Acuérdate de Acapulco

Por Maik Granados

Me despertó una ráfaga de aire caliente entrando por la ventanilla del viejo bocho de papá. En la radio, Agustín Lara. Al volante, mi padre, con su canto vigoroso, en compañía de la música en la estación de AM:

Acuérdate de Acapulco, 

de aquellas noches, 

María bonita, 

María del alma… 

‒ ¡Ya era hora, huevón!

‒ ¿Ya llegamos?

‒ No, aún no… ¿Tienes hambre?

‒ No mucha.

‒ Bueno, ya te dará hambre. Yo sí quiero comer algo. Todavía falta para llegar, pero ya de aquí a Acapulco nos queda menos trecho.  

‒ ¿Dónde estamos?

‒ Ya pasamos Cuernavaca. Me quiero chingar una cecina en Los 4 Vientos. 

‒ ¿Y desde cuándo comes carne? ¿Qué no te la habían retirado?

‒ Como carne desde hace un año. Comencé a comer birria después de que murió tu madre. Ella era la que me tenía a raya, decía que el hígado graso se curaba dejando de comer carne y grasas, y dejando de tomar. ¡Hazme el rechingado favor! No podía tomar ni mi tequila, ya no digas las tortas ahogadas. Ver los partidos de mis chivitas ya no era lo mismo. Tenía a tu mamá, con sus ensaladas de pollo y atún. Por eso dejé de estar tan panzón.

‒ La extrañó, papá.

‒ Yo también, campeón… Mira, es aquí. Te va a gustar.

‒ Hace calor.

‒ Bienvenido a la eterna primavera. Ya bájate. Me pides una cecina y una orden de chorizo. Voy a mear.

Comencé ese viaje con papá en mis primeras vacaciones después del divorcio con Carla. Los dos estábamos de luto, él por mamá y yo en proporción doble, por la infidelidad de mi ex y, por supuesto, el fallecimiento de mi madre. Había sido un año bastante caótico, lleno de momentos amargos. Primero, el infarto al miocardio de mamá poco después de año nuevo y, después, Carla saliendo del California Courts el 14 de febrero en el carro de su entrenador de crossfit. Íbamos a ver una película y a cenar en el Centro Magno, después iríamos a caminar a los jardines cercanos a la Glorieta de la Minerva, como cuando éramos novios. Yo estaba en la gasolinera frente al motel cargando mi auto, cuando la vi alegre y sin maquillaje en el asiento del copiloto. Rápido pagué y me fui en su persecución. Los alcancé una cuadra adelante. El semáforo estaba en rojo. Traía la ventanilla arriba. Cuando me vio, la felicidad se le borró del rostro. Le hice señas para que bajara el cristal. Había terror en su mirada. La descubrí y aun así sostuvo su mentira.

‒ Hola, bebé. ¡Qué sorpresa! Mira, te presento a Hugo, mi entrenador. Se ofreció a darme un aventón saliendo del gimnasio. Ya ves que el carro lo mandé a la agencia para el servicio.  

‒ ¡Carla, no mames! Te acabo de ver saliendo del pinche motel con este puto. ¿No me digas que ahí tuvieron su sesión de crossfit?

‒ ¡Arráncate, güey! ¡Ya, ya, ya!

‒ ¡Pinche, Carla! ¡Y tú, chinga tu madre, pinche mamado de mierda! 

‒ ¡Chinga la tuya, pendejo! ¡Bájate, cabrón!

‒ ¡Ya, Hugo, arráncate! ¡Esto ya valió madres!

‒ ¡Chinguen a su madre los dos! ¡Eres una puta, Carla!

Sobra explicar lo que pasó después. Llegamos a un acuerdo, dividimos todo al cincuenta, y cada quien tomó su camino. Para Navidad, estaba en casa de mi hermano con su familia y con papá. Ahí decidimos hacer este viaje. Mi hermano argumentó que no podría por el trabajo, así que sólo quedamos nosotros. Sería una manera de conmemorar el primer aniversario luctuoso de mamá. Un viaje por carretera de Guadalajara hasta Acapulco. 

