
Por Katya M. López
Un día el silencio se hizo presente dentro de casa. Afuera todo parecía normal, los pájaros cantaban, los niños regresaban de la escuela y las hojas de los árboles danzaban con el viento. Pero no adentro, ahí todo se veía marchito, como si una nube anunciara la lluvia. En definitiva, esa tarde llovió, pero no afuera, sino dentro de nosotros.
Aunque sabíamos desde hacía tiempo que tu diagnóstico no dejaba muchas esperanzas, nunca quise imaginar tu partida, juraba que serías eterna y que nunca existiría un día sin ti, sin tus pasitos siguiéndome por la casa, sin tu emoción al verme llegar, sin verte ahí, en tu ventana tomando el sol o sin tu calorcito a la hora de dormir, tu ausencia era algo que simplemente no podía imaginar.
Hicimos todo lo posible por ti, intentamos cuidarte, aliviarte y acompañarte, porque durante trece años tú estuviste para nosotros, sin condiciones. Pero llegó el momento en que ya no había más por hacer, excepto dejarte descansar, sin dolor, sin sufrimiento
Verte así me partía el alma, en lo más profundo de mí sabía que no habría otro Año Nuevo contigo. Nos despedimos de ti y te abrazamos una última vez, los cinco reunidos, como aquella noche en que llegaste a nuestras vidas. Ese día de alegría ahora era solo un recuerdo lleno de melancolía. Llegó la noche. Estabas cansada y sin fuerzas, papá te acurrucaba entre sus brazos, mientras yo los observaba sin dejar de llorar.
A la mañana siguiente, mamá lloraba y papá me miró, no hizo falta que hablara, en su silencio lo entendí todo, te habías ido. Tres suspiros y cerraste tus ojitos, acaricié tu pancita, esperando sentir tu respiración, pero ya no estabas. Me rompí. Me arrodillé y lloré como nunca.
Desde entonces, intenté escribirte muchas veces, pero me faltaban fuerzas, el nudo en la garganta no me dejaba avanzar. Hoy, tres meses después, puedo hablar de ti sin que el dolor me paralice, no porque duela menos, sino porque aprendí a recordarte con amor y no solo con tristeza.
Todavía encuentro tus pelitos en mi cama, tu olor ya se ha ido, pero tus fotos siguen en su lugar; en mis sueños, vienes a abrazarme, te veo correr, ladrar y tomar el sol, como tanto te gustaba. Sé que estás bien, en algún rincón del cielo, feliz y libre, sé que, de alguna forma, nos volveremos a encontrar allá, o tal vez aquí, en una nueva forma de vida. Mientras tanto, te seguiré amando y recordando cada día, porque el amor no termina con la despedida. Solo cambia de forma.
Con amor, hasta el cielo.

