Quetzalpapalotl

Por Nicte G. Yuen

A la distancia logro escuchar el llanto de mis familiares. El viento nocturno arrastra consigo los lamentos de aquellos seres que aún permanecen en la tierra de los vivos. Yo recibo tales ecos con un profundo dolor en mi corazón pues me es imposible darles un abrazo, tomar su mano entre las mías y decirles que estoy bien, que la muerte es sólo transformación.  Permanezco detrás del velo, en la morada de las almas. Algunas ocasiones la imagen de mis padres llega hasta el centro de mi existencia, y puedo verles; están en la habitación, hincados frente a una veladora, murmuran oraciones mientras permanecen llorando. Mi madre me recuerda con el vestido azul que me compró para festejar mi cumpleaños número veintidós, añora escuchar mi risa rebotando en las paredes de la casa tras regresar de la universidad. Mi padre le da un abrazo en un intento por confortarla; pero él también está destrozado, no duerme, no come, no se concentra en su trabajo.

—Nuestra hija está bien —dice mi padre entre suspiros.

Estoy bien, permanezco en paz.

Era tan joven… —intenta decir mamá, pero se le atoran las palabras.

—Lo sé querida, lo sé.

Fui muy feliz siendo su hija, los quiero tanto.

Existe tanto dolor aquí dentro que respirar me cuesta, tengo está sensación de que el corazón se va a detener de un momento a otro, que simplemente dejará  de funcionar porque el sufrimiento por su pérdida lo sobrepasa. Pero no sucede nada, aquí sigo, rota y todo, pero…

—No estás rota, ninguno de los dos lo estamos…

Otras veces estoy repasando la vida que tuve, volviendo sobre mis pasos, llenándome de recuerdos de mi niñez, del colegio, de mis compañeros de sexto grado, del festival de primavera, de mis regalos de cumpleños, de los pasteles que comí y de los atardeceres frente a la playa. En el camino descubro rostros que había olvidado, percibo caricias y abrazos sinceros, aromas y colores del pasado. Y aunque al principio no alcanzaba a comprender que ya no estaba viva, mis ancestros vinieron hasta mí para mostrarme esta tierra donde ahora permanecen nuestros espíritus. La abuela Juanita ha sido muy paciente y me ha hablado del duelo de mis padres, dice que necesitan llorar, que lo harán por muchos meses, que sentirán que el consuelo no llega a sus vidas, pero que estarán bien, porque están rodeados de amor.

—¿Tuviste miedo? ¿Al morir tuviste miedo?

—Estaba demasiado cansada como para sentir miedo —me cuenta la abuela Juanita mientras esperamos la llegada de las mariposas —. Recién había cumplido noventa años, todos en casa estaban felices, compraron un pastel gigantesco porque estaban empeñados en prender las noventa velitas que yo debía soplar para pedir un deseo. Tú eras tan pequeña que no recuerdas, pero ahí estabas en brazos de tu madre, envuelta en una frazada rosa. 

—¿Y no alcanzaste a soplar las velas, verdad?

—No, no lo hice, la muerte llegó a casa antes que el pastelero.

El tiempo se desvanece cuando la muerte llega, las manecillas del reloj dejan de girar y el mundo se detiene; por eso no estoy segura de hace cuánto tiempo morí, unos días, unas semanas, unos meses, quizá años. Sin embargo, mis ancestros me han explicado que las mariposas monarcas atraviesan el velo que separa la tierra de las almas del mundo de los vivos un día cada año, el mismo día de cada año. Nuestros espíritus se adhieren a sus alas para viajar de regreso a nuestros hogares con nuestras familias. 

Yo no he presenciado la migración de las mariposas, mi espíritu no ha salido de esta morada de luz eterna. 

—A ti la muerte no te agarró cansada como a mí, te agarró desprevenida en esa autopista… Lo lamento tanto pequeña —la voz de la abuela Juanita suena dulce como el fluir de los ríos a través de las praderas —. Me hubiera gustado que alcanzaras a llegar al día de tu graduación, poder verte con tu toga y tu birrete.

—Sí, hubiera sido lindo.

Cientos y cientos de mariposas monarca sobrevuelan el bosque. Puedo verlas batiendo sus alas, aproximándose a la frontera entre los vivos y los muertos.

—Han llegado por nosotros —dice la abuela tomándome de la mano.

—No sé cómo hacer este viaje. ¿Qué debo hacer ahora?

—Ellas te guiarán.

Una mariposa de brillantes alas se posa sobre mi cabeza, siento una avalancha de paz sobre mi espíritu, y permanezco quieta. Junto a mí están mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, sonríen. 

—Ya se puede percibir el camino que formaron nuestros familiares con los pétalos de las flores de cempasúchil —menciona la abuela Juanita soltándome la mano. La miro devolviéndole la sonrisa. Sé que todo irá bien.

La mariposa emprende el vuelo. Cierro los ojos y el aroma de las flores de cempasúchil me reconforta.