‒ ¿Ya pediste?

‒ Sí, cecina y una orden de chorizo.

‒ ¿Y tú qué vas a comer? Las quesadilla con flor de calabaza son una delicia.

‒ Sólo pedí un café, de hecho para ambos.

‒ ¡Por eso estás bien pinche flaco! Ándale, cómete un taco de cecina.

‒ No, papá. De verdad estoy bien.

‒ Mira, campeón, te voy a decir algo. Yo sé que perder un forro de vieja como la que tenías, pega bien cabrón en la autoestima, uno siente que se lo lleva la chingada, y que ya no vas a conocer a otra igual, pero créeme, güey, esto va a pasar. Verás que conocerás a otra. Además, esa Carla nos caía mal en la casa. Tu mamá decía que enseñaba mucho y que eso era una falta de respeto hacia ti. Y que tú eras un pendejo, porque no le decías nada. 

‒ Pa, ya no quiero hablar de eso.

‒ Ok, entonces quita esa pinche cara y trágate un buen bistec. ¡Señorita, una arrachera para aquí, para el muchacho este, por favor!

‒ ¿Y por qué Acapulco, papá? Vallarta y Manzanillo nos quedan mucho más cerca.

‒ Es que tengo ganas de hacer algo. Cumplir un capricho de juventud.

‒ ¿Ah? ¿Un capricho de juventud?

‒ Sí, campeón. Un sueño que siempre quise cumplir. Me quiero tirar un clavado en La Quebrada.

‒ ¡Qué! ¿Es neta, papá? ¿No crees que ya estás algo mayor para eso?

‒ Aquí el único que parece un viejillo depresivo eres tú… ¡Ay, pobre de mí! Me dejó mi vieja por Míster Crossfiss… o cómo chingados se diga…

‒ No me parece gracioso.

‒ Ok, ya, lo siento. Sólo estoy bromeando. 

‒ Está bien, Pa.

‒ Pues te decía. Quiero cumplir ese sueño, quiero tirarme un clavado desde lo más alto de La Quebrada, volar por los aires y sentir el agua al final de la caída. Cuando era pequeño, tu abuelo nos llevaba a tus tías y a mí de vacaciones a Acapulco. Era un viaje largo desde la Ciudad de México hasta la bahía. No era como ahorita, que están las autopistas. Nos íbamos por la federal. Era un trayecto de varias horas y paradas, al baño, a comer o simplemente a estirar las piernas. A cada rato preguntaba si ya habíamos llegado, a lo que siempre me contestaba tu abuela que ya faltaba muy poco. Muchos años ese destino de playa fue escenario de nuestras vacaciones familiares. Y en cada visita, comer en el restaurante que está en el Hotel Mirador, era obligado. Siempre estaba el espectáculo disponible, con aquellos hombres con la piel morena y la sonrisa blanca, trepados en lo más alto de aquel risco, saludando. ¡Parecían superhéroes! Un animador daba su nombre y el número de saltos realizados por el clavadista a punto de lanzarse. Los novatos eran los que generaban más expectativas, yo creo que era más bien morbo por la posibilidad que tenían de estamparse contra las piedras. “Un error en el cálculo del oleaje y la marea y todo terminará en tragedia”, o al menos eso recuerdo que decía el güey del micrófono. Puro show, ya te la sabes.

Dejamos el restaurante entrada la tarde, el viento de la carretera se sentía fresco. El resto del camino hasta Acapulco hablamos muy poco, mi papá encendió varios cigarros en ese trayecto. Tenía muchos años sin fumar, así que no dudé en preguntarle porque lo había retomado.

‒ ¿No qué ya habías dejado esa chingadera?

‒ ¿Qué? ¿Esto? 

‒ ¡Pues sí, Pa! ¿O de qué crees que estoy hablando?

‒ ¡Ay, cabrón! Igualito a tu chingada madre… ¡Jodones de veras! 

‒ ¡Pues te hace daño, Pa!

