
Por Missael Mireles
Horacio Villarutia no lograba acostumbrarse al cambio que había tenido la Avenida Alcalde: nunca imaginó que dejaría de ver esa zona que, durante muchas de las décadas anteriores, se llenaba de autos y transporte público. Por un lado, le agradaba ver toda esa área llena de personas de cualquier edad, mascotas y árboles, aunque pensaba también en todo lo que afectó esa transformación: los negocios, las pocas escuelas de los alrededores y demás. De eso él había sido testigo, y también sabía que algunos de esos establecimientos lograron sobrevivir a esa drástica peatonalización.
El Salón Versalles era uno de ellos. A pesar de las pocas “épocas oscuras” que amenazaron con desaparecerlo, se sorprendía por todas las fases que había tenido el recinto para mantener el ritmo y la magia que tanto lo caracterizaba, y así había sido desde aquel lejano 1931.
Sin embargo, las noches de danzón no habían cambiado en absoluto, y era lo que a Horacio le hacía “sentirse en casa”, a pesar de todo lo que había evolucionado afuera, a su alrededor. No, esa esencia seguía intacta, y así lo sentía al ver a las parejas y músicos menearse junto con la melodía en el centro del salón. Aún seguían ahí varios de sus viejos conocidos, de sus amistades de antaño: desde su mesa, vio a Doña Inés y a Demetrio, a Jacinta, Rosaura, Leopoldo, a Federico siendo el bromista en la pista de baile, como siempre lo ha sido. A otros, a quienes no conocía, solo se limitaba a mirarlos con curiosidad; miraba sus vestimentas, las cuales él no precisamente conocía, pero debido a eso estaba seguro de que, aun siendo de otras épocas, ellos tenían curiosidad por Versalles.
—Buenas, Horacio—dijo alguien a sus espaldas.
—¡Ah, Salazar! —respondió al darse la vuelta. Horacio le señaló la silla a su costado— ¿Te toca trabajar?
—Hoy sí —respondió el sujeto de piel pálida y ojos anaranjados mientras se sentaba. Horacio hizo un gesto de sorpresa, y miró a su alrededor.
—¿’Ora a quién le toca?
Salazar se acercó a él, y señaló con la mirada al fondo del salón.
—A Estela.
—¡Eso, chingao!— dijo Horacio en voz baja—. Ella ya se lo merecía. ¿Entonces ya se van?
—Todavía no. Es su última noche y quiero que la disfrute.
Horacio asintió, y volvió a ver a los músicos dejándose llevar por el ritmo de sus instrumentos. Para él, fue como si nada hubiese cambiado desde aquellos años. Había visto, en algunas ocasiones, los eventos que se llevaban a cabo en el salón durante el día; tenía nociones de la música que se escuchaba, de las costumbres y de todos los aparatos tan avanzados que todos llevaban en mano. Apenas tenía idea de la manera en que el mundo, en que toda Guadalajara, había cambiado, pero esas noches eran su “máquina del tiempo”.
—¿Cómo va tu tataranieto?— preguntó Salazar.
—El buen Imanol —asintió Horacio— Ahí más o menos, claro que para nada es un mal muchachito, sólo que…se me hace que no encuentra su camino, o tal vez él crea que es insuficiente en su vida.
—Entiendo. ¿Y algún otro de tus descendientes?
—Nomás bien y ya. Tienen valores y son ejemplares, pero se me hace que no va más allá.
—Bueno, ten en cuenta que los momentos y las oportunidades siempre aparecen, y entiendo que la espera pueda ser desesperante, pero tú sabes bien que aquí a todos les llega la suya— le dijo señalando a Estela—, y también acuérdate de los demás.
—Pues sí— Horacio suspiró—, y se les extraña— recordó la última vez en que Salazar había ido al salón para cumplir su labor sin saber con exactitud el tiempo que había pasado, pero no fue poco: en una de tantas noches de nostalgia y música, Salazar se acercó entusiasmado a Mauricio Aguirre, y todo Versalles fue testigo de una celebración única. Después de varias décadas, había llegado el turno de Mauricio, quien casi corrió entusiasmado hacia el elegante Cadillac negro de Salazar. Esa fue la última vez que Horacio supo de uno de sus amigos más cercanos, pero estaba feliz por él.
La noche transcurrió entre risas y la nostalgia del danzón. Aproximándose el amanecer, Salazar se levantó de la mesa.
—¿Cómo se pagó su deuda? Si se puede saber —le preguntó Horacio.
