La sombra de mi padre

Por Alejandra Maraveles

Entré a la casa que a pesar de ser las tres de la tarde estaba casi en penumbras. Me preguntaba si las paredes estaban resintiendo que mi madre ya no fuera ama de casa, hacía un par de meses que ella había regresado a trabajar. La dinámica familiar había cambiado desde entonces.

Ahora, yo era la primera en regresar de la escuela, a eso de las tres de la tarde; mi hermano de la escuela se iba a entrenar futbol y llegaba cerca de las cinco. Mi papá a quien antes teníamos que esperar ya no era él ultimo que atravesaba la puerta, ésa se había vuelto mi mamá que todos los días arribaba a la casa a las siete de la noche.

En los últimos meses me había tenido que acostumbrar a esos cambios, me parecía tan raro, pues antes, sentía que el pasillo bien iluminado me daba la bienvenida y ahora se veía sombrío, sin importar que las ventanas estuvieran abiertas. A veces, prendía la luz y abría la puerta del patio para que algo extra de sol hiciera desaparecer parte de la penumbra que se había situado dentro de la casa.

Esa tarde, no fue diferente, abrí la puerta del patio, me fui a mi recámara a hacer tareas, sabía que en cuanto llegara mi papá tenía que empezar a calentar lo que cenaríamos y si mi mamá no había cocinado algo, debía cocer verduras o sacar algo de carne del refrigerador. Hacía una semana me había burlado diciendo que nos estábamos habituando a los horarios gringos, porque eso de tener la comida fuerte por la tarde era inusual para nosotros.

A las cinco de la tarde, como si fuera un reloj suizo, escuché a mi hermano quien actuaba tan ruidoso como siempre. Logré percibir que aventó la mochila en el piso, sus pisadas resonaban por las paredes, abrió y cerró la puerta del refrigerador y luego los pasos lo llevaron hasta mi puerta. Lo miré de reojo, llevaba un refresco en una mano y una galleta en la otra. Sin pedir permiso entró a mi cuarto y se fue a sentar sobre la cama, mientras que yo seguía en la computadora.

Después de engullirse con inusitada rapidez lo que llevaba consigo, se tiró de espaldas sobre el colchón.

─Aniaaaaa, tengo hambre ─dijo arrastrando las palabras.

─En un rato pongo a calentar la cena, mi papá no ha llegado aún ─le dije sin apartar la vista de la pantalla.

─No tienes unas papas, ayer me acabé lo que había en la despensa.

─Mi mamá dijo que mañana iría al super.

─¿No tienes nada en tu mochila?

─Di-e-go ─su nombre salió marcando cada sílaba de mi boca ─, en menos de una hora vamos a cenar, ¿no puedes esperar hasta entonces?

─Noooooo.

─Hay manzanas ─le dije.

─La fruta no es comida.

Por primera vez levanté la cara y le dirigí una mirada de hastío. No pensaba ponerme a discutir el valor alimenticio de las manzanas, porque era evidente que lo que él deseaba era comida chatarra. Mientras pensaba cómo contestarle, el sonido de la puerta de entrada, me hizo voltear hacia el pasillo.

Diego y yo vimos pasar a mi papá quien se dirigió a su cuarto, nos sorprendió un poco que no se hubiera detenido a saludarnos o darnos alguna indicación. Diego me hizo un ademán con la cabeza, pero yo me limité a encogerme de hombros.

─Anda, ya llegó mi papá, ve a calentar la comida, que muero de hambre.

─No te veo famélico ─le dije señalando la incipiente barriga que salía de la playera que se le había levantado un poco al tirarse en mi cama y que, en ese momento, dejaba ver un poco de su torso.

─Tengo haaambre ─insistió, al tiempo que me levantaba.

─Mi abuela decía que “quien tiene hambre, atiza la olla”.

─¿Y eso qué es?

─Aish, olvídalo.

Fui a la cocina, vi que había un guisado que mi madre había dejado listo para calentar. Aunque yo era dos años más chica que Diego, parecía que por el simple hecho de ser mujer me tocaba seguir con el rol de ama de casa. Enfadada por esa situación que se había venido repitiendo desde que mi mamá regresó a trabajar, saqué la comida del refrigerador. Un resoplido salió de mi boca mientras prendía la estufa.

Eran las cinco y media de la tarde, pero la cocina estaba a oscuras, prendí la luz, así como las del patio y la cochera, cuando ésta quedó iluminada, un pequeño escalofrío recorrió mis brazos… el carro de mi papá no estaba estacionado. Bajé la lumbre al mínimo y abrí la puerta de la cocina que daba a la cochera. ¿Cómo era posible que no estuviera el carro, mi papá ya tenía casi quince minutos que había llegado?

En eso vi a mi mamá a través del cancel, había llegado un poco antes del trabajo. Supongo que mi cara se pintó de sorpresa porque ella de inmediato me dijo.

─Ania, llegué antes, porque tu papá me habló, que se le atoró algo en el trabajo y que va a regresar hasta la media noche, y ya sé cómo es Diego…

El frío de mis brazos, recorrió mi espina dorsal y mis pies se volvieron de plomo, eso no tenía sentido, mi papá estaba dentro de la casa… lo había visto yo… y no sólo yo, Diego también. Mi mamá todavía estaba hablando cuando di la media vuelta y entré corriendo por el pasillo, Diego me vio pasar y se levantó de mi cama.

─¿Qué pasa? ─su voz se diluyó entre el sonido de mi respiración agitada.

El cuarto de mis padres estaba ubicado al final del pasillo, la puerta estaba abierta, me detuve unos segundos. Sentía la mirada de Diego en mi nuca. Di los últimos tres pasos con la duda pegada a la suela de los tenis que llevaba puestos. Entré vacilante, el lugar estaba oscuro como el resto de la casa, prendí el interruptor y la habitación se iluminó de inmediato, el cuarto estaba vacío. ¿Cómo podía ser eso? Me apresuré hacia el baño y tampoco había alguien allí.

─¿Ania? ─Diego me había seguido ─¿Estás bien?

─¿Viste salir a mi papá?

Diego negó con la cabeza.

─Él llegó hace como veinte minutos, ¿no está aquí?

Diego, revisó la recámara al igual que había hecho yo, después fue hasta su cuarto, pero tampoco había nadie allí. Mi mamá empezó a renegar por la comida que yo había dejado en la lumbre con las típicas cantaletas de “Yo lo tengo que hacer todo”, sin embargo, no me animaba a ir con ella a contarle lo que acababa de suceder.

Mi hermano y yo nos miramos en silencio, como si quisiéramos encontrar la respuesta en los ojos del otro. De repente, una corriente de aire atrajo mi atención, la ventana del baño que siempre manteníamos cerrada, estaba abierta.

Lo que fuera que había llegado con la apariencia de mi padre ya no estaba allí.