‒ ¡Me hace más daño que me roben la paz mental con sus chingaderas! Güey, nunca dejé esta madre, siempre me fumé mis cigarritos a escondidas de tu mamá. Uno o dos en el trabajo y, si tocaba salir de viaje, pues me echaba varios en la carretera, así como ahorita… ¿Quieres uno?

Me negué con un gesto de respeto, recuerdo que después de eso tuvo un ataque de tos, nunca lo había visto así, tuvimos que orillarnos para que pudiera reponerse. Tardó un poco en sentirse bien. Se había sofocado. Le dije que nos regresáramos a Cuernavaca. No quiso. Minimizó aquello con que no era nada. “Es normal que los viejos, de vez en cuando, acabemos colapsados. Es la edad. Ándale, maneja tú, falta poco. Ya quiero llegar a tomarme unas chelas en uno de los restaurantes del Malecón”. 

A partir de ahí, papá no volvió a tomar el volante. Se decidió el resto de las vacaciones a estar buscando boleros en la radio, y a cantar cada vez que podía la de Agustín Lara. Se la pasaba sintonizando el cuadrante hasta encontrarla. Era como una obsesión para él y, cuando la encontraba, decía que se escuchaba diferente estando en Acapulco. “Es como vivir dentro de la melodía”.

Llegamos a la bahía con la noche joven. Desde la carretera se veía el ambiente festivo a lo largo de la costera. Sobre el agua varios barcos iluminados con cientos de foquitos de colores surcaron el apacible litoral. Me di un instante para ver el rostro de mi padre cuando llegamos. Lo descubrí con una sonrisa amplia y los ojos muy muy abiertos, parecidos a los de un niño que por primera vez, ve a un león en el zoológico. Su emoción era evidente. “Ya llegamos, güey. ¡Pinche vista chingona! ¡Años y años y sigue igual!”.

Nos instalamos en el Hotel Presidente, sobre la costera Miguel Alemán. La vista desde el lobby era realmente bella, así que decidimos quedarnos ahí en lugar de salir. Había noche de piano en vivo y era todo incluido. Bebimos un par de copas de vino tinto y pedimos una tabla de carnes frías y quesos para acompañar. Hablamos de la música, del ambiente relajado de aquel sitio y los planes para el día siguiente. “Los sábados se ponen buenos con las actividades en la playa, ya verás. Y los camarones zarandeados que venden los morrillos ambulantes, ¡una chulada!” 

Frente a nosotros, junto al piano, había dos mujeres disfrutando de la noche con unas mimosas y algo de fruta para picar. Una más joven que la otra. Imaginé que traían un plan similar al nuestro, madre e hija de fin de semana, la construcción de un último y feliz recuerdo, claro que dejando de lado el lanzarse al vacío desde el risco más famoso de México.

‒ Está guapa la morrita. Y la mamá no está mal. ¡Vamos!

‒ ¡Eh, Pa! ¡Espérate! Acabamos de llegar.

‒ Acabamos de llegar… ¿No me digas que te da culo hablarles?

‒ No, claro que no, pero ni las conocemos que les vamos a…

‒ ¡Con razón te dejo la pirujilla de tu vieja! Le doy toda la razón de haberse ido con ese del Cross… ¡Esa chingadera, pues!

‒ ¡Apá! ¿Qué pues? Le dije que ya no quería hablar de eso.

‒ ¡Ta bien! No vuelvo a hacerlo, mijo. Pero si tu no vas, yo sí voy. Ahí te quedas, cabrón.