—Fue su hija menor, que recién falleció: heredó una herencia y la donó a organizaciones para personas desamparadas y animales. Gracias a eso, pudieron salvar a una mujer joven que requería de un tratamiento muy caro.
—¡Gracias a Dios! —sonrió, y entrelazó sus manos sobre la mesa. Salazar reconoció el gesto.
—Horacio, mira a todos los que conoces desde hace tiempo, los que han estado aquí desde el principio junto contigo —Salazar se inclinó hacia él, señalando con la mano a su alrededor—. Ellos también esperan su turno, y muchas veces me he dado cuenta de que se sienten resignados, pero estoy seguro de una cosa: ninguno de ustedes estará aquí por la eternidad, y tú mismo has visto a quienes he acompañado a su destino. Entiendo que no está en sus manos, pero confía en que tú también tendrás tu descanso.
—Ah claro, mi buen— respondió el hombre, sonriendo—, sé que así será. La veo medio canija, pero confío en ello— bajó la mirada, pensó en su tataranieto—. Confío en este joven, ya sabes que siempre he sido muy necio para desanimarme.
—Así es, te conozco— Salazar le dio una palmada en el hombro—. A veces, la necedad es solamente eso, o también puede ser la paciencia, la esperanza y la persistencia disfrazadas— cuando terminó, se alejó de la mesa, hacia el otro lado del salón. Su gabardina, todo su atuendo, tan negro como el Cadillac que manejaba y como la noche misma, era el único que resaltaba en todo el salón. Cuando Salazar se inclinó hacia Estela, ella saltó de su mesa, se aferró a él en un abrazo y la música fue interrumpida por una ola de aplausos y felicitaciones. Desde ese punto, Horacio vio a Estela sonriéndole a todos en el salón por última vez, y salió de ahí, junto con Salazar, hacia el Cadillac. Le toca descansar, pensó Horacio.
*
No solía pensar si la gente podía darse cuenta de su presencia, o si alguna vez había pasado, siempre confiaba en esa conocida capacidad de no ser visto por nadie (siempre y cuando él así quisiera), y por eso le era fácil estar al tanto de Imanol, su tataranieto.
Horacio tenía ganas de felicitarlo por su manera de tratar a los pacientes en el hospital psiquiátrico donde trabajaba, por toda la empatía les demostraba, sin importar su caso, o su condición. Al mismo tiempo, le sorprendía su capacidad para retomar su vida después del intento de suicidio que tuvo dos años atrás.
Horacio lo veía sonriendo, a veces, incluso llorando junto con los pacientes, y eso le daba orgullo, como si hubiesen sido cercanos en vida. Estaba seguro de que el joven era un ser humano único en ese “nuevo” mundo que Horacio no terminaba por comprender.
*
Esa misma noche, nada fue diferente: el danzón alegraba la noche en Versalles, Horacio veía casi las mismas caras que junto con él acudían ahí desde hace décadas, desde aquellos tiempos en que el mundo de afuera coincidía con el del salón. Vio a Salazar conversando en todas las mesas a su alrededor, y desde ahí notó que los “más nuevos” no terminaban de acostumbrarse a su presencia. Se perdió durante varios minutos en todas y cada una de las melodías que resonaban en Versalles, cuando Salazar se sentó junto a él.
—¿Todavía no les has dicho a los…”nuevos” sobre ti?— le preguntó después de saludarlo.
—Algunos ya lo saben, por los demás, y prefiero no indagar mucho en eso.
—Es que está bien curioso. Yo llevo años de conocerte, y aun así me intriga un poco tu papel: ya sé que no eres la Muerte, ni un Ángel de la Muerte, pero, pos, sigue siendo interesante el asunto.
—Bueno, como ya dijiste, mi estimado, acuérdate que soy solo un…chofer, pero estoy al tanto de aquellos que tengo que llevar al Destino cuando sus asuntos se arreglaron —Salazar miró a todos los presentes.
—¡Oye! Hablando de eso: ¿hay quienes hayan cometido fechorías muy graves aquí? Si puedo saberlo, sólo es curiosidad— Horacio le susurró.
—No realmente. Sí hay casos un poco más serios que otros, pero todos son almas buenas “atrasadas”, por decir así. A fin de cuentas, si ese no fuera el caso, ya sabes dónde estarían— Salazar señaló al suelo.
—Pos si, buen punto, se me fueron las cabras— se recargó en la mesa, con la mirada fija en los músicos. Se quedó en silencio por un momento.
—¿Todavía te sientes mal por…tu caso?— le preguntó Salazar.
