve movimiento de manos los pétalos naranjas levantan para abrir el camino y todos cruzan al mundo de que todavía respira. Los guías espirituales van junto a sus muertos mostrándoles el camino a seguir, para llegar a la morada de la que partieron, despedidas y rencuentros por doquier, ambos mundos están juntos nuevamente como cada 2 de Noviembre.

Su sonrisa se hace más grande cuando observa a su alrededor como se rinde homenaje a los que ya no están, desde el comienzo de los tiempos abrir el camino entre los mundos una vez al año ha sido su mayor tarea y aunque se vea envuelta en relatos típicos, como emblema de una tradición milenaria y en sátiras no cambiaría su trabajo por nada.

Con el único propósito de pasar por aquel momento como cada año, su pecho se llena al observar todas aquellas caras llenas de esperanza, donde por una sola noche ambos mundos están unidos en armonía, es sacada a de sus pensamientos gracias a alguien llamándola, saliendo de su embelesamiento.

¡Catrina es momento de continuar!

Con otra leve sonrisa acomoda su tocado y continua su camino -Claro todavía hay cosas por preparar- camina entre las tumbas con rumbo fijo permitiéndose una última mirada atrás guardando en su memoria aquella imagen de los vivos que comparten junto a sus muertos  

Calavera

Por María Rábago

¡Hermosa! flaca quedaste,

y fuiste plasmada por un tal Posadas

caminaste, entre hombres y mujeres,

que no entendían tu llegada!

Ni tu figura… esbelta y refinada.

Más tarde llegó un tal Rivera,

a darte toques de dama más sofisticada!

Caminaste entre las más finas figuras.

Todo te miraban con recelo sin saber que, en el fondo,

llegaste pa’ arrancar su ego!

¡Pues retrato tú eras, de todos en su final!

¡Ja, ja, ja! ¡Calavera linda!! no nos mires aún, ¡sigue caminando bella!

¡por los rincones de mi tierra!

Tal vez un catrín llegue, ¡pa’ llevarte a parrandear!

¡Y te olvides un poco de tu triste soledad!

¡A mí, olvídame! hasta que aprenda la lección,

que tú llegaste; pa’ llevarnos

y olvidar las vanidades.

La foto en el altar

Por Nicte G. Yuen

A Carmen la tuvieron que arrastrar para que cruzará el puente de Cempasúchil, gritó, pataleó, refunfuchó, sacó la lengua; en fin, hizo tremendo berrinche porque no quería verles la cara a ningún miembro de su familia. Pero la fuerza de los otros difuntos parientes suyos, terminó por guiarla hasta donde su familia había montado el altar de muertos.

      Ahí estaba el cuenco con agua fresca, la cruz de sal y una calavera de azúcar con Carmen escrito en un brillante rosado. Había mole verde en un bellísimo plato de talavera, naranjas frescas y un caballito de tequila. El aroma del incienso le envolvía el espíritu.

      Entonces cuando miró su fotografía dentro de ese portarretrato de madera, el llanto le sobrevino cuál tormenta huracanada. Aún estaban atorados en algún rinconcito de su existencia aquellos gritos de sus hijos, la indiferencia de sus hermanos, el odio recibido, las muecas y los golpes, el miedo y la desesperanza, los cumpleaños vacíos, el dolor jamás acompañado; sí, aún estaban presentes, la muerte no se los había llevado.

Visita descuidada

Por Alejandra Maraveles

El altar de muertos, en medio de las flores de cempasúchil y las velas encendidas, ese año tuvo una nueva foto, colocada para hacer homenaje. Cada noviembre se monta el altar en casa, por preservar la tradición, aunque con cierto escepticismo de mi parte. A la mañana siguiente apareció un envoltorio de su dulce preferido. La incredulidad se volvió fe y la tradición se tornó realidad. Ahora el olor de las flores va dirigido a quienes se fueron, es importante no olvidar sus golosinas favoritas y poner suficientes velas para que no pierdan el camino. Ahora ya espero con ansías su visita este año, así tenga que barrer después.

Una cita, dos almas

Por Emmnauel Ochoa Ortiz

Miguel y Mónica se están arreglando para verse. Alguien allá y alguien acá. Ambos quedaron de verse a las siete de la noche. Miguel se peina los tres cabellos que le quedan en la cabeza y Mónica se cepilla su larga caballera castaña para que quede suave y bonita. A Miguel le encanta tararear una vieja tonada mientras se arregla el moñito de su cuello viendo su reflejo y a Mónica, con su dulce voz, le fascina cantar con fuerza en su sala, aprovechando que no hay más almas alrededor, y luego va a un gigantesco espejo para colocarse sus aretes preferidos. Miguel termina de bolear sus zapatos negros ideales para bailar en una pista los ritmos más atrevidos y Mónica termina de alisar su vestido color celeste que llevó en su primera cita con Miguel cuando bailaron toda la noche. Miguel y Mónica se dan, cada uno, un vistazo final antes de dirigirse a su encuentro.

Alguien vive y alguien no.

Los hijos y nietos de Miguel y Mónica salieron a continuar la celebración en otro lado, yendo tal vez al centro de la ciudad o a las festividades escolares. Decidieron dejar el altar a solas para que tuvieran su breve cita.

Miguel y Mónica sonríen, se emocionan. Alguien se sonroja y alguien no, aunque si estuviera en vida sin duda lo haría. Unos enamoradizos como la primera vez que salieron. Apenas y pueden esperar de verse, tomarse las manos, acercar sus narices y recordar los viejos tiempos.

Alguien se para frente al altar y alguien también, pero desde el otro lado. El atardecer pinta la sala de su casa. Un puente de flores se materializa. Las dos almas se encuentran de nuevo. Desde algún lado comienza a sonar una canción, la que oyeron el día que se comprometieron. O seguramente se la están imaginando. O es posible que ambos la estén cantando luego de hacer a un lado los muebles para bailar juntos.

La Muerte observa a Miguel y Mónica. Cada año desde que alguien se quedó y alguien se fue, es espectadora de su danza, pues ni ella pudo separarlos. Dos almas que se unieron para siempre.

En cierto momento, ambos miran a esa vieja amiga sosteniendo la guadaña. Le agradecen su compañía. La Muerte les pregunta: “¿les gustaría saber hasta cuándo volverán a estar juntos?”. Alguien le responde: “no, gracias”, y alguien agrega: “ya estamos juntos”.