Mi padre tomó su copa y la tabla de carnes frías y se fue a la mesa de las mujeres. Me sorprendió un poco ver a mi padre en esa faceta, desenfadado, social, sonriente, como cuando iba a cerrar ventas importantes para la empresa de la que se jubiló, coqueteando con otras que no eran mi madre, o al menos con una de ellas, la mayor. Pensé que lo rechazarían, pero rápidamente ocupó su lugar en aquella tertulia y tomó el control de la conversación fascinando a ambas oyentes. En un principio no me animé a acercarme. El estar casado por cinco años con Carla me había dejado un poco oxidado en aquello del mercado de la seducción. Además, sentí un poco de vergüenza al ver a mi papá, con ese cabello crespo cano, divirtiéndose cual adolescente, con la camisa arremangada y desabotonada a la altura del pecho, mostrando su enorme crucifijo de plata enmarañado entre las canas de sus vellos y riendo a carcajadas. Por varios minutos, fingí estar más interesado en el performance del pianista que en las nuevas amistades de mi padre, pero pronto descubrí que la mujer más joven, dividía sus miradas entre nuestras mesas. Por un lado, parecía estar fascinada con la conversación de papá y por el otro, observaba con curiosidad mis reacciones a lo que ahí estaba pasando, conmigo, a unos metros de ella, mientras acomodaba su fleco por detrás de su oreja, dejando ver su rostro y mostrando una grácil sonrisa. Nos miramos a los ojos varias veces, hasta que mi padre se cruzó entre nosotros y me hizo una seña para que me acercara. Obediente, caminé hacia ellas.

‒Señoritas, pues este jovenazo, ahí donde lo ven, pues es mijo. Y como podrán notarlo es bastante guapo, por su madre que Dios la tenga en su santa gloria ‒dijo mi padre al tiempo que se persignó. 

‒¡Vaya!

‒Nico… Nico Romero, señoritas. Mucho gusto.

‒¡Muchou gustou, Nicou!

‒Nosoutras somos Nahomi y mi hija, Mildred. Pero pour favour, toma asiento.

‒Gracias, gracias.

La tertulia se extendió hasta la madrugada. En el lobby sólo quedamos los cuatro. Mi padre y Nahomi, no pararon de hablar y reír. ¿Cómo es que no conocía esa manera de ser de papá en casi cuarenta años? Era más divertido de lo que recordaba, a mi también me tenía hipnotizado. Al retirarnos a dormir, mi padre se ofreció a acompañarlas a su habitación.

‒¿Vamos?

‒¡Clarou! ‒ respondió Nahomi.

Ellos se adelantaron. Él ofreció su brazo a la rubia y caminaron juntos por el pasillo que llevaba a los elevadores. Yo caminé junto a Mildred que, por cierto no tenía ese acento gringo al hablar en español, como su madre, parecía más una española.

‒Tu padre es un hombre muy majo.

‒No pues, gracias.

‒¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

‒No quieres saberla.

‒A ver, ¿pruébame?

‒No, déjalo así.

‒Enigmático, bueno ya hablaremos.

‒Pues sí.

‒Bueno y mañana, ¿qué vais a hacer?

‒La verdad, no sé. Recién llegamos y no hemos planeado nada para este fin de semana. Y quien propuso estás vacaciones, pues fue él, así que yo sólo lo sigo.

‒¡Qué lindo de tu parte!

‒Pues creo que era algo que ambos necesitábamos, desde que me casé, me distancié de él y de mi madre. 

‒Entonces, ¿estás casado?

‒No. Divorciado.

‒¡Madre mía! Por un momento pensé, “¿qué hostias hago con este tío, Mildred?” No salgo del patrón.

‒Ja, ja, ja, me halagas, pero no, no estoy casado.

‒Eso me parece bien, Nico.

Al llegar a su habitación, Nahomi nos invitó a pasar para seguir charlando y pedir algo de comer a la habitación, pero mi padre rechazó la invitación cortésmente, argumentando que habíamos manejado por varias horas y que ya estábamos algo cansados, pero las invitó al día siguiente a disfrutar de la playa y “una botanita de camarones zarandeados” que estaba seguro les iban a encantar, después del medio día. Les aseguró que nosotros nos encargaríamos de encontrar el lugar ideal para toda la tarde, “no se van a arrepentir, ya verán”.

Al día siguiente, cuando desperté, mi padre ya se había bañado y rasurado, de hecho me levantó el fuerte olor de su colonia, esa que tenía años usando. Eso me hizo recordar cuando estaba pequeño y se acercaba a mi y a mi hermano para prepararnos para ir a la escuela.

‒¿Quiobo, cabrón? ¿Cómo amaneciste? ¿Crudito? Porque te chingaste varias copas de vino y cuando fuimos a dejar a las gringuitas a su “room”, ya andabas medio pedillo, ¿o no?