—Pos ahí más o menos, mi buen. El seguir aquí me hace pensar que todavía no está superado, y tú sabes bien que yo, como todos los de aquí, nunca tuve ninguna mala intención, nomás que…lo descuidé todo.
—Tú lo acabas de decir: nunca deseaste matar a alguien en tu vida. Vi a tu esposa una vez, y sabes que ella te perdonó, aparte, hay otra cosa a tu favor: que hayas tenido la voluntad de lidiar con tu alcoholismo en vida. El accidente fue solo eso, un accidente.
—Pos si…—Horacio se recargó en la silla, y miró hacia el techo—. ¿Te conté que no quise subirme a ningún carro después de eso?
—Ya lo sé, mi amigo. Lo sé muy bien— Salazar le dio una palmada en el hombro.
—Oye, cambiando de tema: ¿hoy no es el turno de alguien?
—Hoy no, pero ya ves que también me gusta venir aquí. Así ha sido desde el primer día en que abrió el lugar.
—Todavía no nos conocíamos— Horacio sonrió con nostalgia.
*
La noticia se esparció por toda Guadalajara, en medios locales y nacionales. Una tragedia que, pocos días después de haber sucedido, seguía dando de qué hablar: entrevistas y testimonios de los sobrevivientes, la confirmación del fallecimiento de una de las víctimas…
Para ese entonces, Horacio no quiso saber más. Por primera vez en años, en décadas, sintió miedo, uno que, al mismo tiempo, se mezclaba con una débil esperanza. Tras el suceso, tras haberse enterado lo suficiente de todo lo que había pasado por el incendio en el hospital psiquiátrico, se esforzó en no preocuparse de más, algo que le recordó a aquellos años en los que él estaba vivo.
Esa noche, el ambiente en Versalles era otro: no faltó la música, ni los rostros con los que tanto estaba familiarizado. No obstante, había algo en esos rostros y en el frenesí de los músicos. Cuando Horacio entró, nadie le despegaba la mirada conforme avanzaba por el salón, y la música y el baile tenía un ritmo más lento que el habitual, como si todos esos fantasmas estuvieran hipnotizados por su presencia.
Había sonrisas, muchas sonrisas, pero también algo de intranquilidad. Así lo notó Horacio, cuando, sin darse cuenta, se acercó a la mesa donde estaba Salazar. Este se puso de pie. La música se detuvo.
—Mi amigo… ¿supiste? —le preguntó. Horacio se sintió acorralado por las miradas de todos los demás espíritus.
—No sé de qué me hablas, Salazar —le respondió boquiabierto. El hombre pálido, de ojos anaranjados, suspiró.
—Imanol murió hoy —dijo. Horacio no le despegó la mirada.
— ¿Por…de qué?
—Por la intoxicación. Pero…hay algo más —Salazar sonrió.
—Las señoras que estaban con él…— hizo una pausa.
—Sobrevivieron. Las alcanzó a salvar.
Le temblaron las piernas, y se sostuvo en el borde de la mesa. Sintió más de cerca los gestos de felicidad mezclados con asombro. No prestó atención a los murmullos, a las condolencias que se transformaban en felicitaciones.
—Sabes que lamentamos lo que pasó, la forma en que esto tuvo que pasar, sin embargo, también sabes lo que significa. Después de tantas décadas, es tu turno de escuchar esto— dijo Salazar. Puso su mano en el hombro de Horacio—. Mi buen amigo: tu deuda está pagada.
Y Versalles estalló en alegría, una que nadie ahí, ninguno de los otros fantasmas había visto jamás. Una celebración que se sentía un poco trágica, llena de nostalgia y euforia. Horacio creyó sentir la calidez de quienes lo rodeaban como en esos años que compartió con muchos de ellos en vida. Gritos, sonrisas, abrazos. No había danzón en ese momento. Esa vez, algo más grande unió a los fantasmas dentro del salón. Horacio miró a Salazar, este señaló hacia la entrada: ahí estaba el elegante Cadillac, tan negro como la noche misma, esperándolos. Ambos se dirigieron hacia el portón de cristal, por un pasillo formado por fantasmas que aplaudían y gritaban entusiasmados.
—Imanol y tu esposa te están esperando —dijo Salazar.
—¡Caray! ¡¿A poco sí?! ¡Pos´a ella la extraño bien mucho y a él ya lo quiero conocer!
Subieron al auto, dejando atrás al conjunto de espíritus que los acompañaron a la calle. Salazar encendió el Cadillac, y avanzó por el Paseo Alcalde. Horacio se despedía de todos asomándose por la ventana, viendo la fachada de Versalles y la noche tapatía por última vez.