‒No, Pa. ¿Cómo creés? Andaba contento y algo cansado, así que fue buena idea no quedarnos con ellas.

‒¡Pues claro que no, güey! Yo no tenía pensado hacer eso. Tu padre, aunque no lo creas, es un caballero, a las damas no se les lleva a la cama, se les lleva al cielo.

‒¡Andale, Pa! Andas muy poético.

‒Nombre, qué… Más bien ando contento, por esto, pasar el tiempo juntos, teníamos mucho sin hacerlo.

‒Yo también, Pa. Me agrada esto.

‒¡Pues ya párate, huevas! Para ir a desayunar. De ahí yo voy a ir con un viejo amigo, para ver lo del clavado en La Quebrada.

‒ Sigues con eso, Pa!

‒¡Sí, cabrón! Y no me lo vas a quitar de la cabeza. Anda, apúrate que luego se hace una filota en los huevos y te avientas como media hora formado; yo quiero mi omelet con un chingos de tocino.

‒Ok, Pa. Ahí voy.

‒Voy a apartar lugar, güey. No te tardes, te espero abajo.

Para el medio día, ya teníamos cuatro camastros perfectamente alineados frente a la playa, cubiertos por un par de amplias sombrillas blancas que habíamos alquilado para evitar las quemaduras solares. El mar estaba tranquilo y una ligera brisa oceánica dejaba el sabor a sal en el ambiente. Mi padre había dispuesto el lugar como lo hacía cuando íbamos de fin de semana al parque en mi infancia, un picnic completo, inclusive habían conseguido un par de pelotas para jugar en la arena. Solo faltaban los camarones zarandeados, “esos hasta que lleguen las chicas”.

Nos recostamos en los camastros a disfrutar de un par de cervezas mientras llegaban Nahomi y Mildred. Los dos estábamos tumbados en traje de baño, él con el torso desnudo presumiendo sus bíceps y su barriga, mientras yo me limité a mostrar de más, usando una playera sin mangas con la frase estampada en el pecho: “Fui a Acapulco y estuve en La Quebrada”. Mi padre me la compró, ese día por la mañana, que fue a visitar a su amigo.

Al rato llegaron las chicas, mi padre de inmediato se acercó a ellas para recibirlas con un par de cervezas destapadas. Nahomi abrazó a mi padre, se notaba que entre ellos había una familiaridad inusual, una complicidad adquirida, esa que sólo se da cuando hay una cierta afinidad con alguien del sexo opuesto, esa que, a mayor edad, es más auténtica.

El sábado transcurrió con varios momentos divertidos. Los cuatro jugamos al voleibol, luego fútbol con otros bañistas, nadamos por un rato y hasta nos subimos a dar un paseo en la banana inflable. Al atardecer el hotel organizó una convivencia con los huéspedes alrededor de una fogata en la playa. Cansados y colorados por el sol, nos tumbamos en unas toallas sobre la arena. Mildred y yo charlamos bastante sobre lo que haríamos al regresar a nuestras cotidianas vidas. Ella comenzaría a trabajar en una empresa de publicidad en la CMDX, yo regresaría a la monotonía de mi escritorio y las expectativas financieras futuras de mis clientes. Nos quedamos en silencio por unos momentos. Ambos mirando a mi padre sentado abrazando por la espalda a Nahomi, frente a la fogata, con sus rostros iluminados por la luz naranja de las llamaradas y sus amplias sonrisitas casi adolescentes. Mildred y yo estábamos sorprendidos de ver a nuestros padres así, como si nada. Después solo nos miramos y reímos, y disfrutamos de la música, el fuego y la luna.

Al día siguiente, mi padre volvió a levantarse temprano, con la misma rutina de embadurnarse de nuevo la colonia cítrica sobre la piel de su barba rasurada.

‒¡Buenos días, mijo!

‒Buenos días, Pa. ¿Qué hora es?

‒¿Pues qué hora crees, cabrón? Las de levantarse, y apúrate porque ya me hablaron las muchachas. En quince minutos nos vemos con ellas en el lobby.

‒¿Y qué se supone que vamos a hacer?

‒¡Ay, cabezón! Pues desayunar en el restaurante de La Quebrada.

‒¿Siempre sí?

‒¡Sí, güey! Ya levántate, las invité a ver mi clavado.

‒¿Sigues con eso?

‒¡A huevo, mijo! Pues a eso vine, a lanzarme, antes de que ya no pueda. Ahorita me duelen las rodillas, pero sé que aún me puedo trepar ahí. 

‒Pa, en serio, no lo hagas, puedes sufrir…

‒¡No voy a sufrir nada! Y ya vámonos, mira que si no bajas en diez minutos ahí te quedas.

‒No, ya voy, Pa.

Cuando llegamos al restaurante, nos recibió un hombre alegre, corpulento, con un bronceado permanente y una sonrisa amplia. Era amigo de mi padre, de muchos años. Se abrazaron y golpearon sus espaldas fuertemente, como se hace entre camaradas que llevan años de conocerse.

‒¡Pinche negro, cuanto tiempo!

‒¡Mendigo “panjón” que “ejtas”! ¡Un “gujtazo”!

‒Mira, mi hijo y unas amigas.

‒¡Mira nomás, “puej ej” el Nicolito! ¡Ya todo hombre!

Aquel hombre con acento costeño, no disimuló su gusto por vernos, nos hizo sentir en familia y nos ofreció consumir todo lo que quisiéramos, mientras mi padre se preparó para su proeza.

‒¿Qué proeza? ‒preguntó Nahomi.

‒Mi papá va a lanzarse.

‒¿Lanzarse? ¿A dónde? ‒preguntó de nuevo.

‒Over there, mom ‒ contestó Mildred, señalando el peñasco.

‒Oh my God!

‒No je preocupe, güerita, él va a “ejtar” bien.

Nos ubicamos en un balcón con una vista verdaderamente hermosa de aquel lugar. El costeño, estuvo un rato con nosotros, hasta que tuvo que atender el negocio. Vimos a varios clavadistas antes que a mi padre. Algunos de ellos con antorchas en las manos, otros realizando clavados de dificultad olímpica, y otros más lo hicieron de modo sincronizado. Todos, antes de su número, rezaron ante la imagen de la virgen que está en el risco, le expliqué a Mildred y a Nahomi, que aquello era parte del misticismo del ritual. Y de pronto, apareció mi padre, con tan sólo un calzón azul apretado. Lo vi subir ágil el risco, acompañado por dos clavadistas más. No tardó en subir. El animador del restaurante explicó que era la primera vez de mi padre, pidió un aplauso y la gente del lugar le ovacionó reconociendo su coraje. Yo estaba nervioso, y Nohami aterrada. Mildred, preocupada, y mi padre, con una sonrisa que nunca antes había visto, saludando a la gente desde lo más alto de La Quebrada. 

El redoble de unos tambores anunció el momento, mi papá se colocó en su posición con el gesto adusto, concentrado, calculando el momento preciso para dejarse llevar por la gravedad. El animador instó al público a aplaudirle. La gente gritó y de pronto ahí iba mi padre en posición de avioncito hacia el agua. Sentí un vuelco en el pecho, y Nahomi lanzó un gritito agudo. El costeño sonreía y aplaudía. Y Mildred me miró angustiada.

Al funeral de mi papá acudieron, además de mi hermano y algunos familiares, Nahomi y Mildred, ambas continuaron con nosotros en los meses siguientes, hasta que mi padre perdió la batalla contra el cáncer de pulmón que le habían detectado apenas un par de semanas antes de irnos a ese último viaje. Él no me dijo nada hasta que regresamos a casa, yo lo increpé por no haberlo mencionado:

‒Mijo, tarde o temprano iba a pasar.

‒Pero, Pa…

‒Mijo, cabrón, no te apures, ya te dije. Sólo cuando ya no esté aquí, acuérdate de Acapulco. Además Mildred se ve que es buena muchacha, ella sí me cae bien, se ve que es como su mamá, ¡a todo dar!

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